23

Demasiado eficiente

Jean-Louis Pitrel miró la pantalla del ordenador con expresión complacida. Se estiró a fin de desentumecer las piernas y sacudirse la pereza que comenzaba a invadirle. Entrelazando los dedos de sus manos tras la nuca, evaluó el resultado de varias semanas de intenso trabajo: una interminable sucesión de gráficos en tres dimensiones, imágenes, mapas, textos y conclusiones que podían arrojar nueva luz sobre Le Club y sus procedimientos y que abrían vías de investigación desdeñadas en su día.

El reloj de la columna marcaba las ocho y doce minutos. Llevaba más de una hora prácticamente solo en la planta, escindido entre su deseo de ir a reunirse con sus amigos y darse un respiro y la necesidad imperiosa de terminar cuanto antes esa presentación.

Solo restaba digitalizar y añadir unas fotografías de un asesinato acaecido siete años atrás. Por algún extraño motivo no acompañaban el dosier que Claire Valéry le había proporcionado. Al preguntar por su paradero, la inspectora le había comentado que con toda probabilidad habrían sido guardadas en el archivo general del sótano, en las estanterías en las que se acumulaba todo el historial de Le Club.

Resolvió que lo mejor era buscarlas, adjuntarlas y dar carpetazo al asunto. En media hora podía quedar todo listo.

Al llegar a la pequeña habitación de acceso al registro de la policía, constató que el viejo Climent no estaba en su puesto, cosa sumamente rara, ya que su único trabajo, a la espera de la jubilación, consistía en consignar de manera escrupulosa los nombres de todos los que accedían al lugar, propósito de su visita y horas de entrada y de salida.

Encogiéndose de hombros, se entretuvo en rellenar las casillas de la hoja pautada que estaba sobre la mesa.

Jean-Louis había estado en una docena de ocasiones en ese inmenso archivo, y siempre, sin excepción, notaba que una extraña desazón invadía su ánimo al entrar en él. A lo largo de sus interminables pasillos, bajo la luz mórbida de los tubos de neón, el polvo se acumulaba sobre los anales delictivos de la ciudad de París. Una miríada de cajas repletas de asesinatos, homicidios, robos, violaciones, atracos y fraudes; una versión luctuosa y alejada de la imagen rutilante de la capital de Francia. De ese subterráneo de desdicha organizada, lo mejor era salir con la misma celeridad con que se entraba.

Los expedientes de Le Club ocupaban una treintena de contenedores, en un área algo apartada; cajas a las que se habían ido añadiendo etiquetas adhesivas, con fechas y nombres, así se añadía o restaba algo.

El analista se dedicaba a husmear a placer, intentando localizar las fotografías que necesitaba, cuando escuchó el sonido seco que produce un pesado bulto al ser depositado sobre una mesa. Aguzó el oído. Era evidente que alguien más trajinaba en el archivo, varios pasillos más allá.

—¡Abramos esta caja! —oyó que alguien decía en tono exasperado—. ¡Hay que joderse, te apuesto lo que quieras a que aparecerá en la última, y aún quedan más de diez por revisar!

—Tranquilo, es cuestión de paciencia… —repuso otra voz más atemperada.

—¿Paciencia? ¡Ya no me queda paciencia, llevamos tres días metidos en este antro, examinando toda esta mierda con lupa, empiezo a estar harto!

Movido por la curiosidad, Pitrel caminó con sigilo hasta topar con la pared y retrocedió a su amparo, a lo largo de un estrecho pasillo lateral. A través de una rendija entre estanterías logró atisbar y reconocer a los dos que huroneaban en el lugar.

Eran Alphonse y Fabrice, un par de malcarados de los que, por consejo de Claire, se había mantenido alejado desde su llegada al departamento. Ambos eran de modales chulescos y trato áspero. Un par de barriobajeros que dependían directamente del director del departamento de investigación criminal y jefe de inspectores, Benoît Lauzier.

Se preguntó qué estarían buscando con tanto ahínco a esas horas.

—¡Pásame el cúter, no consigo arrancar este precinto ni a tiros! —demandó Alphonse.

—¡Espera, espera, tal vez no haga falta!

—¿Qué pasa?

—Creo que lo tengo, sí, maldita sea…, ¡aquí está!

