21

Tetractys

Al día siguiente, tal como había anunciado Cassel, Henry encontró un par de portafolios de piel marrón sobre la mesa de su despacho en Art & Auctions. Lucían en la solapa de cierre el grabado dorado de la Tetractys pitagórica.

Suspiró intranquilo. Había pasado buena parte de la noche estrellándose contra la inaccesible web de la organización. Los códigos obtenidos en casa de Adèle no le habían servido de gran cosa, pues no lograba entender de qué forma debían ser utilizados. En la pantalla, el maldito triángulo de diez puntos era solo un anagrama inerte, situado en el centro de una página aparentemente inactiva.

Decidió servirse un café y echar un vistazo a los dos informes. Tenía toda la mañana por delante. Muriel, la secretaria de Cassel, le había informado de que el marchante estaría ausente durante toda la jornada.

Saberlo le hizo sentir algo mejor.

El primer dosier atenazó su estómago hasta la náusea. Se refería a los crímenes cometidos por Shahab Koshnam, teniente coronel del ejército iraquí y miembro destacado del partido Baaz. Durante la década de los ochenta, siguiendo instrucciones de Sadam Husein, participó activamente en el genocidio del pueblo kurdo. Disfrutaba matando a sus prisioneros con pequeñas cantidades de explosivos que fijaba en su pecho, y los filmaba con su cámara de vídeo saltando por los aires, destrozados. Organizó, tiempo después, el operativo del bombardeo que los días 17 y 18 de marzo de 1988 devastó la ciudad kurda de Halabja. Las bombas químicas y de racimo cayeron como una maldición desde el cielo, cuando la población aún dormía.

Cinco mil mujeres y niños murieron abrasados.

El rostro de Henry quedó desencajado, convertido en una máscara grotesca, cuando en un apartado del extenso informe leyó que los aviones utilizados en esa masacre habían sido cedidos por Francia y Rusia; el veneno letal, fabricado en Alemania; las armas convencionales, vendidas por España.

Años más tarde, Shahab salvó el pellejo de forma astuta al propiciar la caída de Husein. Sus informes a los servicios de inteligencia estadounidenses compraron su perdón.

Había amasado una gran fortuna personal, y vivía, a sus 72 años, bajo una falsa identidad, Abdel Bitar, en un pequeño pueblo alsaciano, cerca de la frontera con Alemania, junto a su mujer y cuatro hijos.

El segundo portafolio pertenecía a un proxeneta de Marsella, acusado del asesinato de una prostituta. Tras unos meses en prisión, a la espera de juicio, había sido puesto en libertad por falta de pruebas concluyentes.

Henry sonrió al entender que Pierre se lo estaba poniendo fácil a la hora de elegir. Por un instante se sintió absolutamente predispuesto a suscribir la proposición intelectual en la que se sustentaba su visión: «El mal se combate con el mal».

¿No es el antídoto al veneno de una serpiente su propio veneno?

Sacó del bolsillo la moneda de cincuenta céntimos de euro, el botón del día de la ira del pueblo. Jugueteó con él. El galerista había insistido en que debía conservarlo.

Volvió a repasar el primer informe con acrecentado asombro. El encargado de recopilar todo ese material había dedicado una enorme cantidad de tiempo a la tarea. Junto a los hechos referidos al pasado criminal de Abdel, se adjuntaba minuciosa información referida a sus hábitos cotidianos; fotografías de su rostro; imágenes y planos de su casa; horarios de entrada y de salida del personal de servicio; incluso listas de artículos y marcas que consumía con regularidad.

Henry intuyó que la red que Pierre dirigía se nutría del concurso de muchos. Tal vez su estructura estaba conformada por pequeñas cascadas o pirámides, independientes las unas de las otras; probablemente doce, ya que recordaba con claridad que él había comentado que apenas la mitad de los que acostumbraban a reunirse en su casa estaba presente esa noche.

Decidió posponer la decisión que Pierre esperaba de él. Además, si las cosas se encadenaban como había previsto, no debería tomarla.

