«A day in the life»
De vuelta en su apartamento de la calle Favart, Henry trató de conciliar el sueño en vano. Al cabo de un par de horas, harto de dar vueltas en la cama, se levantó y preparó café. La tensión vivida en los últimos días comenzaba a pasarle factura. Se miró al espejo. Unas profundas ojeras del color de la ceniza hundían sus ojos, y las líneas de su rostro se desplomaban abúlicas, a plomo. Incluso creyó distinguir nuevas canas en su pelo. Su propia imagen le suscitaba rechazo.
Apretó las mandíbulas. Estaba cansado de perder batallas. El resentimiento y el afán de venganza que creía haber logrado desterrar de su ánimo habían rebrotado con inusitada fuerza, mutando en auténtica cólera; un enojo latente que devoraba su estómago y laceraba su cerebro. Por encima de cualquier otro interés, deseaba que Pierre Cassel pagara su proceder taimado, sus maniobras arteras, su fría y pragmática inquina.
Lo odiaba por haberle convertido en peón de un plan incomprensible. Y aún más por haber utilizado a Adèle en su macabra estrategia.
Sorbió el café lentamente. Necesitaba calmarse y mantener bajo control ese vendaval emocional. Solo así lograría pensar con claridad. Lo único que sabía a ciencia cierta es que esa batalla solo podría ganarla a base de astucia y sangre fría. Y en ningún modo enfrentándose de forma abierta a Pierre. En esa tesitura tenía todas las de perder.
El teléfono sonó a las diez de la mañana, cuando ya había impreso todas las páginas del cuaderno fotografiado horas atrás y acababa de localizar una página web, pasiva e inexpugnable, cuya url era tetractys.org.
Reconoció el número de Cassel. Rechazó la llamada sin titubeos, y lo mismo hizo con los subsiguientes intentos, hasta un total de cinco.
Recibió entonces un mensaje de texto. Pierre parecía nervioso.
«No juegues al gato y al ratón conmigo y coge el teléfono».
—¡Pues a eso vamos a jugar, hijo de la gran puta! —murmuró, tentado de estrellar el aparato contra la pared.
«Calma. Calma absoluta», repitió.
Cuando unos minutos más tarde el marchante volvió a la carga, Henry no se lo pensó dos veces y descolgó…
—¿Qué pasa, se quema algo? —contestó con voz somnolienta.
—Buenos días, Henry, ¿aún duermes? ¡Deberías levantarte, tenemos mucho que hacer! —dijo él en tono desenfadado.
—¿Ya estás en París? Escucha, Pierre, lamento lo que pasó la otra noche… —dijo él en tono conciliador.
Pierre Cassel guardó silencio durante unos segundos.
—La verdad es que beber te sienta muy mal, te pones agresivo, es una pena… —comentó con evidente ironía—, pero reconozco que pegas bien. Aún me duelen el pómulo, los hombros y el costado.
—Perdí los estribos, ya estoy mucho más tranquilo…
—Es comprensible. Me alegro de que te hayas calmado. Ese tipo de reacción no conduce a nada… —comentó—. Bueno, dejémoslo estar. Escucha, quiero que nos veamos hoy mismo, sin falta.
—¿En la oficina?
—No, nada de oficinas. Me gustaría que nos tomáramos el día libre los dos. Hace un sol magnífico. ¿Qué te parece si nos vemos en una hora, en la terraza de la cafetería Le Musset? Está en la calle de l’Echelle, por encima de la calle de Rivoli, junto al Louvre, ¿la conoces?
—Perfectamente…
—Entonces te espero allí, no te retrases… —sugirió antes de colgar.
Con cierta intranquilidad, aunque sumamente intrigado al mismo tiempo, Henry se encaminó a Le Musset. Ignoraba qué maquiavélico interés animaba a Pierre tras la situación catártica que habían vivido días atrás. En cualquier caso, consciente de que debía ganar tiempo, se prometió mostrarse absolutamente precavido y seguirle el juego a todos los niveles. Llegó poco antes de la hora convenida y le encontró sentado en la terraza de la cafetería, rodeado de periódicos, saboreando una taza de té.