—¡Bah! ¿Estás seguro?

—¡Mira esta carpeta, y decide tú mismo: A. B.!

Durante un largo minuto los dos permanecieron en silencio, revisando el contenido una y otra vez.

—Imposible equivocarse: ¡cuentas, transferencias, cartas, todo coincide!

—Pues aleluya, cierra la caja, déjala en su sitio y larguémonos.

—Yo me encargo. Tú, mientras tanto, llama a Clément Laroche y dile que ya lo tenemos —propuso Fabrice.

—¿Dónde le cito?

—Dile que nos veremos en una hora, que vaya hasta la Route de la Pyramide, a los campos de fútbol y pistas de tenis que hay junto al Bois de Vincennes… ¡No, un momento, eso es demasiado grande! ¡Será mejor que nos espere en el aparcamiento del hipódromo de Vincennes! Es un lugar discreto y solitario.

A esas alturas, tras todo lo que había escuchado, una poderosa sospecha se había instalado en el cerebro de Jean-Louis. Tenía claro que los dos se traían algo turbio entre manos. Esperó pacientemente a que terminaran, y en cuanto los vio encaminarse hacia la salida, echó un vistazo rápido a la sección en la que habían estado fisgando. No había lugar a dudas: las cajas que habían registrado eran las que contenían los documentos confiscados a Jean-Marc Poncelet, el financiero muerto. Conocía su existencia, y sabía que iban a ser trasladadas por orden judicial en las siguientes horas.

Al abandonar el archivo, por pura intuición, decidió echar un rápido vistazo al cuadernillo de hojas de visitas de la tarde. Los nombres de Alphonse y Fabrice no constaban. Oficialmente no habían estado allí.

Movido por la curiosidad, consciente de que de modo fortuito había topado con algo que merecía ser investigado, se decidió a seguirles. Sin entretenerse, recogió su chaqueta y salió a la calle en busca de su moto. Estaba colocándose el casco, poco después, cuando les vio pasar, en un Citroën rojo. Uniéndose al tráfico les siguió a distancia prudencial; aprovechando las inevitables paradas en los semáforos para marcar el número de teléfono de la inspectora. Tras media docena de llamadas, desistió: parecía estar fuera de cobertura o apagado. Se entretuvo entonces en teclear un breve mensaje de texto.

«Creo que he descubierto algo importante, hablamos mañana».

La circulación a esa hora era muy densa, tanto el Quai de Bercy como la A4 bordeaban el colapso. Recorrer doce kilómetros supuso casi una hora. Al llegar a las inmediaciones del hipódromo optó por dejar la moto a más de un centenar de metros del aparcamiento y aproximarse con cautela.

Amparándose en el arbolado y en las sombras del lugar, fue a apostarse tras una larga línea de contenedores de basura, muy cerca del punto en que Alphonse y Fabrice habían estacionado su vehículo.

La espera fue breve. Pocos minutos antes de las diez de la noche un Renault blanco se aproximó lentamente hasta los policías. El conductor apagó las luces durante los últimos metros, echó el freno de mano y se apeó.

—¿Clément, Clément Laroche? —preguntó Fabrice arrojando la colilla de un cigarrillo.

—Sí…

—Tenemos el sobre. No ha sido fácil dar con él.

—Lo supongo. Buen trabajo, chicos. Se os pagará muy bien.

El analista de la policía había escuchado en el sótano el nombre del recién llegado. Le resultaba familiar, aunque no atinaba a identificarle por completo. Ahora, al ver su rostro, reparaba en su identidad. En los últimos días asomaba con relativa frecuencia en los informativos y en la portada de los tabloides, escoltando a Alvar Bergeron, el presidente del Banco de Francia. La presencia imponente del abogado, un auténtico cancerbero, y su taxativo y rutinario «nada que declarar», terminaban disuadiendo a los medios de comunicación.

Jean-Louis tomó conciencia real de la gravedad del delito. Ese par de bribones estaban haciendo desaparecer pruebas comprometedoras. Sabía que una acusación no sería suficiente, necesitaría probarlo. Sin titubear, echó mano a su iPhone y tomó una fotografía. No se entretuvo en valorar la calidad de la imagen; un raro presentimiento le impelía a enviarla de inmediato. Seleccionó el archivo remitiéndolo al instante al número de Claire Valéry.

