Las sombra de una duda
Henry Gaumont dejó que su mirada se elevara en espiral, acompañando el sinuoso bajorrelieve helicoidal de la columna situada en el centro de la plaza Vendôme de París. Y que luego descendiera planeando hasta el suelo. El pavimento aparecía recubierto por una fina película de humedad, debida a la lluvia intermitente que caía desde hacía dos días sobre la capital. Ese espejo de piedra devolvía el reflejo atenuado de los escaparates de las joyerías. Tras las lunas, un diáfano y rutilante universo de piedras preciosas, oro y platino reclamaba la atención de los viandantes, que se detenían brevemente, dispuestos a bañarse en el fulgor de lo quimérico.
El ánimo del publicista había oscilado como el péndulo de un reloj desde su salida precipitada de la villa de Pierre Cassel, en un enervante y agotador viaje entre la estupefacción y la ira, el lamento y el deseo de venganza.
No había podido dejar de pensar ni un solo instante en todo lo sucedido, ponderando su situación, hundido en un dilema que se le antojaba irresoluble. Lejos de entretenerse en la estéril tarea de intentar comprender de qué modo una retahíla de catástrofes puede llegar a concatenarse como los eslabones de una maldición, buscaba averiguar cómo salir de ese túnel lóbrego que el destino había interpuesto en su camino.
Ese mismo día, a media mañana, había pasado más de dos horas dando vueltas por las inmediaciones de la jefatura superior de Policía, intentando reunir los arrestos necesarios para entrar y poner su historia y suerte en manos de la inspectora Claire Valéry. No guardaba en absoluto buen recuerdo de los dos únicos encuentros que había mantenido con esa mujer. Cuerpo a cuerpo, en distancia corta, resultaba exasperante, incisiva, recelosa. Lidiar con ella y lograr convencerla era más complicado que derribar y hacer besar la lona a un luchador de sumo japonés.
Además, desde cualquier óptica, incluso la más ecuánime, él era un inocente cubierto de mierda hasta las cejas. Nadie en su sano juicio creería en la bondad de quien acarreaba en el mismo saco antecedentes por maltrato, un homicidio en defensa propia y la sospecha de haber planificado dos crímenes.
«A ver si lo he entendido bien, señor Gaumont, ¿me está hablando de un club de asesinos de clase alta, de un grupo de millonarios ociosos que se dedica a matar por puro deporte?»
Seguramente, la inspectora le escucharía con la sorna en los labios, le acribillaría a preguntas, hasta hacerle perder los estribos, y resolvería, tras interminables horas confinado en aquel cuartucho claustrofóbico, meterle entre rejas. O lo que aún sería peor y más factible: en un centro psiquiátrico de alta seguridad.
Tampoco podía confiar en que la investigación posterior, si es que llegaba a producirse, diera fruto alguno. Pierre Cassel lo había hecho bien. Ahora sabía de lo que era capaz. Ni él ni los suyos dejaban nada al azar. A buen seguro habían calculado hasta la más mínima contingencia, diseminando, aquí y allá, indicios y pruebas destinadas a inculparle. El brazo de ese círculo de criminales de guante blanco era largo. Estaban acostumbrados a acechar durante meses a una presa, estudiar sus movimientos, acorralarla y acabar con ella. Los muros de una cárcel o de un hospital psiquiátrico no les detendrían de saberse en peligro.
Debía resolver por su propia cuenta el asunto, sin intervención policial; diseñar una estrategia que, de modo ineludible, pasaba por despejar la sombra de una duda…
Se aproximó hasta el elegante establecimiento de Adèle Mercier y fisgó entre los resquicios del magnífico tesoro que descansaba sobre seda y ramas secas, tras el cristal blindado. Acabó distinguiendo a la joyera. Permanecía puesta en pie, tras una mesa, ordenando en bandejas de terciopelo verde un muestrario de sortijas y collares que un par de dependientas se encargaba de retirar y poner a buen recaudo.
No pudo evitar suspirar profundamente al ver su rostro. Su cerebro le había jugado una mala pasada. Adèle era más bella de lo que lograba recordar.
Echó un vistazo al reloj. Las ocho menos cuarto. Llamó al timbre y entró.
Una de las jóvenes acudió solícita a recibirle, con cara de estar dispuesta a trabajar más de lo debido con tal de hacer una buena venta de última hora.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?