A primera hora de la tarde, tras la comida, acudió, junto a Marcel Bourque, un tasador de Art & Auctions, al domicilio de la señora Bessette, una viuda septuagenaria dispuesta a desprenderse de algunos cuadros y objetos decorativos valiosos. Pierre había determinado que Marcel le acompañara durante un tiempo en todas las visitas de negocios. Ese hombre poseía un excelente olfato a la hora de cuantificar, siempre a la baja, el precio que se debía ofertar.

Con renovados bríos, empleó el resto del día, y buena parte de la noche, en la ímproba tarea de expugnar la página de Tetractys. Se ocupaba en hallar una relación entre las secuencias numéricas y los nombres de filósofos célebres cuando recibió una inesperada llamada de Adèle.

Descolgó intentando controlar el latido de su corazón.

—¿Por qué siempre desapareces y me dejas sola en la cama? —espetó sin preámbulos, bromeando—. ¡Esto se está convirtiendo en un hábito insano!

—Intenté despertarte, pero fue inútil —adujo dejando escapar una leve risa—. Dormías como una marmota. Te dejé una nota, supongo que la encontraste…

—Sí, la encontré y la he guardado…, ¿sabes?, tienes una letra realmente bonita y una forma encantadora de decir las cosas.

—Me harás ruborizar, ¿cómo estás?

—Algo resfriada, tirando de pañuelos —contó quejumbrosa—. Para colmo se ha estropeado la calefacción, y hoy hace bastante frío. Te echaba de menos.

Henry se echó a reír con ganas.

—¿De qué te ríes? —indagó suspicaz.

—Me río al pensar que me echas de menos por un problema térmico.

—¡Serás tonto! —protestó con falso enojo—. ¿Y tú?

—¿Yo, qué…?

—Si tú también me echas de menos…

—Más de lo que puedas imaginar —confesó.

—¿Va todo bien, qué estabas haciendo?

—Muy bien. Estaba en la cama, leyendo un poco —mintió con aplomo—. Hoy he tenido un día complicado. No tardaré en dormir.

—Recuerda que aún tienes que explicarme el resto de esa historia. La verdad es que me dejaste bastante intranquila.

—Lo haré. No debes preocuparte. Te veré pronto…

—¿Cuándo?

—En dos o tres días.

De forma automática, tras colgar, Henry ocultó el rostro entre sus manos, golpeado por la desazón. El papel de Adèle sobre el tablero de juego era perfecto. Pierre lo había urdido todo de forma magistral, insuperable, ubicándola en una diagonal estratégica, fuera de la confrontación, alejada de su línea principal de actuación.

Una impecable y mortal tela de araña.

A pesar de saber todo eso, Henry se sentía absolutamente incapaz de odiar a Adèle. Más allá de cumplir con la tarea que le habían encomendado, parecía comportarse de manera absolutamente natural y sincera. Fingir hasta ese punto no era posible. Ni el mejor actor sería capaz de hacerlo.

Aunque tal vez hasta en eso se estaba engañando.

Al despertarse por la mañana, Henry procedió con absoluta calma. Se vistió sin prisas, escogiendo una elegante americana de color ocre y una corbata azul marino. Ya en la calle, se detuvo en un teléfono público y efectuó una llamada.

Tras unos minutos de conversación, dejó a su interlocutor con la palabra en la boca, negándose a revelar su identidad.

Sonrió. Solo era cuestión de esperar unas horas.

Al llegar a Art & Auctions se topó en el vestíbulo con un Pierre distinto, relajado. Parecía salir de un largo sueño de veinticuatro horas. Henry, con sorna, pensó que en algún lugar, en algún desván inaccesible, debía ocultar un terrorífico retrato al óleo, idéntico al descrito por Oscar Wilde.

—¡Henry, llegas pronto! —saludó sonriente—. Elegante corbata, sí, señor…

—Tengo que escribir ese informe sobre las piezas de la señora Bessette. Los cuadros son buenos, se venderán muy bien…

—Excelente, ¿qué hay de los otros dos… informes?

—¡Ah, sí, los he estudiado, pero me gustaría echarles un último vistazo! ¿Te parece bien si hablamos de ello por la tarde? —solicitó.

—Perfecto, por la tarde. Con una buena copa de brandy.