—¿Piensas leer toda la prensa de Francia? —interpeló acomodándose—. No vale la pena, todos publican la misma mierda…
—Bueno, eso no es cierto del todo y tú lo sabes. La información se amolda siempre a la ideología de los grupos editoriales. Así que hay mierda de todos los colores y para todos los gustos —apuntó con media sonrisa en los labios—. Por cierto: ¿ya has desayunado? ¡Los croissants son excelentes! ¡Será mejor que comas algo, después daremos un largo paseo!
Henry llevaba tres tazas de café en el cuerpo, pero no dudó en pedir una cuarta. Y como el estómago comenzaba a protestar, un croque-monsieur.
—¡Ayúdame a hacer este ejercicio! —propuso Pierre de súbito, alargándole los ejemplares de Le Parisién y Le Figaro—. Es muy divertido, te lo aseguro. Yo suelo hacerlo al menos una vez por semana.
Y al tiempo que le tendía los periódicos, le entregó un par de marcadores fosforescentes, de color gris perla y azul.
—¿De qué va este juego? —preguntó Henry con la boca llena.
—Muy sencillo e instructivo. Se trata de ir subrayando todos los titulares, en función de la naturaleza de la noticia —explicó—. Azul si crees que es algo positivo, o que dará lugar a algo bueno en el futuro; gris, si te parece un hecho nefasto, pernicioso desde cualquier óptica. Por descontado, limítate a las secciones de información nacional e internacional, economía y ciencia…
Tras plantear el asunto, Pierre se dispuso a hacer lo mismo con las páginas de Le Monde y Libération. Henry le miró de reojo, estupefacto. Marcaba aquí y allá, a toda velocidad, mientras canturreaba una célebre canción de los Beatles…
I read the news today, oh, boy…
About a lucky man who made the grade
And though the news was rather sad
Well, I just had to laugh.
—¿Acostumbras a cantar «A Day in the Life» cuando haces esto? —inquirió el publicista desconcertado.
—Por supuesto. Siempre. Todos estos papeluchos son un reflejo de lo que pasó ayer y pasará hoy, un pobre compendio de lo que supone un día en la vida… —razonó—. ¿A qué esperas? ¡Vamos, si te entretienes habrán ocurrido diez mil cosas más y tendremos que volver a empezar!
Recelando de la más que probable finalidad demagógica que Pierre perseguía con el ejercicio, pero dispuesto a seguirle la corriente, Henry se concentró en la tarea. En unos diez minutos había terminado. Y el resultado no era en absoluto alentador.
El devenir de las cosas del mundo parecía estar marcado por el signo de la catástrofe. La crisis del sistema, en un fulgurante efecto dominó, había paralizado los mercados; el dólar y los valores bursátiles se desplomaban con estrépito; el desempleo alcanzaba cotas inusitadas en todo el mundo industrializado; países como Islandia, Irlanda, Grecia, Portugal, España e Italia bailaban en la cuerda floja, bordeando la bancarrota, mientras los líderes de las principales potencias iban de cumbre en cumbre, intentando tapar vías de agua con esparadrapo.
Junto a todo eso, y más allá de lo económico, el resto de la información, lejos de contribuir a atenuar el clima de desastre global, no venía sino a reforzarlo: tensión bélica, corrupción política, oleadas de inmigración, opresión, radicalismo, xenofobia, enfrentamientos religiosos, desigualdad social, depredación sistemática de recursos naturales, catástrofes ecológicas, crímenes de Estado, manipulación de masas y de medios de comunicación…
Parecía imposible que el mundo aún siguiera a flote.
—¿Qué tal? —interpeló Pierre mirando por encima del hombro de Henry.
—Gris…
—¿Muy gris?
—Absolutamente gris.
—¿Ni siquiera unas cuantas manchas azules?
—Apenas un dos por ciento de la superficie de información —dictaminó Henry—: Un avance en un fármaco contra el cáncer; una ligera recuperación de las colonias de focas monje del Mediterráneo; momentáneo alivio en la tensión entre Corea del Norte y del Sur, y… las buenas expectativas del París Saint-Germain tras la remontada del pasado sábado.
—¡Menudo desastre! ¡Pero creo que has hecho trampa: habíamos dicho que los deportes no contaban! —exclamó él de forma harto teatral, riendo con ganas.