Henry se disponía a improvisar, cuando Adèle, desde el otro lado, clavó sus ojos perfectos en él. Era obvio que le había reconocido, pero su rostro no dejó traslucir la más mínima emoción.
—¡No te preocupes, Sarah, yo me encargaré! —sugirió—. Id guardando las bandejas en la caja fuerte. Cuando terminéis os podéis ir.
Henry se aproximó intentando controlar el manojo de nervios que se había desatado en la boca de su estómago.
—Buenas tardes…, ¿qué desea?
—Quisiera adquirir algún detalle, alguna joya, para alguien muy especial.
—¿Tal vez alguna pulsera, un collar o un broche? —indagó ella, creando con su tono, pausado y distante, una tierra de nadie entre los dos.
Henry supo que no iba a resultar fácil atravesar esa línea.
—La verdad es que no lo sé. Por circunstancias largas de explicar, no conozco en exceso a esa persona —adujo dispuesto a jugar—, aunque sí que es cierto que es muy especial para mí.
—Supongo que al menos podrá usted describirla; sus rasgos, su estilo, sus gustos… —aventuró con absoluta cortesía.
—¿Sabe? Es curioso, siempre había creído ser un buen fisonomista. Por mi trabajo he tenido que solicitar y seleccionar, en más de una ocasión, modelos de agencia, y nunca era muy complicado —explicó él lanzándose a tumba abierta—; pero con esa mujer es completamente distinto…
—Pruebe…
—Es escandalosamente guapa; tanto que, de no haber dado ella el primer paso, yo no me hubiera atrevido a entablar conversación jamás…
—Eso más que una virtud parece un defecto —bromeó.
—Tiene un aire de fierecilla salvaje, indómita, impredecible, semejante a Kate Beckinsale, aunque con las facciones serenas e insuperables de Famke Jensen…
—¿Las actrices? ¡No recuerdo demasiado bien sus rostros!
—Es elegante, algo clásica, sofisticada, ¿recuerda a Kristin Scott Thomas?
—Sí, claro.
—Camina como ella…
—De ser yo esa mujer, no perdería el tiempo y me dedicaría al cine.
—La noche en que la conocí vestía como si acudiera a una recepción de Estado en el Elíseo, impecable y seductora; de hecho, juraría que se codea con la alta sociedad de París, a pesar de que algo me dice que no le interesa el oropel ni la estupidez social lo más mínimo… —concluyó—. Es demasiado inteligente para entrar en ese juego fatuo.
—Esmeraldas y perlas…
—¿Cómo?
—Tal como ha descrito a esa mujer, no creo que sienta especial predilección por los diamantes —dijo con aire reflexivo—, brillan demasiado, son estridentes; tampoco por los rubíes, que dejan entrever un carácter pasional; seguramente, el oro y el platino le parecerán vulgares. Esmeraldas y perlas naturales son lo suyo. El zafiro azul también podría encajar con su estilo.
Las dos empleadas de la joyería se acercaron discretamente en ese momento. Adèle se disculpó con Henry y las despidió en la puerta, asegurándose de echar el pestillo. Hecho eso, regresó al mostrador.
—Si quiere que le sea sincera, le diré que probablemente esa mujer no espera ni desea ningún tipo de regalo —espetó sorpresivamente dando por finalizada la pantomima—. Yo diría que una explicación a tiempo habría bastado…
—Adèle, yo…
—No, Henry. Calla. Déjame hablar… —insistió visiblemente molesta—. Estuve esperándote durante horas, sin saber qué ocurría. Intenté comunicarme contigo una docena de veces, sin resultado. Acabé angustiándome, convencida de que tal vez habías sufrido un accidente. En esas estaba cuando recibí una llamada de la policía. Media hora después, dos agentes se presentaron en mi casa.
—Lo siento, de verdad, créeme. He venido a contarte lo que sucedió.
—¿Diez días más tarde? ¡Te ha costado decidirte a sacar la cabeza, no crees! —reprochó destemplada—. Esos dos sabuesos me interrogaron durante más de una hora, sin explicarme en absoluto qué estaba pasando. Les dije que habías estado conmigo los dos últimos días, pero ellos insistieron, me acribillaron a preguntas; querían saber si yo conocía a varias personas que habían sido asesinadas, quién soy y a qué me dedico, qué relación mantenemos tú y yo. No veían claro el hecho de que sabiendo tan poco de ti hubiera pasado contigo casi cuarenta y ocho horas. Deduje que estabas metido en algún asunto sucio. Al día siguiente leí en los periódicos que se habían producido dos crímenes en París, y recibí la llamada de una inspectora. Me citó en la comisaría y me hizo pasar por un interminable suplicio… ¡Más de tres horas en un despacho haciéndome repetir hasta el aburrimiento lo que ya había declarado, buscando descubrir contradicciones e incongruencias en mi relato!