Ya solo restaba salir de allí lo antes posible. Retrocedió agazapado, casi a ras de suelo, afianzando su retroceso con las manos.

El destino le llevó a pisar una lata vacía de cerveza.

—¿Qué ha sido eso? —oyó preguntar a Alphonse.

—¡Detrás de los contenedores de basura! —alertó Fabrice.

Antes de que pudiera reaccionar, empuñando su arma reglamentaria, los dos policías caían sobre él. Intentó huir, pero una oportuna zancadilla de Alphonse le hizo caer de bruces.

—¿Y a ti qué coño se te ha perdido? —inquirió agarrándole por el pescuezo y forzándole a levantarse. Se dirigió al punto a su compañero y le espetó—: ¡Dile a ese picapleitos que ahueque el ala ahora mismo!

—¡Suéltame, maldito cabrón, esto lo vais a pagar muy caro! —gritó Pitrel furioso.

—Vaya, menuda sorpresa, juraría que yo te conozco, ¿no? —ironizó Alphonse clavando el cañón de su automática en la sien del joven, mientras Clément Laroche, asustado, subía a su coche y abandonaba a toda prisa el aparcamiento—. ¡Fabrice, ven, mira a quién tenemos aquí!

—¿Quién es?

—¿No le reconoces?

—Su cara me suena…

—Claro que te suena, ¡es el protegido de Claire Valéry, la inspectora!

—¡Anda, es verdad! ¿Qué tal, chaval, le comes bien el coñito a la inspectora?

Pitrel se revolvió, intentando zafarse de Alphonse, que le retenía sañudo.

—¡Soltadme ahora mismo! —exigió—. ¡Sois un par de canallas!

Fabrice reparó en el teléfono móvil del analista. Lo había perdido al ir a dar con sus huesos en el suelo.

—¡Mierda, este estaba llamando a alguien! —alertó.

—¿Con quién hablabas?

—¡La habéis cagado bien cagada, demasiado tarde, ya no podéis hacer nada! —rugió Jean-Louis, henchido del temerario coraje que insufla la rabia.

—¡Comprueba el último número marcado; vamos, rápido! —ordenó Alphonse a Fabrice.

Utilizando un pañuelo de papel, el policía procedió a revisar el buzón de llamadas.

—Lo que me temía: ha llamado a la inspectora… —constató al poco.

—¿Has llamado a tu putita? ¡Ese no es problema que deba preocuparnos! —ironizó—. Todos sabemos que esa mujer es una inútil que no da pie con bola. Un florero. Y ni siquiera de los más bonitos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Fabrice nervioso—. Esto no me gusta ni un pelo.

—Yo te diré lo que vamos a hacer… —repuso Alphonse, proyectando a Pitrel hacia atrás con un violento empujón que le devolvió al suelo.

La tremenda costalada hizo que Jean-Louis emitiera un grito de dolor.

Aún no se había apagado su eco, cuando el estampido seco de un disparo resonó en el lugar.

—¡Joder, le has matado! ¿Te has vuelto loco? —recriminó Fabrice.

—Tranquilo, hombre…

—¿Tranquilo, dices? ¡Has usado el arma reglamentaria!

—¿El arma? ¡La perdí hace dos días! ¿Recuerdas? —solventó con sarcasmo—. El jefe se encargará de que mi informe lleve sello y fecha bien visible. Además, nunca nadie hallará la pistola, ¿para qué preocuparse?

—¡Joder, Alphonse, le has matado, lo tenemos claro!

—Cállate de una puta vez y haz algo útil: ¡aplasta ese maldito teléfono!

—¿Estás loco? ¡Es mejor tirarlo al río, o a una cloaca!

—Tal vez tengas razón. Salgamos de aquí antes de que aparezca alguien.

Los asesinos abandonaron el hipódromo con las luces apagadas, dejando a Jean-Louis Pitrel con un perfecto agujero en la frente, tendido sobre un asfalto tintado en rojo.