—Bien, ya está, supongo que ahora me explicarás qué pretendes con esto, ¿no? —interrogó el publicista mientras doblaba los periódicos—. Esto, Pierre, es el pan nuestro de cada día. El mundo no ha variado ni un ápice desde que es mundo. Siempre ha sido igual, el mismo desastre.
—Yo creo que sí ha cambiado, y de modo dramático, decididamente a peor… —declaró escéptico—. ¿Has terminado el desayuno?, ¡pues en marcha!
El marchante deslizó un billete bajo el plato y se puso en pie.
—¿Adonde vamos?, ¿piensas dejar todos los periódicos aquí?
—¡Claro, como decía Cortázar, ahora solo son papel a la espera de una nueva vida; otro los leerá o los utilizará mañana para envolver el bocadillo! —apostó mordaz—. ¡Vamos al Louvre, Henry!
—¿Al Louvre?, ¿ahora?
—¡Dónde si no!
Cassel impuso su ritmo rápido al caminar. A los pocos minutos descendían al inmenso Hall Napoleón, punto de acceso al museo bajo la pirámide de cristal.
—¿Hace mucho que no vienes por aquí, Henry? —indagó mientras adquiría las entradas—: ¡Sí, dos, por favor!, ¿cuánto es?
—He pasado incontables horas en el Louvre estos últimos meses. Por si fuera poco, a lo largo de mi vida lo habré visitado en más de cien ocasiones —repuso—. Lo conozco palmo a palmo…
—¡Tanto mejor, así podremos ahorrarnos ir a rendir pleitesía a esa insufrible damisela! —exclamó Cassel alborozado.
—¿De qué damisela hablas?
—De la Gioconda, ¡que la devuelvan a Italia de inmediato, la aborrezco! —aseguró riendo, dirigiéndose al ala denominada Sully.
Tras sobrepasar a un nutrido grupo de estudiantes, vagaron sin rumbo fijo por el circuito dedicado a antigüedades del antiguo Egipto.
—¿Quieres que hablemos de arte, Pierre? ¡Sigo sin entender qué te propones! —comentó Henry adelantado sobre una vitrina repleta de tablillas de arcilla.
—No del arte por el arte. Preferiría que filosofáramos sobre los logros del hombre y la civilización, su moral, leyes y formas de gobierno…
Henry le miró perplejo. Pierre Cassel era ciertamente imprevisible.
¿Le había citado para hablar sobre antropología?
—Como quieras. Aunque te advierto que no estoy dispuesto a gastar energía: ni Dios ni entelequias metafísicas… —contestó dispuesto a todo.
—Nada de metafísica. Dios ha muerto. Y si no lo ha hecho aún, lo matamos ahora, tú y yo… —dictaminó Pierre—. Se puede hablar de ética, incluso de mística personal, y contemplar con recogimiento sagrado el Universo sin que se precise Su concurso. Así que si ocasionalmente aparece en nuestra conversación, me referiré a Él como al bárbaro irascible del Antiguo Testamento, ¿te parece? —propuso Cassel—. No, nada de metafísica, Henry. Una vez superado, y parafraseo a Ciorán, el inconveniente de haber nacido, y una vez asumido el hecho irreversible de la muerte individual, el único atractivo intelectual, al menos para mí, es el viaje antropológico, la comprensión del proceso de civilización. Antes has dicho que el mundo siempre ha sido igual. Yo lo niego rotundamente…
—Perfecto, ¿el viaje comienza en Egipto?
—En Egipto y en Mesopotamia, ¡en esta época aún no hace mucho calor! —bromeó—. En esas tierras fértiles, regadas por el Nilo, el Tigris y el Eufrates, los hombres se organizaron por primera vez; comenzaron a consignar hechos y a tipificar leyes, dominaron la geometría y las matemáticas y rozaron la perfección arquitectónica. Dejando a un lado a faraones y sátrapas, envueltos en un halo de divinidad, los hombres tenían necesidad de orden. El orden significaba progreso. Y el orden requería de leyes y normas de conducta. Eran épocas difíciles. Morir resultaba sencillo. La codicia, los bajos instintos, la crueldad y el crimen eran algo habitual. Ven, sígueme, te mostraré una obra de arte que conoces bien. Para mí es el máximo exponente de la civilización.