—Conozco a esa mujer. Entiendo que estés alterada, tienes todo el derecho…
—¿Sabes cómo me sentí teniendo que explicarle a esa mal follada todo lo que hicimos y hablamos? —interpeló—. ¡Fue humillante, Henry! ¡Me dejaste un buen morado en el cuello, imposible de ocultar, y un arañazo en el brazo! ¡No puedes llegar a imaginar lo que esas marcas dieron de sí! Lo único que esperaba, después de haber aguantado todo eso, era una llamada, una explicación…
—Ya basta, por favor, te lo ruego. Si no has sabido nada de mí hasta ahora, es porque necesitaba calmarme, respirar, aislarme y poder pensar, entender todo lo que de manera incomprensible ocurre a mi alrededor… —exigió Henry taxativo—. Estoy bajo el influjo de una maldición; una maldición que ya lleva durando demasiado tiempo. Aunque te cueste creerlo, me importas más de lo que estoy dispuesto a admitir. Has sido la primera persona que ha logrado que yo olvidara, siquiera durante unos días, durante un lapso feliz, el peso de mi historia personal. Por eso no quise verte de inmediato, no quería presentarme desencajado y hundido; necesitaba ponerlo todo en orden; explicármelo para podértelo explicar. Voy a pedirte una cosa, algo muy sencillo…
—Deberá serlo. No me siento demasiado generosa…
—Concédeme una hora. Solo una hora de tu tiempo. Salgamos de aquí, tomemos un café, y te contaré lo que ha ocurrido —propuso—. Una vez hecho eso, si lo dicho no te convence, si queda alguna duda en tu ánimo, si no te sientes satisfecha, me iré y no volveremos a vernos.
El tono resuelto y la seguridad que Henry esgrimía lograron aplacar el enojo de Adèle. Permaneció unos segundos en silencio, dubitativa. Tras efectuar un notable ejercicio de contención, terminó accediendo. Recogió sus cosas, hizo descender las cortinas de los escaparates, comprobó las alarmas y apagó la luz.
Atravesaron la plaza sin cruzar palabra, hasta una cafetería de la calle Saint Honoré, a pocos metros del domicilio de la joyera.
En poco menos de la hora que había solicitado, Henry logró hilvanar el relato pormenorizado de los hechos que habían trocado su plácida existencia en un infierno; la catastrófica avalancha de infortunios que arrasó sus días de éxito profesional y sepultó su matrimonio; el inevitable naufragio existencial que le llevó a alimentar, en los siguientes meses, el deseo de venganza, y a flirtear con la idea del suicidio; finalmente, el incomprensible hado que manipuló el destino e interpuso en su camino a un maleante que reclamó una bala.
Una bala en cuyo casquillo él había grabado la palabra epílogo.
Atrapada por el vértigo del relato, Adèle apenas abrió los labios; se limitó a remover con la cucharilla una taza humeante que acabó fría e intacta.
—Y esa es mi historia. Al menos la primera parte. Poco después conocí a Pierre Cassel y empecé a trabajar para él —concluyó Henry—. Y hace diez días, en aquella subasta, tú y yo nos encontramos… ¿Me creerías si te digo que por unas horas llegué a convencerme de que mi suerte había cambiado? Ahora sé que no es así, y que solo he saltado de las brasas al fuego.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Ya te lo explicaré. Es algo tan inverosímil que todavía lo estoy digiriendo… —murmuró Henry—. Lo que sigue es aún más complejo y desconcertante que lo que te he contado, pero antes de hacerlo necesito saber que me crees, que estás convencida de mi inocencia.
—Por completo. No me cabe duda alguna —balbuceó ella cariacontecida—. Creo que debo pedirte perdón…
—¿Por qué?
—Porque he sido tremendamente injusta contigo. Es mi forma de ser. A veces me odio, soy dada a rabietas de niña mimada —admitió—. No podía imaginar algo así, ni remotamente. Recuerdo que aquella primera noche, mientras cenábamos, te dije que no parecía que la vida te hubiera maltratado. Es evidente que me equivoqué. Lo siento mucho…
—No hay nada que perdonar.