—¿Qué están haciendo los operarios en la sala de exposiciones?

—Vaciarla. La vamos a necesitar… —dijo al tiempo que echaba un vistazo a su reloj—. Entre las once y las doce llegará el camión…

—¿Qué camión?

—El que trae los muebles, cuadros y objetos que compramos en Barcelona, en la tienda de Domingo Rossi Golferichs, ¿recuerdas?

—Lo había olvidado por completo… —asintió—. Te dejo, nos veremos luego.

Ya en su despacho, cerró la puerta y se dejó caer en la butaca, dispuesto a ver pasar el tiempo y a disfrutar de la calma que precede a la tormenta.

Indudablemente, iba a ser una buena tormenta.

Cinco minutos antes de las once, el chirrido de las láminas de hierro del portón al abrirse, y el subsiguiente tráfago de operarios y transportistas, le alertó de que el camión había llegado. El trabajo de descarga fue lento. Algo más de una hora. Después, todo volvió a la calma, y un silencio agradable se instaló hasta más allá del mediodía, cuando se dejaron oír las enervantes sirenas de los coches de la policía y las voces de un tropel de agentes penetrando a la carrera en el edificio.

Henry salió del despacho con una bien ensayada expresión de desconcierto en el rostro, justo en el preciso instante en que Pierre se lanzaba escaleras abajo, seguido de cerca por una alterada Muriel.

Descendió tras ellos, con calma, y optó por ir a reunirse con algunos empleados que no podían ocultar su sorpresa ante lo que estaba pasando.

—¿Alguien me puede explicar a qué viene esto? —interpeló Cassel en tono malhumorado dirigiéndose a los policías.

Un tipo alto, algo desgarbado, sin uniforme, se adelantó.

—Buenos días. Soy Roland Le Forestier, subinspector del Departamento de Delitos Artísticos de la policía, ¿es usted el propietario de este negocio?

—Me llamo Pierre Cassel, no soy el propietario, soy el director gerente.

—Lamento las molestias, señor Cassel, pero traigo una orden de registro… —anunció desplegando un mandato judicial—. Le agradeceré su colaboración.

—¡Un registro!, ¿por qué, qué pasa?

—¿Han recibido ustedes un envío de obras de arte desde España?

—Sí. Hace poco más de una hora…

—¿Dónde están esos objetos?

—Detrás de usted, en la sala de exposición —señaló Pierre aturdido—; todavía no los hemos desembalado.

Le Forestier dibujó una sonrisa entre cortés e irónica.

—No se preocupe, nosotros nos encargaremos de hacerlo… —aseguró—. Mientras tanto, le rogaré que me proporcione todos los documentos acreditativos de las piezas; origen de los lotes, tasaciones y facturas.

Sin mediar más explicación, y a su señal, una docena de agentes entró en la galería y se puso manos a la obra, cortando precintos y retirando protecciones de cartón y plástico de muebles, objetos y cuadros.

Muriel abandonó el lugar dispuesta a reunir todo lo que Le Forestier había solicitado. Pierre, por su parte, deambuló por el hall como un gato enjaulado. Su cara avinagrada hizo que sus empleados optaran por retirarse discretamente y regresar a sus quehaceres.

—¡No entiendo nada! —masculló entre dientes en una de sus continuas idas y venidas, al detectar la presencia de Henry y su expresión de turista sorprendido.

—¿Qué se supone que buscan, Pierre?

—¡Cómo quieres que lo sepa!

—¿Había pasado alguna vez algo parecido?

—¡Nunca!

Una hora más tarde, cuando ya todo estaba despejado y en perfecto estado de revista, Le Forestier, secundado por dos expertos, procedió a examinar las piezas, una por una, cotejando sus medidas y la información visual con los datos aportados por las fichas. El mal humor de Pierre se acentuó al verles inspeccionar la parte posterior de los espejos; el fondo de los cajones de mesillas y cómodas; el interior de los jarrones y las peanas de las figuras, golpeando delicadamente, aquí y allá, en busca de huecos. Cuando centraron su atención en la docena larga de óleos que incluía el lote, su minuciosidad rozó lo exasperante.