Se dirigieron, dejando atrás el área de antigüedades egipcias, a la galería Sackler, dedicada al arte mesopotámico. Pierre se detuvo durante unos instantes ante el magnífico toro alado del palacio de Sargón II y el bellísimo capitel de la Apadana, la sala hipóstila del inmenso palacio de Jerjes en Persépolis; después se aproximó a la impresionante estela de diorita conocida como Código del rey Hammurabi; un menhir jurídico de más de dos metros de altura, coronado por un bajorrelieve que mostraba a Shamash, el dios del sol, y al propio Hammurabi.
—Aquí lo tienes… ¡Aunque el mundo volara en mil pedazos, esta única pieza daría testimonio de cómo empezó todo! —comentó con expresión admirada y tono reverente.
—Este compendio de leyes, escrito en cuneiforme, es pura lex talionis… —puntualizó Henry cruzado de brazos—, similar a la judía, al menos hasta la época talmúdica; o a la Blutrache, la justicia de sangre de los antiguos germanos. En definitiva: la ley del ojo por ojo…
—Sí, son leyes que conllevan un castigo proporcional, y en muchos casos idéntico, a la falta cometida. El derecho romano, y también el nuestro, son en muchos aspectos taliónicos —matizó Cassel—. Talión significa idéntico, retributivo. Lo importante es que hace miles de años grabaron en esta piedra, y seguramente en otras muchas similares que se levantaban en encrucijadas y plazas, bien a la vista, su concepto de la justicia. 282 leyes que tipificaban qué pena aplicar o cómo proceder en casos de robo, estafa, agresión, violación, desavenencias o problemas familiares y conyugales. La gente suele creer que lo que se dice en esta estela es una barbaridad, el colmo de la crueldad. Y no es así. Te recuerdo que en Estados Unidos, paradigma democrático, cuatro mil años después, condenan a muerte a los criminales, y la población, armada hasta los dientes, no se lo piensa dos veces a la hora de apretar el gatillo. No tiene sentido, por tanto, cargar las tintas contra este código, que buscaba apaciguar el deseo de venganza de unas gentes bastante más primitivas; incluso juraría que en algunos puntos, solo en algunos, estas leyes son más ecuánimes, razonables y justas que nuestro ordenamiento actual…
—Ya sea por convicción, o bien por miedo al castigo, los hombres se ciñeron al dictamen. Robar, prevaricar, difamar, asesinar o causar daño al prójimo salía muy caro…
—El hecho crucial es el advenimiento de la ley con mayúsculas. El concepto de justicia. Demos ahora un pequeño salto de siglos y visitemos Grecia…, ¡adoro viajar de esta forma sin tener que coger aviones! —exclamó Pierre con cara de estar disfrutando lo indecible.
Deshicieron camino hasta la parte opuesta de la planta, donde se hacinaban numerosas esculturas, obras y vestigios de arte griego, etrusco y romano.
—Los griegos también basaron su equilibrio social, durante mucho tiempo, en leyes duras, desproporcionadas, taliónicas…
—Para ser exactos, draconianas.
—En efecto, da gusto hablar con gente culta: las leyes de Dracón.
—Más que leyes parecían una licencia a la vendetta personal. Los atenienses dirimían sus diferencias a golpes y puñaladas —refrescó Henry sin poder contener la hilaridad—. Afortunadamente, todo cambió con Solón, uno de los Siete Sabios de la Grecia clásica.
—Solón, el gran legislador, abolió las viejas leyes, creando verdadera justicia social; proponiendo, al mismo tiempo, un sistema de gobierno participativo, justo en derechos y obligaciones, equitativo, equilibrado…
—El triunfo del pueblo. Voz política para todos. Un hombre, un voto.
—¡Me gusta tu definición, el triunfo del pueblo; no la olvides, porque nuestro viaje terminará ahí, precisamente en ese triunfo! —señaló Pierre—. En efecto, la democracia encajaba como anillo al dedo con el carácter griego, con su visión estoica y serena de la vida. Fueron un pueblo sobrio, enemigo del oropel y la desmesura. Denostaban la ebriedad, el comportamiento disipado, la ostentación impúdica de riquezas y el mal uso y la perversión del poder otorgado por el pueblo. Aborrecían, en conclusión, todo lo que es indigno, impropio de seres humanos.