—¿Qué piensas hacer ahora? ¿Estás en libertad provisional?
Henry negó. Sorbió el café que restaba en su taza.
—Estoy en libertad sin cargos. No existen pruebas contra mí, Adèle, pero ya te he dicho que esto es solo una parte de la historia. Estoy convencido de que en los próximos días pasarán más cosas…
—¿Todavía más cosas? ¡Me das miedo! —comentó con inquietud al advertir su mirada perdida y taciturna—. Quisiera que me lo explicaras con calma, pero no aquí. Esto se está llenando de gente y no es un buen sitio para hablar, ¿me concedes ahora tú a mí una hora de tu tiempo?
—Todo el que desees.
La joyera sugirió proseguir con la conversación en su casa y él aceptó sin reservas. Ya en la calle, a los pocos pasos, ella se cogió suavemente de su brazo.
Henry sonrió al advertirlo.
—¿Aún se estila eso de caminar cogidos del brazo? —ironizó encantado.
—No lo sé. Es agradable. Hace mucho tiempo, más del que puedas imaginar, que no lo hacía —repuso mirándole de soslayo.
—Por qué será que me cuesta creerte…
—¡No te estoy mintiendo!
—Mi memoria es proverbial. Me dijiste que tenías muchos amantes. Una agenda repleta. De hecho, hoy es martes y tal vez tenías una cita que mi presencia te obliga a modificar, ¿no? ¡A mí me habías reservado los viernes! —reflexionó con guasa—. ¡Seguro que más de un candidato está chapado a la antigua y se muere por pasear contigo del brazo!
—¡Lo tuyo es para hacérselo mirar, te las pintas sólito haciendo añicos momentos agradables! —reprendió Adèle ahondando en la broma—. Como prefieras: te he cogido del brazo porque el suelo está húmedo y resbala; no sé si te has fijado, pero voy con tacones.
Y tras un breve paréntesis, adoptando un tono serio y pausado, añadió…
—Te hablaré claramente: no tengo ninguna lista de amantes, ni tampoco una agenda de compromisos ineludibles. Jamás he querido tender lazos que acaben convirtiéndose en sogas. La asfixia no va conmigo. No soporto esa idea. Confieso que contigo ha sido distinto desde el primer momento. Me gustas demasiado, no lo negaré, pero necesito tiempo. En estos momentos existe alguien en mi vida; es algo circunstancial, con fecha de caducidad. Y no me preguntes si hay sexo de por medio, porque lo hay. De todos modos, quiero que sepas que no siento nada por esa persona. Nada en absoluto. Puedo comprender que no lo entiendas, pero de momento no puedo explicarte nada más. Deberás ser paciente…, ¿podrás serlo?
Por toda respuesta, Henry la abrazó y la atrajo con decisión, eliminando el mínimo espacio que les separaba. Deslizó un monosílabo afirmativo en su oído y engarzó un beso en sus cabellos, que parecían hebras de seda. Ella, a su vez, le rodeó por la cintura y sonrió.
Reencontrarse con el paisaje familiar en el que los dos habían compartido largas horas de absoluta complicidad influyó de manera casi mágica en el ánimo de Henry; de algún modo, no había dejado de soñar con la casa de Adèle desde el mismo momento en que salió por la puerta.
Todo estaba en su sitio, tal como lo recordaba. Habían pasado demasiadas cosas en diez días. Y todas, de golpe, se le antojaron un espejismo.
Sorpresivamente, ella se desprendió de la chaqueta y del reloj y desabrochó con descaro los primeros botones de su blusa. En dos saltos, al tiempo en que se deshacía de los zapatos, se abalanzó sobre él con un brillo lascivo en los ojos y una sonrisa llena de picardía en los labios.
—¡Recuperemos el tiempo perdido! —propuso con desenfado.
Henry supo que no podría resistir ese ataque frontal, que el deseo de tener de nuevo a Adèle pegada a su cuerpo se convertiría en pocos segundos en algo totalmente incontrolable. Correspondió al arrebato de efusividad mordisqueando sus labios y su pecho, mientras se esforzaba por atenazar su talle felino y por poner brida y estribos a su propia fogosidad.