—¿Puede acercarse, señor Cassel? —rogó el subinspector finalmente.

—¿Qué ocurre?

—Esta obra…

—¿Sí?

—Es un óleo de Antoine-Jean Gros, ¿no?

—Sí. Un pintor francés, a caballo entre el estilo neoclásico y el romántico… —explicó con aire docto y tono displicente—. Sin duda uno de los discípulos más aventajados de Jacques-Louis David, ¿qué pasa con este paisaje?

Roland Le Forestier se rascó la punta de la nariz y empujó la montura de las gafas hasta el entrecejo.

—En principio, con este lienzo no pasa nada… —comentó—, pero me temo que tenemos un problema con la tela que se oculta detrás.

—¿Está bromeando?

—Vamos a desmontar el marco y a examinar el bastidor —advirtió—. Pronto saldremos de dudas.

El rostro de Pierre Cassel adquirió la lividez de la cera cuando a los pocos minutos los dos expertos de la policía desplegaban ante sus ojos un segundo óleo que recordaba con todo detalle un delicado macizo de hortensias azules, pintado por Claude Monet en su jardín de Giverny.

—Señor Cassel, siento informarle de que ha sido hallada en su poder una obra de arte expoliada durante la Segunda Guerra Mundial por los alemanes —anunció con absoluta gravedad Le Forestier—, y me veo obligado, por tanto, a detenerle como presunto autor o copartícipe de un delito contra el patrimonio de Francia. Deberá acompañarnos de inmediato…

Antes de que el marchante pudiera siquiera articular protesta alguna, varios policías le rodearon, invitándole a seguirles.

—¡Por Dios, concédame siquiera un minuto, tengo mi chaqueta y mis cosas arriba, en mi despacho! —protestó.

—Por descontado, señor. Los agentes le acompañarán —concedió Le Forestier.

Henry, que había presenciado los acontecimientos, decidió permanecer en la calle, plantado frente a la puerta, dispuesto a asistir a la conclusión del operativo que despejaba, al menos momentáneamente, su horizonte inmediato de nubes.

Cuando Cassel pasó junto a él, camino del coche, le dedicó una mirada venenosa. De forma precipitada deslizó unas palabras en su oído.

—Esto ha sido cosa tuya… —susurró—. Estás muerto, Henry.

—Lo sé, Pierre.

—Muerto.

—Te esperaré… —musitó mientras le introducían en el vehículo.

Encendió un cigarrillo y lo consumió sin prisa alguna, deleitándose por unos instantes en el agradable sol de primavera que se filtraba a través de las copas de los árboles. Se felicitó, a la vista de los resultados, de su providencial idea. Solo lamentaba la más que probable, inmediata, detención del anticuario barcelonés. Imaginó la angustia del viejo al ver a la policía irrumpir en su tienda.

Otra víctima colateral.

Aventando la imagen, expulsándola lejos de su ánimo, sonrió satisfecho ante el malsano e innegable placer que reporta el mal al ser estrenado.

Tal como suponía, al volver al piso de oficinas, Henry encontró a Muriel hecha un manojo de nervios. Mantenía una conversación telefónica. Hablaba de forma atropellada. Por sus palabras entendió que se había puesto en contacto con el abogado de Cassel.

—¡Dios mío, qué situación tan desagradable! —exclamó nada más colgar—. Tengo que calmarme…

—¿Hablabas con el abogado? —inquirió Henry fingiendo una preocupación que no sentía—. ¿Qué opina del asunto?

—Bueno, ha dicho que irá de inmediato a la jefatura, que necesita conocer los cargos exactos y los detalles; de todos modos, cree que es muy difícil probar la culpabilidad de Pierre en un asunto así. No tiene antecedentes, es una persona honorable. Dice que podrá salir en libertad bajo fianza en treinta y seis o cuarenta y ocho horas… —explicó al tiempo que se servía café de un termo.

—Supongo que todo irá bien. Lo mejor que podemos hacer nosotros es seguir con nuestras cosas y esperar a que todo se resuelva —opinó Henry adoptando un tono tranquilizador—. Tengo la mesa llena de papeles, ¿qué tal tú?