—Igual que en nuestro mundo actual, lleno de seres trascendentes al volante de coches lujosos, dirigiendo grupos multinacionales, pensando a todas horas en cómo enriquecerse aun a costa del sufrimiento de millones…
Pierre se echó a reír ante la sarcástica observación de Henry.
—Exacto…, ¿ves, Henry? ¡El mundo ha cambiado a mucho peor!
—Reconozco que en eso estoy completamente de acuerdo contigo. Nunca el hombre estuvo tan cerca de lo inefable, del arquetipo platónico, como en los días de la vieja Grecia. Para ellos, el bien común era la única meta deseable —prosiguió el publicista—. Admiro, sobre todo, su firmeza a la hora de derrocar a facinerosos, rufianes, malversadores y políticos indeseables, grabando en un ostrakon, en un fragmento de cerámica, el nombre del corrupto, del agitador, del intrigante…
—¡Y de ostrakon, ostracismo, destierro: patada en el culo y lárgate antes de que cambiemos de opinión y te colguemos de la Acrópolis boca abajo! —clamó Pierre encantado—. Ni Berlusconi, ni Le Pen, ni Bush, ni Aznar hubieran durado dos días en la querida y vieja Atenas. De hecho, estoy convencido de que perseguirían a pedradas a todos nuestros políticos.
—¡Pobre Grecia, mírala ahora, arruinada, asediada por los buitres del dios dinero, especuladores inconscientes que desconocen que de su tesón y su sacrificio nació el sueño de Europa! —murmuró Henry entristecido ante el peso de sus propias palabras.
—¡Sigamos, cambiemos la clámide griega por la túnica romana! —sugirió el marchante, inaugurando un nuevo periplo a través de bustos y retratos, mosaicos y objetos de la vida cotidiana de la civilización de El Lacio—. ¿Sabes cuál es el origen de la palabra candidato?
—Entiendo que por etimología deriva de candido, inocente, puro…
—Perfecto. Los senadores lucían, al ser investidos, la llamada toga candida en señal de honestidad… ¡Me pregunto por qué los políticos actuales no visten también de blanco en las cámaras y en los parlamentos!, ¡seguramente porque sobre blanco las manchas de su inmundicia personal serían demasiado evidentes! —azotó cínico—. A pesar de todas sus intrigas y su propensión a la corruptela, los romanos apreciaban el honor, la dignidad, la familia y la tradición. Prescindieron, eso sí, de la sobriedad griega; en ellos todo era exceso y desmesura.
—Precisamente ese temperamento, unido a su absoluto pragmatismo, tesón y capacidad organizativa, les llevó a conquistar el mundo.
—¡Sí, calzadas, acueductos, pax romana, panegíricos y leyes!
—Y panem et circenses y una larga decadencia. Demasiado lujo y riqueza, y nadie dispuesto a levantar un arado o a empuñar un arma con la convicción que en el pasado les hizo grandes… —rubricó Henry.
—¿No te recuerda ese final del Imperio la situación caótica del mundo en el que vivimos?
—Absolutamente…
—Con tu permiso, daré, de golpe, un salto de diez siglos, desde las desoladas ruinas de Roma hasta el luminoso Renacimiento. La Edad Media no es mi época favorita; además, me vería obligado a despotricar sobre el papado y el latrocinio de la Iglesia; las inmundas Cruzadas; el oscurantismo, las hogueras de los inquisidores, el tráfico de almas y el monopolio de la verdad absoluta. Todo eso me produce verdadera náusea, es superior a mí… —explicó mientras subían las escaleras hasta la planta superior, en dirección a la galería de pintura renacentista del ala Richelieu.
—El Renacimiento fue una encrucijada para el hombre y para la sociedad… —disertó Cassel, plantado en actitud casi beatífica ante La Virgen de las Rocas de Leonardo—. De hecho, somos hijos de esa época en que la espiritualidad y el materialismo se desplegaron como posibles caminos a seguir en el futuro. Ya sabemos qué ocurrió. La banca, el dinero, el ansia de poder le ganaron la partida a la utopía. No hay diferencia significativa entre unos Médicis y unos Rothschild o unos Rockefeller. Mientras sostienen la Biblia y edifican iglesias con una mano, hacen negocios, amasan dinero y eliminan adversarios sin piedad con la otra…
Henry, que hasta el momento había seguido el discurso de Cassel a caballo entre la aserción y la abulia, comenzó a experimentar la desagradable sensación de que su cabeza daba vueltas; por un instante dejó de escuchar al marchante, sumido en un estado de absoluta irrealidad.