—¿Qué pasa? ¿Por qué vas tan rápido? —inquirió con falso asombro—. La noche es larga, y vale la pena que nos la bebamos a tragos cortos, ¿o prefieres que nos saltemos de un plumazo los preámbulos, el encanto del fuego, la música y la conversación?
Al oír eso, Adèle cejó en su asalto y le miró con desconcierto. No tardó en comprender lo que estaba pasando. Henry parafraseaba, con evidente sorna, las palabras que ella utilizó durante su primer encuentro.
—¡Serás cabrón! —gritó desaforada, estallando al punto en una sonora y larga carcajada—. ¡Esta me la vas a pagar muy cara! ¡No habrá clemencia, vendrás a mí de rodillas, suplicando que te deje ser mi esclavo!
Se zafó enérgicamente del cerco que eran sus brazos y comenzó a golpearle con los puños cerrados, como si aporreara una puerta. Henry se salvó por la campana de aquel delicioso cuerpo a cuerpo cuando el teléfono de Adèle comenzó a sonar.
—¡Esto solo aplaza el combate! —juró ella desfondada, señalándole con el índice con cara de pocos amigos mientras intentaba localizar su móvil.
Como era habitual, lo encontró en el fondo de su bolso, cuando ya había agotado interjecciones y blasfemias.
Miró la pantalla, frunciendo el ceño, y contestó.
—¿Sí? ¡Ah, hola, casi se me olvida! ¿Puedes esperar un momento? —preguntó. Después, tapando el aparato, se dirigió a Henry—. Disculpa, es el encargado de mi tienda de Lyon, necesito hablar con él…, ¿me das unos minutos?
Buscando aislarse, Adèle entró en su despacho y cerró la puerta.
Henry paseó por el salón, con las manos en los bolsillos y el recelo en la mirada. Estuvo tentado de abrir y fisgar en los cajones de una escribanía antigua, pero se contuvo al entender que el paréntesis abierto sería probablemente breve. No podía arriesgarse. Optó por ir a la cocina y echar un vistazo en la nevera.
Cuando Adèle regresó al cabo de diez minutos, se encontró con dos copas de Veuve Clicquot Ponsardin recién escanciadas sobre la mesa y una bandeja de canapés salados.
—Me he permitido preparar algo. Los reencuentros deben celebrarse, ¿no? —afirmó en tono seductor Henry, cómodamente instalado en el sofá, dando buena cuenta de una tostada de foie—. ¿Todo bien?
—Problemas, para variar… —dejó caer ella con fastidio.
—¿Qué ocurre?
—Nada irreparable. Un collar de diamantes de precio muy elevado, diseñado por encargo, no ha complacido en absoluto a uno de nuestros clientes. Habrá que desengarzar las piedras y empezar desde cero. Ocurre con frecuencia… —comentó distraída. Tomó su copa y la vació en dos tragos—. ¡Por fortuna Dios inventó el champán!
—¡Y las reyertas entre amantes! —azuzó Henry lanzándole un cojín.
—¡Cabronazo, espera a que recupere fuerzas y sabrás lo que son heridas de guerra! —amenazó beligerante, riendo de buena gana.
Tras el refrigerio, de común acuerdo, optaron por ventilar sus discrepancias entre sábanas. Renunciando a su naturaleza dominante, Adèle se mostró en esa ocasión receptiva y dulce, dejándose amar, capitulando sin condiciones.
Al cabo de media hora languidecía, entre bostezos, ronroneando satisfecha.
Henry permaneció durante largos minutos disfrutando del incomparable espectáculo que suponía contemplar su cuerpo desnudo, los claros y oscuros de una sublime orografía revelada a la luz de una vela.
—¿Tienes sueño? —interpeló en un susurro, respirando en su oído.
Deslizó los dedos por su vientre, en un delicado descenso hasta su sexo, sin que ella se estremeciera en absoluto.
—¿Sabes, Adèle? Ahora que no me oyes, te lo puedo decir…, creo que me estoy enamorando de ti —confesó en voz queda—, pero necesito cerciorarme de algo. Existen cosas que no puedo entender, y necesito saber si tu presencia en mi vida ha sido un regalo o una mentira más. Ojalá mis suspicacias sean solo eso, recelo infundado…
Abandonó el lecho discretamente y se vistió, dispuesto a despejar la duda que aleteaba en su ánimo.
Dos somníferos era la medida perfecta para dejar a Adèle fuera de combate.
Del enemigo siempre se debe tomar ejemplo.