Su cadáver sería hallado pasadas las ocho de la mañana, cuando el camión del servicio municipal de basuras se acercó hasta los contenedores. El conductor, horrorizado, alertó a la policía. Cuarenta minutos más tarde se personaba en el escenario del crimen el inspector André Broussard, acompañado por Dominique Chavernel, médico forense, y un par de técnicos del Departamento de Inspección Pericial.

Cuando llegó Claire Valéry, con el rostro desencajado, estaban a punto de levantar el cadáver.

—¡No puede ser, no es posible! —sollozó, arrodillándose junto al cuerpo.

—Lo siento, Claire. Lo siento mucho… —balbuceó Broussard.

La inspectora se refugió en el hombro de su colega, buscando un consuelo imposible.

—Tienes que ser fuerte, no llores. Averiguaremos qué es lo que ha pasado… —aseguró estrechándola con fuerza—. Me inclino a pensar que Pitrel se había metido en algo ilegal; tal vez algo relacionado con drogas o apuestas clandestinas. No lo sé. Quizá le debía dinero a alguien. En estos días, los jóvenes se meten en muchos líos…

—¿Has perdido el juicio, André? ¡Eso es imposible, un disparate! —negó ella vehemente—. Conocía muy bien a Jean-Louis. Había descubierto algo; algo en el departamento. Créeme. Ayer me llamó varias veces, con insistencia, alertándome de que había detectado algo raro. Yo tenía el teléfono desconectado; después, me remitió un SMS y una fotografía. Acabo de verlo de camino aquí. Hizo una foto poco antes de que le mataran.

—¿Me permites ver tu móvil?

Claire le mostró el mensaje de texto y la imagen recibida. Broussard enarcó las cejas y frunció los labios.

—Me temo que tendrás que darme tu teléfono, Claire. Está claro que es una prueba muy importante.

—No. Ni en sueños. Yo me hago cargo de este caso. Lo conservaré, al menos por ahora —rehusó alterada.

—¡Por favor, te lo ruego, no me lo pongas difícil! Cuando nos han avisado de esto, Benoît Lauzier, en persona, me ha puesto al frente de la investigación… —argumentó André en tono conciliador, buscando eludir el encontronazo.

—Lo siento, pero no me fío de nadie. Detrás de este asesinato hay algo muy feo. Lo veo claro. Me voy a la central. Imprimiré la imagen; después, hablaré con Benoît… —dijo obstinada, arrebatándole el aparato de las manos—. ¡Veremos quién lleva el caso!

Sobrepasado el mediodía, los técnicos del departamento informático ponían a disposición de la inspectora una copia impresa de la fotografía, de buen tamaño y resolución. Pese a todo, dejaba mucho que desear. Era un plano medio en el que se distinguía la silueta parda de dos individuos, situados de espaldas al objetivo; entregaban un sobre a un tercer actor, que recibía en el rostro la luz difusa y amarillenta de una farola. Sus facciones se resumían en unos pocos rasgos básicos, mal definidos.

En el compás de espera, Claire había logrado reconstruir los movimientos efectuados por el analista durante la víspera. La información del fichero en el que había estado trabajando confirmaba que había procedido a salvarlo, por última vez, a las ocho y siete minutos de la tarde; había estampado su firma en la hoja de registro de acceso al archivo del sótano a las ocho y veinticinco minutos, y la secuencia de sus llamadas y el mensaje de texto se escalonaban entre las nueve y las nueve y media de la noche; la fotografía, finalmente, correspondía a las diez menos un minuto.

Armada con todos esos datos, y con el móvil y la fotografía en la mano, Claire irrumpió en el despacho de Benoît Lauzier sin molestarse en llamar a su puerta.

—¡Claire! ¡Adelante, pasa, Dios mío, qué día tan negro! —exclamó el director compungido, haciendo amago de despegar el culo de la silla—. Debes estar hecha polvo, lo entiendo, todos lo estamos…

—Eso ya lo he superado. Simplemente estoy furiosa.

—¡Anda, siéntate y cuéntame! —invitó.

Haciendo caso omiso, plantada en actitud desafiante frente a la mesa de su superior, la inspectora dio rienda suelta a sus conjeturas.

—Escúchame, Benoît, ¡a Jean-Louis le han asesinado los nuestros!

—¡¿Cómo?! ¡Válgame el cielo, qué disparate, no sabes lo que estás diciendo, todo esto te está afectando mucho más de lo que imaginaba!