—Yo tengo que cursar el habitual anuncio por palabras de Pierre antes de la una. Jamás lo he entendido. Desde hace años los publica en varios periódicos regionales… —contó encogiéndose de hombros y señalando una cuartilla con la impecable letra inglesa del galerista—. Este, bueno…, la mayoría, son para La Dépêche du Midi, pero también los inserto en Le Petit Journal de Saint-Étienne y Le Télégramme de Brest.

—¿Qué tipo de anuncio?

Por toda respuesta, Muriel le tendió la hoja con expresión aburrida. Henry leyó el breve texto enarcando las cejas. No era en absoluto la inserción típica que llena las columnas de compraventa de antigüedades.

«Pago bien por ejemplares antiguos de la revista Salut Les Copains. Especialmente los números 15 y 50, y todos los del año 1979. Interesados, enviar ofertas al apartado de correos 30123 de París».

—¿Pierre colecciona Salut Les Copains? —inquirió Henry sorprendido al reconocer el nombre de una mítica cabecera juvenil publicada entre 1962 y 2006 por Hachette Filipacchi.

Muriel se echó a reír.

—Por los anuncios que me hace cursar, se diría que Pierre colecciona todo lo que pueda ser coleccionado, Henry; pero ven, te enseñaré algo… —propuso.

Muriel taconeó por el largo pasillo de la planta hasta llegar a la puerta de una pequeña habitación que servía de trastero. Encendió la luz y señaló un par de grandes cajas de cartón repletas de cartas sin abrir.

Ante la expresión extrañada de Henry, se apresuró a explicar el origen de toda esa correspondencia no revisada.

—En estos contenedores voy depositando las respuestas a sus anuncios. Las ofertas llegan casi a diario, a cualquiera de los tres apartados de correos que tenemos. Y cada año, antes de las vacaciones de Navidad, dedico unas cuantas horas a triturarlas…

—¿Nunca compra nada?

—¡Jamás!

—Entonces…, ¿por qué lo hace?

—¡Cómo quieres que yo lo sepa, eso pregúntaselo a él! —propuso jocosa regresando a su mesa.

Lejos de restar importancia a esa extraña información que le salía al paso, Henry se propuso indagar en la peculiar rutina mantenida por Pierre. Consultó la hemeroteca digital de los tres periódicos mencionados por Muriel, descargando numerosos archivos en formato pdf.

No le costó encontrar muchas de las inserciones del último año y medio, impresas en las páginas de anuncios clasificados; aparecían siempre en los apartados referidos a compras, coleccionismo y antigüedades. El patrón se repetía de forma sistemática, sin variaciones notables. Prácticamente todas eran idénticas, más allá de solicitar números atrasados de revistas como Paris Match, Rock & Folk o Best; sellos franceses o monedas europeas, relojes de bolsillo u objetos de escritorio.

Recordó las palabras de Pierre, tranquilizando a sus socios, garantizándoles la seguridad del sistema de comunicación que utilizaban.

«Tetractys es inexpugnable. La puerta de acceso se abre en Internet solo un par de minutos al día».

Tal vez la finalidad de esos anuncios, concluyó Henry, servía a un fin muy concreto: contactar con los asesinos que ejecutaban las sentencias que él y los suyos dictaban. Cassel se había referido a un tal Hunter. El más eficaz de todos. Seguramente había otros como él en diversos puntos del país.

Se despidió de Muriel hasta el día siguiente, alegando tener algunas visitas concertadas. Al llegar a su domicilio, intranquilo, marcó el número de teléfono de un pequeño hotel, alejado del centro, y reservó una habitación. Había pasado allí algunas noches en el pasado, cuando se vio obligado a salir de su casa tras la denuncia de Miriam. La idea de que algún matón a sueldo pudiera sorprenderle durante la noche le provocaba auténtica angustia. Dedicó las horas siguientes a preparar una pequeña bolsa con sus cosas, revisar sus notas e intentar franquear Tetractys.