Pasó al salón y extrajo del bolsillo de su chaqueta una pequeña cámara fotográfica y unos guantes. Se entretuvo unos minutos toqueteando el teléfono móvil de Adèle, repasando el directorio de llamadas recibidas, comprobando que la última de ellas se había efectuado desde un número oculto. Al devolver el aparato al bolso, sus dedos toparon con un pequeño objeto metálico. Lo sacó a la luz con absoluto cuidado.
Era una moderna pistola automática, una Rohrbaugh R9, provista de un cargador de seis balas. Cabía en la palma de una mano. Y era ciertamente ligera. La sopesó. Algo menos de cuatrocientos gramos.
¿Por qué Adèle poseía un arma de esas características? Tal vez la naturaleza de su negocio era motivo más que suficiente, pero algo le decía que no. A pesar de que encontró, entre los documentos de su cartera, un permiso de armas expedido por la policía, su desconfianza no hizo sino acrecentarse.
Procedió a inspeccionar de modo superficial el salón. Los departamentos de la escribanía estaban llenos de cajas con fotos, cartas y postales, correspondencia bancaria y viejas agendas de teléfonos. Nada interesante. Decidió proseguir en su despacho, comprobando que los cajones de su mesa de trabajo estaban cerrados con llave. Probó con las que poblaban el manojo que ella había dejado junto a la entrada de la casa sin éxito alguno. Se deshizo en un suspiro. Dar con esa llave solo era cuestión de paciencia y método. La habitación estaba llena de muebles, cuadros y estanterías atestadas de libros, atriles y objetos decorativos. Cuando ya comenzaba a desanimarse, tras una exasperante búsqueda, la halló bajo el pedestal hueco de uno de los célebres huevos de pascua creados por Carl Fabergé.
La hizo girar suavemente en la cerradura, dispuesto a revisar los cajones con una mezcla de alivio e inquietud. Dos cuadernos revestidos en piel captaron poderosamente su atención. Ambos mostraban en su portada un repujado en oro: el dibujo de un triángulo equilátero representado por diez puntos distribuidos en cuatro filas.
La sagrada Tetractys de los pitagóricos.
Henry conocía perfectamente el símbolo desde sus días de universidad. Uno de sus viejos profesores, experto en geometría, les había explicado el significado de la figura, en la que los cuatro primeros números enteros creaban el 10 al ser sumados. El significado esotérico del anagrama hacía referencia a los distintos niveles de evolución del alma humana.
En un sencillo ejercicio sináptico, Henry relacionó la presencia de esos dos grabados con la información obtenida en la casa de Pierre Cassel. El marchante, al referirse al sistema utilizado entre ellos a la hora de comunicarse a través de Internet, lo había denominado Tetractys. Posiblemente se trataba de una web privada, protegida por un complejo sistema de códigos de acceso.
Recordó, también, que los invitados de Pierre se dirigieron varias veces a él llamándole Pitágoras. Todo parecía encajar.
Conteniendo la respiración, abrió el primer cuaderno, el de menor tamaño. Y una interminable retahíla de páginas, repletas de lo que parecían ser secuencias numéricas y nombres de filósofos célebres, desfiló ante sus ojos.
No estaba dispuesto a perder tiempo intentando comprender el sentido y forma de empleo de esos códigos. Situó el cuaderno junto al pie de la lámpara de mesa y procedió a fotografiar de forma sistemática todas las páginas. Hecho eso, centró toda su atención en el segundo cuaderno.
Para su sorpresa, nada más abrirlo, emergió una fotografía en blanco y negro, de bordes dentados y pátina amarillenta. Era la imagen de una pareja joven el día de su boda. Sonreían felices y pictóricos, mirándose de soslayo, con expresión acaramelada.
Henry alzó lentamente los ojos hasta encontrar el marco de plata que la joyera tenía sobre el escritorio. No cabía margen de error. Eran David y Céline, sus padres biológicos.
En esa primera página del cuaderno, bajo la instantánea, Adèle había escrito con pluma y en letra caligráfica unas palabras cargadas de emotividad…
«A quien más he querido. No os olvidaré nunca. Adèle».
Con pulso tembloroso, Henry revisó las páginas que seguían a continuación. Curiosamente parecían ser recortes de prensa, páginas dobladas y columnas de periódicos. No tardó en comprender que lo que su amante había reunido allí era la cronología pública de una terrible venganza privada.