—¡Dejémonos de monsergas y limitémonos a los hechos! —exigió con mirada avinagrada—. Aquí tienes una cronología de lo que hizo Pitrel durante sus dos últimas horas…

—¿Y esto qué demuestra? —interpeló tras un rápido vistazo.

—Piensa un poco. Bajó al archivo y descubrió algo sospechoso. Me inclino a creer que se trata de algo relacionado con Poncelet, el financiero…, ¡por lo que sé, las cajas con todo lo incautado en la sede de la Société Genérale d’Investissement et Finances van a ser trasladadas, de un momento a otro, a los juzgados!

—Sí. Esta tarde, a primera hora…

—¿Ves? ¡Encaja! —exclamó la inspectora—. En la carta póstuma de Poncelet se acusa a Alvar Bergeron, el presidente del Banco de Francia, de connivencia en la estafa, y de haberse lucrado…

—¡Yo no seguiría por ahí, te vas a quemar!

—Ya estoy quemada, Benoît, muy quemada… —aseguró irritada—. Fíjate en la foto, en las facciones del hombre que recibe el sobre, ¿te resultan familiares?

—En absoluto…

—Mira este recorte de prensa —sugirió sacando del bolsillo una página de Le Monde—. Ahí le tienes, junto a Bergeron. Es Clément Laroche, su abogado.

—¡Menudo despropósito, Claire, los rasgos del tipo de la foto son casi los de un fantasma; sus facciones coinciden con la fisonomía de miles de personas! —refutó Benoît a punto de perder los estribos.

—Lo dudo, pero hay algo más. Algo que en estas circunstancias no puede ser pasado por alto.

—¿De qué se trata?

—¡Alvar Bergeron es cuñado de Frédéric Péchenard, director general de la Policía de París!

Al oír eso, Benoît Lauzier se alzó como un rayo. Era mucho más de lo que estaba dispuesto a soportar. Clavando los puños sobre la mesa, adelantó el rostro acortando la distancia que le separaba de la inspectora, dispuesto a saltarle a la yugular.

—¡Acabas de hundirte hasta el cuello en un pantano de arenas movedizas! —increpó rozando la vesania—. ¡Te aconsejo que pienses bien qué cosas dices y qué cosas haces! ¡No lo voy a aceptar!

—¡Pienso investigar esa posibilidad! —amenazó ella dispuesta al órdago.

—¡Ni lo sueñes, no te lo permitiré! ¡Serás el hazmerreír de todos, y lo que es peor: vas a poner en la picota el buen nombre de dos de las instituciones más respetadas del país! —replicó Benoît crispado—. De todos modos, no sé de qué me preocupo. Debería encogerme de hombros y tranquilizarme: todo lo que tocas está abocado al fracaso…

—Eso es un golpe muy sucio, Benoît…

—¡Esa es la puta verdad! —gruñó con desdén—. Si tuvieras dos dedos de frente, te plantearías tomarte unas largas vacaciones, o solicitar el traslado a otra área…

—Seguro que preferirías que presentara la dimisión y pusiera mi cargo a tu disposición, ¿no?

—Tal como están las cosas, tal vez sería lo mejor para todos.

Por toda respuesta, con el desprecio en los labios, Claire alzó el índice de su mano derecha.

—¡Que te jodan, Benoît, que te jodan!

—Para eso ya estás tú… ¡Y no me des la espalda! ¡No lo diré dos veces! Broussard llevará este asunto, y tú te mantendrás al margen —ordenó colérico—. Si me entero de que metes el hocico donde no debes meterlo, te abriré un expediente disciplinario y me encargaré de que te echen de la policía a patadas…

Dando un fuerte portazo, Claire abandonó el despacho de Lauzier y cruzó la planta en medio de un silencio sepulcral, esquivando las miradas inquisitivas de todos sus compañeros. Era evidente que su acalorada porfía con el director alimentaría corrillos y mentideros durante días.

Media hora más tarde, invadida por el desánimo, necesitando desahogarse, marcó el teléfono de la única persona en quien confiaba.

—Hola, Daniel, ¿tienes unos minutos para mí?

—Para ti tengo siempre todo el tiempo del mundo —aseguró el forense.