Al atardecer, una vez depositado el equipaje en la consigna del hotel, regresó a la oficina. Fundiéndose con las sombras de la calle, deambuló hasta asegurarse de que el último empleado de Art & Auctions abandonaba el edificio. Poseía la llave de la entrada principal, desde el primer día, y con un poco de suerte, tras lo sucedido, Muriel no se habría preocupado de cerrar los cajones de su mesa de trabajo. Ya en el interior, desestimó la idea de usar el ascensor, alcanzando el primer piso en cuestión de segundos. Se movió con cautela por aquel escenario familiar, al amparo de la luz de una pequeña linterna de bolsillo. Recordaba haber visto al marchante solicitar en una ocasión una llave de seguridad de su domicilio a la secretaria.

La suerte parecía unirse a su causa. Ahí estaba, bien visible.

Un minuto más tarde, Henry penetraba en la vivienda de Cassel. La distribución era prácticamente idéntica a la del piso inferior. Tras recorrer un largo pasillo desembocó en un gran salón que hacía las veces de despacho. La oscuridad era absoluta, las cortinas estaban echadas y las persianas bajadas, pero por prudencia se abstuvo de encender la luz. El haz de la linterna se fue posando en numerosas obras de arte, plantas, anaqueles y mobiliario. Distinguió, en un extremo de la estancia, la mesa de trabajo de Pierre, atestada de papeles, informes y carpetas. Un rápido vistazo le hizo entender que ahí no hallaría nada revelador. El ordenador estaba en reposo. Al activarlo, la pantalla se iluminó mostrando la exasperante página de acceso a Tetractys.

Henry se disponía a inspeccionar el dormitorio de Cassel cuando el ruido de la cerradura de la casa al abrirse y el chirrido de unos goznes al girar le alertaron de un peligro inminente.

Con el corazón desbocado se coló en la estancia. No había posibilidad de ocultarse bajo el lecho, una simple tarima de madera coronada por un colchón japonés; tampoco armario o cuarto ropero que sirvieran de improvisado refugio. Su única opción era pegarse a la pared, tras la puerta, contener la respiración y rezar para no ser descubierto.

Escuchó con claridad la conversación de dos hombres avanzando por el pasillo, parecían discutir acaloradamente. Al entrar en el salón, encendieron las luces.

—¿Cómo puedes justificar algo así, Sócrates? ¡Esto no puede continuar ni un día más!, ¡si no tomas cartas en el asunto, todo lo construido durante años se vendrá abajo!

—Haz el favor de tranquilizarte, todo está bajo control…

—¿Bajo control? ¡Y una mierda! —exclamó en tono desabrido el primero en entrar—. Te aseguro que Pierre me va a oír. Puedo entender muchas cosas, incluso que en su situación actual tome decisiones arriesgadas, pero con Gaumont ha cometido un error de bulto, ¡nunca habíamos tenido a la policía tan cerca, y tú lo has permitido!

Henry reconoció en esa voz airada a Gilbert Arcenau. Se había servido de su moto la noche en que escapó de la casa de Cassel en la Costa Azul.

—¡Basta, déjalo estar, hablaremos de eso más tarde! —ordenó Sócrates hastiado—. Centrémonos en lo que es importante. En previsión de que todo pueda complicarse más, debemos limpiar Tetractys. Pierre me dijo ayer por la noche que había dejado media docena de informes en las carpetas y… ¡mierda!

—¿Qué pasa ahora?

—¡Joder, con las prisas he olvidado anotar la combinación de la caja fuerte! —gruñó.

—¿Para qué la necesitas?

—Pierre es el administrador del sistema. Posee una clave que permite acceder a cualquier hora del día. Además, solo él puede eliminar contenidos.

—¡Fantástico! ¿Qué coño hacemos ahora?

—Mantener la calma. Un poco de calma, para variar. Por suerte, Hipatia guarda los números. Yo se los proporcioné tiempo atrás. La llamaré… —decidió—. ¡La caja fuerte está detrás del revestimiento de madera que hay entre los balcones, presiona el panel por la derecha y se abrirá como una puerta!

Sócrates se instaló en la mesa de Pierre y marcó el número de Hipatia.

—¿Hipatia? Soy yo, Sócrates, siento molestarte. Sí, sí…, todo va bien. Más o menos bien. Escúchame, estoy en el despacho de Pitágoras. Necesito los códigos de acceso a Tetractys. He olvidado anotar la combinación de la caja fuerte, ¿me la puedes proporcionar? ¡Sí, claro, esperaré!