Su mente se enfocó en la noche en que se conocieron. Ella había explicado que su progenitor había muerto de una rara enfermedad, sin poder acogerse a un costoso tratamiento que podría haberle salvado la vida. El hombre para el que su padre había trabajado durante muchos años, un famoso constructor llamado Donatien Chavanel, se había negado a ayudarles. Despojado de todo sentimiento de conmiseración, inmune a las lágrimas, Donatien desoyó las súplicas de Céline, que le imploró que salvara a su marido.
Henry revisó toda esa información publicada por Le Monde, Libération, France Soir, Le Figaro y otros tabloides franceses, y terminó reconstruyendo la historia.
El 19 de febrero de 1991 Donatien Chavanel desapareció misteriosamente a los pocos minutos de haber cerrado la puerta de su casa. Como cada día, tras el desayuno, descendió en ascensor hasta el garaje del edificio en el que vivía a fin de trasladarse en coche a su oficina. El portero del inmueble le vio salir al volante, acompañado por un hombre al que nunca había visto.
Después, su rastro se perdió durante semanas.
Desde el primer momento, la policía se mostró convencida de que se trataba de un secuestro. La experiencia en casos similares indicaba que en los siguientes días la familia recibiría una llamada exigiendo un cuantioso rescate, pero nada de eso sucedió. No hubo contacto alguno con los secuestradores. Tras un mes sin noticia alguna de su paradero, el hijo del empresario, Louis-Philippe Chavanel, apareció en la prensa y en la televisión realizando una dramática petición de clemencia, asegurando que estaban dispuestos a pagar lo que los secuestradores pidieran.
Al cabo de diez días, irreconocible, sumamente delgado, con los dedos de las manos descarnados, Donatien apareció ahogado a doscientos metros del Mont Saint-Michel, en el arenal del estuario del río Couesnon. Los forenses de la policía concluyeron que había sido mantenido en cautividad durante semanas, sin recibir apenas alimentos, y posteriormente trasladado hasta los alrededores de la abadía durante las horas de bajamar. Antes de abandonarlo, le rompieron las dos piernas con un pesado martillo o un objeto contundente. Donatien sufrió la más horrorosa de las muertes, en una estéril y desesperada carrera contra la pleamar.
Henry cerró el cuaderno profundamente consternado. La forma en que esa afrenta había sido lavada producía verdadero pavor; presentaba el marchamo, la inconfundible marca de agua del club de Pierre Cassel. Temblando, imaginó a Adèle asistiendo implacable a ese suplicio, participando en la planificación y en la ejecución de un ser indigno de forma indigna.
De todos modos, lo más desalentador, superado el horror de la venganza, era entender que la inquina y la rabia no terminan con la muerte del perro, sino que se perpetúan a través del tiempo. Muchos años después de ese desmedido talión, Adèle empleaba parte de su energía y dinero buscando perjudicar a Louis-Philippe, el hijo de Donatien; reventando sus pujas, arrebatándole lo que más ansiaba poseer. Sin duda obtenía con ello un placer malsano, perverso.
Devolvió los cuadernos al cajón y decidió echar un vistazo a los restantes. Encontró carpetas repletas de información y documentos referidos a Jean-Marc Poncelet, el financiero, y una caja metálica llena de pequeñas cintas de audio, etiquetadas con fechas y con el nombre de Alvar Bergeron, el presidente del Banco de Francia. Según la importancia del registro sonoro, Adèle lo clasificaba con más o menos estrellas.
También eso cuadraba con lo que había podido escuchar días atrás en la casa de Cassel, y con las palabras de la propia Adèle, confirmando una relación peculiar de la que no podía hablar.
Ya había visto suficiente.
Tomó una hoja de un bloc de notas y escribió unas líneas. Tras cerciorarse de que todo quedaba exactamente tal como lo había encontrado, recogió sus cosas y volvió a la habitación.
Adèle respiraba suavemente. Sus cabellos se desplegaban como un abanico, ocultando parte de su rostro. Deslizó el papel doblado entre sus dedos, para que lo encontrara nada más despertar, y arregló el embozo, arropándola.
Por último, besó los labios de Hipatia y salió de la casa.
Despejadas sus dudas, Henry caminó por las calles desiertas escoltado por dos certezas. Dos sombras que parecían moverse al ritmo de su paso.
Un asesino implacable. Una amante letal.