—¿A dónde quieres ir a parar, Pierre? ¡Intuyo que después de detenerte en el Discurso de la dignidad del hombre, de Pico della Mirandola, proseguirás con cismas, guerras de religión, absolutismo y déspotas ilustrados! Soltarás aquello de todo para el pueblo, pero sin el pueblo, ¿no? —gruñó destemplado—. ¿Y después qué, qué más vendrá? ¡Déjame que lo adivine! ¿Más guerras auspiciadas por la democracia burguesa, colonialismo, revoluciones industriales, miseria Victoriana, triunfo del capital y de los adoradores del Becerro de Oro, conflictos mundiales? ¡A santo de qué esta lección magistral! Si lo que pretendes es convencerme de que el curso de la Historia es una derrota continua, que no ha hecho sino someter al hombre hasta reducirlo a la condición de esclavo sin voluntad, con hablar cinco minutos de Marx y la dictadura del capital nos hubiéramos puesto de acuerdo… ¡Estás en lo cierto, el mundo ha cambiado a peor, dejémoslo así!
—¿Tienes prisa? ¡Vaya, creía que estábamos disfrutando de una conversación esclarecedora! —repuso con absoluta ironía.
—No se trata de eso. No hay nada que esclarecer. Es más, te estoy dando la razón. La tienes, al menos en buena medida —contestó sulfurado—: La democracia es irreal, una palabra vacía, una falacia; los Estados no existen, no queda ni un ápice de soberanía en sus arcas vacías; los gobiernos han traicionado al pueblo; la mentira se escribe con mayúscula y el futuro ya no se distingue… ¡A la mierda con el futuro; si hemos de volar por los aires, que sea rápido y lo retransmitan en directo! No, Pierre, no se trata de eso. Se trata de que esta situación se me antoja irreal. Me pregunto, mientras te escucho, qué mierda hago yo aquí, enfrascado en una disquisición intelectual con un hombre que se arroga el papel de juez y dicta sentencias de muerte…
Lejos de molestarse ante el enojo de Henry, Cassel se mostró complacido.
—Juraría que ya estás preparado. Ven, acompáñame, quiero enseñarte en qué consiste eso que antes has definido de forma magistral: el triunfo del pueblo…
Con las manos unidas a la espalda, Pierre ascendió tranquilo los tramos de escalera que conducen a la segunda planta del ala Sully, dedicada por completo a la pintura francesa de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Se detuvo en actitud reverente ante el cuadro pintado por Eugène Delacroix en 1830, mundialmente conocido como La Libertad guiando al pueblo.
—Este es el triunfo del pueblo, Henry; el pueblo arremetiendo, en un sublime rapto de ira, contra la intransigencia, el engaño, el despotismo y la supresión de libertades —reflexionó trascendente—. No refleja únicamente el alzamiento contra Carlos X aquel 28 de julio en París. Eso es anecdótico. Su fuerza es tremenda, universal, y simboliza cualquier lucha pasada, presente o futura que deba librarse. Como seguramente sabes, el propio Delacroix, romántico hasta la médula, quiso unirse a la insurrección en la que no pudo participar, y se pintó con sombrero y fusil, vestido de burgués, en primera línea de combate. Él pertenecía a la alta burguesía, pero abominaba de la mezquindad y cortedad de miras de los de su clase…
A pesar de que Henry había admirado esa obra en infinidad de ocasiones, su carga dramática adquiría tintes épicos bajo el hipnótico soliloquio de Cassel. Era imposible permanecer indiferente ante esa avalancha de seres furiosos. Ante el cuadro, solo cabían dos opciones. Unirse a la revuelta o ser aplastado por ella.
—Ahí están todos —continuó Pierre—: El burgués bien pensante, el harapiento, el proletario, el joven sin futuro, siguiendo la estela de esa libertad alegórica que es nuestra Marianne; dispuestos a bañarse en sangre, a triunfar o a morir en el intento… ¿No te parece hermoso?
Henry no se esperaba esa pregunta.