Un súbito latigazo de terror sacudió a Henry de pies a cabeza al notar que algo se deslizaba entre sus pies. De forma instintiva, apartó esa presencia extraña con un ligero puntapié que hizo que la puerta oscilara ligeramente.

—¿Qué ha sido eso? —oyó preguntar a Gilbert.

—No lo sé. Compruébalo. Ha sido en el dormitorio de Pierre —sugirió Sócrates.

Empuñando su automática, Arcenau empujó la hoja lentamente. Henry, al borde del infarto, vio como su sombra se recortaba amenazadora en el suelo de la estancia y en la cama. Contuvo el aliento. No tenía escapatoria. Podía darse por muerto.

—¡Maldita sea, he estado a punto de dispararle a un puto gato! —exclamó Gilbert un segundo después, echándose a reír.

—¿Un gato? ¡Ah, sí, es Maude, la gata de Pierre, la había olvidado! ¿Hipatia? ¡Sí, estoy aquí, dime, apunto! ¿Diecisiete a la derecha y pulsar botón? ¡Muy bien! ¿Cuatro a la derecha y botón? ¿Qué más? —parafraseaba Sócrates al tiempo que anotaba—: Doce a la izquierda, botón; tres a la derecha, botón; cuarenta y seis a la derecha y… nueve a la izquierda. Creo que ya lo tengo. Te lo repetiré yo…

Henry cerró los ojos. Siempre había sido bueno recordando números. Ahora su vida dependía de que pudiera memorizar correctamente la secuencia. Se concentró en las cifras. Seis en total. Decidió no perder tiempo reteniendo la dirección horaria o antihoraria de cada una de ellas, optando por practicar, en cada ocasión, una muesca con la uña en el yeso de la pared, a izquierda y derecha.

Por suerte, aún escucharía la secuencia completa por tercera vez, cuando Sócrates, tras colgar, fue dictando la combinación a Arcenau.

—¡Déjame ver! ¡Sí, aquí está, este es el cuaderno de códigos! —confirmó Sócrates—. ¿Por qué no preparas algo de beber, Gilbert? ¡Si no hay coñac, un whisky con hielo para mí! ¡Limpiar todas las carpetas me llevará un buen rato!

Sócrates tardó más de quince minutos en eliminar toda la información que pudiera comprometer a la organización. Durante esa eternidad, Henry se abstuvo incluso de pensar, reduciendo al mínimo sus constantes vitales, paralizado por el miedo.

—¿Has acabado? —inquirió por fin Arcenau.

—Sí, ya está. Ya podemos irnos. Toma, deja esto en la caja y asegúrate de que queda bien cerrada… —solicitó Sócrates.

—Supongo que ahora me explicarás qué piensas hacer…

—Yo no haré nada, Gilbert; será Pierre quien se encargue personalmente de resolver este asunto. En su momento le di mi opinión; le dije que la reacción de ese hombre podía ser imprevisible. Y no me equivoqué en absoluto. Así ha sido. Él era consciente de que las cosas se podían torcer, aunque no tan rápido…

—Creo que hablo por boca de todos si digo que lo mejor es eliminar a Gaumont…

—Supongo que ya no queda otra alternativa. Hunter se encargará de él…

La luz del salón se apagó, y las voces se perdieron al final del pasillo, en dirección a la puerta; después, se instaló el silencio.

Al saberse solo y libre de peligro, Henry llenó su pecho con una descomunal bocanada de aire, de regreso a la superficie, tras haber soportado una agónica apnea bajo las aguas. Su corazón volvió a latir lentamente, de vuelta a la vida, mientras su cuerpo resbalaba lentamente, a peso, por la pared que había apuntalado su voluntad.

Sentado en aquel rincón oscuro, con las manos en la cabeza, creyó ver a Cassel emerger envuelto en llamas del breve limbo al que lo había condenado.

«Estás muerto. Muerto», voceaba desaforado en sus pensamientos.

—Sí, pero tú vendrás conmigo al infierno… —murmuró.