—Tal vez te cojo en mal momento…

—No te preocupes. Lo que tengo entre manos lleva muerto varios días. Lo mejor de morirse es que se acaban las prisas… —comentó con jocosidad.

La inspectora le explicó lo ocurrido de forma pormenorizada. Al terminar, se deshizo en un largo suspiro.

—Dime, Daniel, ¿qué debo hacer?, ¿me estoy volviendo loca? ¿Tú crees que investigar en ese sentido está fuera de lugar? ¡Estoy tan cansada, Lauzier tiene razón, soy un completo fracaso! ¡Voy a dimitir, cada vez lo tengo más claro!

—Tu análisis es correcto. Hay mucha mierda debajo de esa alfombra… ¡Ni se te ocurra renunciar al cargo!

—¿Lo piensas de verdad? ¡No me des la razón si no lo crees!

—Estoy convencido de lo que digo. De todos modos, probarlo va a ser difícil. Además, piénsalo bien: implicar en esto a Frédéric Péchenard supone abrir la caja de los truenos… —reflexionó—. ¿A quién podría encargar Péchenard un trabajo así de no ser al propio Benoît Lauzier?

—¡Soy única metiéndome en líos!

—Al señalar a Péchenard, entre líneas, pero de forma muy implícita, le acusas a él. En la central no pasa nada sin su visto bueno.

—¡Será mejor que me olvide, que se encargue Broussard!

—Cálmate, buscaré un hueco para que nos veamos y podamos hablar de esto. El único consejo que te puedo dar ahora es que seas muy cautelosa. Si tus sospechas son ciertas, más de uno se va a poner muy nervioso… —recomendó—. Vigila tu espalda.

—¡Dios mío, Daniel, hubiera preferido que te ahorraras esa advertencia!

—Ser precavido nunca está de más, ¡vamos, adelante: valor y convicción, como solía decir tu padre!

La dosis de entereza insuflada por Boillot no tardó en diluirse. A lo largo de las siguientes horas, encerrada en su despacho, Claire se fue hundiendo en un mar de pensamientos lóbregos. De estar sola, bracearía con fuerza, se mantendría a flote, lucharía contra el embate de las olas, acabaría con Péchenard y Lauzier, haciéndoles pagar la muerte de Pitrel, pero Aurélie, su hija, dependía de ella para todo, y no podía arrastrarla hasta el centro de ese maelstrom sin retorno.

Como una autómata, con un velo de tristeza en la mirada, procedió a redactar una aséptica carta en la que por motivos personales renunciaba a su cargo de inspectora. Lejos de suponer una claudicación, cada línea escrita parecía perfilar con mayor nitidez un horizonte liberador, al alcance de la mano.

Se disponía a firmarla cuando una de las agentes de la recepción de la jefatura llamó discretamente a su puerta y asomó el rostro.

—Disculpe, inspectora, han dejado esta carta para usted —anunció.

En el anverso, con letra armoniosa, alguien había escrito: «Confidencial. Entregar a la inspectora Claire Valéry».

—¿Quién la ha traído?

—Lo ignoro. Creo que se la han entregado a alguien del primer turno. Me temo que lleva unas cuantas horas en la bandeja de la recepción. Siento no habérsela subido antes…, ¡menudo día llevamos!

—No se preocupe. Muchas gracias.

Claire abrió el sobre. Contenía dos hojas cuidadosamente dobladas, escritas a mano por tres de sus cuatro caras. Así avanzaba en la lectura de esa inesperada misiva, su rostro evidenciaba una rápida mutación interior, y sus ojos se abrían con desmesura hasta colmarse de asombro.

—No puede ser —murmuró incrédula—, esto no está sucediendo…

Con mano temblorosa examinó su arma reglamentaria, recogió sus cosas y se dispuso a salir del despacho.

En el último momento, cuando se disponía a atravesar el umbral, se detuvo. Abrió un pequeño armario, atestado de cajas, papeles y objetos. Allí guardaba una Browning de nueve milímetros que había pertenecido a su padre. Una pistola sin número de serie. Jamás había sido usada.

Inevitablemente, se preguntó si hacía lo correcto. Tras comprobar el cargador, la guardó en el bolso y abandonó el lugar.

Dispuesta a citarse con el destino.