—Sí, definitivamente lo es. Su ira es justa y sagrada… —admitió.
—Los hechos históricos que plasmó Delacroix desencadenaron alzamientos similares por toda Europa en las siguientes semanas. Pueblos revolviéndose, aquí y allá, contra reyes despreciables que no merecen ni el aire que respiran. Los franceses cortamos una de las cabezas de la maldita Hidra; los rusos, otra…
—Eso ya no volverá a suceder, Pierre. Sé lo que estás pensando. Olvídalo. Es una utopía. Los reyes que restan solo son un esperpento, un vestigio vergonzoso. Hoy la Hidra es otra serpiente, infinitamente más sibilina y poderosa —desestimó Henry—. El mal ha proliferado, es una lepra universal, está en todas partes. Y no tiene cabeza visible. Nadie está a cargo de este maldito mundo…
Ante la observación, Pierre asintió admirado. Sin mediar palabra tomó a Henry por el brazo y le invitó a sentarse en un bancal situado frente al óleo de Delacroix.
—Exacto. Erradicarlo es prácticamente imposible, y solo podemos aspirar a combatirlo allá donde lo encontremos… —reveló con aire mesiánico.
Con una sonrisa taimada, rebuscó en sus bolsillos y sacó una moneda de cincuenta céntimos de euro que depositó en la palma de su mano izquierda, ante la mirada atónita de Henry.
—El último juego del día podrá parecerte demagógico, absurdo, pero no lo es —alertó—. Te pediré que te concentres, que pienses con calma, que te convenzas de que esta moneda es un botón.
—¿Un botón?
—Sí, un botón, un pulsador, un conmutador todopoderoso, con la imagen de Marianne, nuestra querida libertad…
Colocó la moneda sobre el banco, a medio camino entre los dos.
—Ya tenemos el botón, «El botón del día de la ira del pueblo». No lo olvides: es un botón mágico, selectivo… —insistió mortalmente serio—. Si te dijera que al pulsarlo acabarías con todos los miserables que han convertido el mundo en un estercolero, denigrando la dignidad del ser humano, pisoteando sus derechos y su libertad, abusando de su inocencia y su honestidad, causando infinito dolor y tristeza…, ¿qué harías?
—¡Por Dios, Pierre, no me hagas reír, suena infantil!
—Te he dicho que esto es absolutamente serio. Es la única regla que debes aceptar. No hay lugar para las bromas… —insistió, clavándole contra el respaldo del banco con una mirada dura como el pedernal—. Piénsalo bien. Si lo aprietas, al instante, morirían decenas de miles de personas en todo el mundo. Tal vez un millón o más…
—¿A quién coño se supone que voy a matar?
—Tienes derecho a saberlo. Matarás a incontables hijos de la grandísima puta: a Kim Jong-Il, divino déspota de Corea del Norte, y con él a docenas de sátrapas sangrientos, como Muamar el Gadafi, o Bachar el Asad, presidente de Siria, o Teodoro Obiang. También a una larga lista de locos ególatras e iluminados que han causado infinito dolor y sufrimiento; como los Bush, o los cabecillas del Jemer Rojo, responsables de dos millones de asesinatos en Camboya… ¡Vamos, púlsalo!
—¿Quién sigue en la lista?
—Miles de terroristas radicales, de cualquier signo y procedencia, dispuestos a fabricar bombas y a sembrar el terror y el caos —enumeró—; mafiosos y asesinos mexicanos, responsables de la muerte de miles y miles de mujeres; narcotraficantes colombianos; líderes de extrema derecha; políticos corruptos; financieros judíos, banqueros, brokers y especuladores, exentos del más mínimo atisbo de ética, que juegan alegremente apostando al rojo o al negro con el futuro de la humanidad, en una indecente ruleta de lucro personal y desesperación ajena… ¿Necesitas más información? ¡Aprieta el botón!
—Sí, toda.
—Estarás matando, también, a miles de violadores, proxenetas, pederastas, traficantes de armas y de drogas, torturadores… ¡A qué esperas!
—Entiendo. Dime, Pierre: ¿en qué lugar queda la justicia, no crees que todos ellos merecen un juicio justo?
