Bendita narcosis
El chófer de Alvar Bergeron, presidente del Banco de Francia, detuvo el coche a una treintena de metros del domicilio del alto cargo, a la vista del enjambre de periodistas y unidades de televisión que montaban guardia en el cruce de la céntrica avenue de La Grande Armée con la calle de Denis Poisson.
Se volvió hacia el asiento trasero y esbozó una mueca de impotencia.
—¿Qué hago, señor, me detengo frente a la portería? —preguntó indeciso.
Alvar Bergeron desestimó de inmediato la posibilidad. Sabía que toda esa jauría de informadores, ávida por captar siquiera un traspié, una mirada de enojo o una palabra a destiempo, se abalanzaría sobre él así advirtiera su llegada.
—No. Será mejor que me aproxime andando… —decidió—. Esta llovizna me ayudará. El paraguas les impedirá reconocerme.
—Como prefiera, ¿a qué hora le recojo mañana?
—A la de siempre. No te retrases. Tengo una reunión importante a las nueve.
Tras decir eso, abrió la puerta, elevó las solapas de su gabardina y desplegó el paraguas, que mantuvo inclinado durante el breve trayecto hasta la portería.
La maniobra evasiva solo sirvió para retrasar el encontronazo. Un reportero de una emisora de radio fue el primero en descubrirle.
—¡Ahí está, ahí está, es Bergeron! —alertó cuando ya había salido a la carrera, con ventaja, dispuesto a colarle el micrófono en los labios.
Alvar le vio venir. A él y a todos los que le seguían. Parecían una manada de búfalos en plena estampida.
—¡La madre que os parió a todos, hijos de puta! —maldijo entre dientes; pasando, de inmediato, a esgrimir una inefable y abierta sonrisa.
—¡Señor Bergeron, Antón Prideux, de Radio France! —espetó cerrándole el paso—. ¡Buenas noches! ¿Ha escuchado las declaraciones que ha realizado esta tarde el presidente Sarkozy?
—No, no he escuchado nada. Aunque le parezca raro, he estado trabajando hasta hace media hora… —repuso solícito, entendiendo que no podría fintar en dos requiebros a cuantos le rodeaban.
—Ha dicho que ningún francés debe preocuparse por esta acusación, que el prestigio del Banco de Francia está más allá de cualquier duda o bulo… —se apresuró Antón a explicar—. ¿Qué tiene que decir? ¡Entiendo que una acusación tan grave debe haberle afectado!, ¿no?
Bergeron tomó aire y se revistió de dignidad. Revestirse de dignidad era más fácil que anudar una corbata; de hecho, ese era el principal requisito de su cargo. Miró al cielo durante un instante y cerró el paraguas.
—Lo único que puedo decirles, pues es tarde y me espera mi familia para cenar, es que nuestro presidente es un hombre inteligente, y que acierta en sus palabras. Ni él, ni François Fillon, nuestro primer ministro, ni ningún miembro de UPM, nuestro partido, debe inquietarse en absoluto… —declaró en tono monocorde, exento de cualquier atisbo de emoción—, pero lo que es más importante: ningún francés bien nacido debe dudar de la honestidad y transparencia de sus instituciones. Y ahora, si me lo permiten…
—Sí, sí, pero la acusación de Jean-Marc Poncelet, en esa carta distribuida a los medios por sus abogados, le acusa a usted directamente… —disparó un periodista de France Soir, entrando a degüello—: Dice literalmente que usted se lucró y recibió grandes sumas de dinero de la Société Genérale d’Investissement et Finances, en pago a su apoyo tácito y a su silencio.
—Escúchenme, porque no diré nada más… —advirtió Alvar estirando al máximo su cuello—: Jean-Marc Poncelet, cuya muerte lamento, era, pese a que no resulte elegante hablar de un difunto, un hombre un tanto mezquino. Recordarán que hace unos años, cuando estaba al frente de otra entidad, me mostré muy crítico con su forma de hacer las cosas. El Banco de Francia le cortó las alas en esa ocasión. El rencor suele terminar convirtiéndose en iniquidad. Supongo que al verse acorralado, sin salida, decidió esgrimir esa calumnia. El tiempo lo pondrá todo en su sitio…
Y sin dar pie a más, obligando con sus impecables modales a que los periodistas le abrieran paso, alcanzó la portería del edificio.
El conserje, sacándose la gorra de plato, le abrió la puerta.
—¡Buenas noches, señor, lo lamento, llevan toda la tarde ahí!
—No se preocupe, es normal. Buenas noches.
Un minutos después, Alvar llegaba a la quinta planta del inmueble y abría la puerta de su domicilio. La asistenta, como de costumbre, acudió solícita y se hizo cargo de la gabardina, la chaqueta y la cartera.
—Gracias, Régine. Por cierto: ¿dónde está la señora?