—La sentencia ya ha sido dictada de modo contundente… —desestimó Cassel taxativo—. Un tribunal popular, formado por cientos de millones de ciudadanos íntegros, los ha juzgado día tras día, en las portadas de los periódicos y en los espacios informativos. Como decía Protágoras, el hombre es la medida de todas las cosas. Y la máxima, en este caso, va más allá de la diferencia de criterio o de visión que pueda separarnos como seres individuales; se refiere al ser plural como ente social, cultural, que habita y comparte un mismo mundo y destino. Ese es el Ser que ha dictado sentencia…, ¡pulsa el botón y une tu indignación a la nuestra!
—¿Qué pasa con la clemencia?
—¿Hablas de compasión? ¡Te contaré algo sobre la compasión que te hará estremecer! —anunció resuelto—. Una noche, durante la Gran Guerra, los aliados pasaron a la ofensiva. Atacaron las trincheras enemigas, a bayoneta calada, respaldados por un huracán de artillería. Uno de ellos, en el asalto, sorprendió a un joven soldado alemán, desorientado. Estaba a punto de matarle cuando el terror de su mirada le quebró la convicción. Era un muchacho, casi un imberbe, no merecía morir en esa carnicería. Le gritó que se fuera, que escapara. Y él lo hizo. Abandonó el lugar a toda prisa. Años más tarde, ese joven alemán, en sus escritos, refirió ese hecho, interpretándolo como la señal con que el cielo auspiciaba y bendecía su destino…
Cassel hizo una pausa dramática.
—Ese chico, Henry, era Adolf Hitler, el responsable de sesenta millones de muertos… ¿Compasión, dices? ¡Aprieta el botón!
Henry notó como su mano temblaba sobre la moneda. Su mirada se había trabado con la de Pierre, sin que ninguno de los dos lograra sustraerse al hechizo que les mantenía unidos.
—Eres el demonio en persona… —murmuró—, ¡el mismo demonio!
—¿El demonio? ¡Por favor, no seas majadero! —rechazó Pierre—. ¿Acaso eres tú Jesucristo y esta una de las tentaciones del desierto? ¡Lo que más te desconcierta es saber que yo solo soy una persona más!
Con expresión imperturbable, Henry Gaumont pulsó el botón; después, los dos permanecieron callados, escrutándose como un par de lobos, pendientes de la más mínima emoción que pudiera aflorar en sus rostros.
—Acabas de matarlos a todos. A decenas de miles de seres repugnantes. Y puedo asegurarte que el universo ni siquiera se ha inmutado, pues es ajeno a todo cuanto hacemos.
—¿Qué hubiera pasado de haberme negado a pulsar este botón, Pierre?
—Te contestaré como el demonio que crees que soy… —decidió a la velocidad del rayo—. Si después de haberte arrastrado como a un fardo hasta el borde de este acantilado; si después de haberte mostrado la miseria del mundo que hay a tus pies, y la gloria futura sobre nuestras cabezas, te hubieras negado a arrojarte en mis brazos…
—¿Qué hubiera pasado? ¡Responde!
—Los que al caerse del caballo recuperan la visión y huyen de la luz no merecen vivir. Te hubiera matado sin titubeos.
—Lo imaginaba. De todos modos, puedes estar tranquilo: lo he hecho con total convencimiento —aseguró Henry—. Si de mí dependiera, estarían todos muertos. ¡Muy bien!, ¿ya está?
—Sí. Ya está. Al menos, intelectualmente, has tenido el valor…
—¿Qué sigue ahora?
—Ahora debes ocupar el lugar que te corresponde. Mañana te entregaré dos carpetas, dos informes detallados; los estudiarás y elegirás uno de ellos. Será tu primera decisión. Y yo la respetaré.
Salieron del Louvre y se despidieron. Henry deambuló abstraído hasta la calle Favart, sin ser consciente en ningún momento del itinerario seguido.
Al cerrar la puerta de su apartamento, tras quitarse la americana y encender un cigarrillo, se sirvió el whisky que quedaba en una botella y lo consumió de un solo trago. Sus ojos toparon con la tarjeta de visita que había colocado entre el ordenador y el teléfono.
Respiró hondo y marcó el número. Una voz emergió al otro lado de la línea. Tras una conversación de algo más de cinco minutos, colgó.
Ya había tomado su primera decisión. Desencadenar la guerra.