—Está en la salita pequeña, señor. Si no me necesita, me retiro. La cena se servirá en media hora.
Alvar encontró a Thérèse entretenida. Intentaba completar un solitario con cara de poco éxito mientras lanzaba miradas furtivas al pequeño televisor encendido.
—¡Ah, ya estás aquí, pensaba que te retrasarías! —comentó al reparar en su presencia. Tiró las cartas que no cuadraban sobre el terciopelo verde, se puso en pie y prendió un breve beso en sus labios—. ¿Cómo va todo? ¡Trataba de acabar un solitario, pero no hay manera, hoy no es mi día, estoy nerviosa!
—Bien, todo va bien… ¿A santo de qué esos nervios?
—Estoy preocupada. En televisión no paran de hablar de Poncelet y de ti. Esta tarde he visto un coloquio en el que los tertulianos decían que esto no está nada claro, que aquí hay algo muy turbio y que la investigación debe proseguir a toda costa.
—¡Cómo puedes hacer caso a toda esa basura! ¿No ves que esos buitres se alimentan de carroña? —reprochó sin inmutarse.
—Sí, lo sé, Alvar, pero todo esto me ha cogido por sorpresa y no sé cómo llevarlo —confesó ella, alisando los pliegues de la camisa de su marido, con voz remisa—. Esta mañana he estado en el club, con mis amigas. Y no he dejado de tener la molesta sensación de que me miraban de un modo especial. Incluso las he pescado cuchicheando a mis espaldas. Al marcharme me silbaban los oídos. Necesito saber que todo está bien…
—¡Todo está bien! —exclamó él sonriente, aferrándola por los hombros—. Escucha, tengo que hacer unas cuantas llamadas. Que no me moleste nadie. Después me cambio y cenaremos…
—¿Vas a llamar a mi hermano, a Frédéric?
—Sí, pensaba hacerlo.
—Dile que no olvide que el sábado es el cumpleaños de nuestra hija y de nuestro nieto. Dile que yo llamaré mañana a su mujer. Ha prometido echarme una mano con todo. Seremos más de veinte… —solicitó.
—Así lo haré. Descuida.
Bergeron entró en su despacho, cerrando cuidadosamente la puerta a su paso; se sirvió un par de dedos de whisky del mueble bar y se acomodó frente al escritorio. Tras marcar el número de su cuñado, Frédéric Péchenard, director general de la Policía de París, esperó respuesta haciendo trotar los dedos de su mano derecha sobre la madera.
—¿Sí?
—¡Frédéric, buenas noches, soy Alvar! ¿Te cojo en mal momento, cenabas?
—No, tranquilo, todavía no, ¿qué tal va todo?
—Bueno, dejémoslo en bien. Escucha, antes de que se me olvide: recordad que el sábado tenemos doble cumpleaños. Me dice Thérèse que mañana llamará a Corinne para ponerse de acuerdo…
—Perfecto. Te he visto este mediodía en las noticias…
—¡Ah, ya, lo supongo, no hay manera de librarse de la prensa!
—Te recomiendo que andes con pies de plomo cuando hables… —sugirió—. Me ha parecido que la situación te superaba ligeramente; has estado algo prepotente, soberbio, incómodo, y eso no es bueno. La cara de perro degollado es la que mejor funciona en estos casos.
—Sí, lo sé, ¡pero empiezo a estar harto! El acoso de estos tres últimos días está resultando insufrible —alegó Bergeron, recordando el desagrado con que había atendido a un medio de comunicación a primera hora del día, al entrar en la sede del Banco de Francia—. Estoy empezando a dormir mal, muy mal.
—Yo creo que no tienes que preocuparte en exceso. Solo se trata de navegar a velocidad de crucero, mientras la presión inicial se diluye —ponderó Frédéric—. Lo importante es que Poncelet ya no está…
—Y ese favor te lo deberé eternamente.
—Nada de favores entre nosotros, Alvar, somos familia… —tranquilizó—. Tú nos has hecho muchos. Además, todo resultó muy fácil, ya te lo dije: el director de la prisión de La Santé es mi mejor amigo, desde la infancia.
—Estoy tranquilo al respecto. Lo que me preocupa es que la investigación va a continuar. El juez del Tribunal de Delitos Económicos ha dado orden de que todo el archivo de Poncelet sea trasladado a los juzgados y estudiado a fondo…
—Aquí, de momento, nadie ha movido nada. Las cajas siguen en el sótano de la central de policía de París. Mañana me enteraré, ¿qué pasa con el archivo?
—¡Joder, lo que pasa es que Jean-Marc Poncelet posee algunos documentos que me comprometen! En los últimos tres años efectuó numerosos ingresos en un par de cuentas bancarias a nombre de dos sociedades de las que soy titular, en las islas Comores. Junto a los comprobantes, también tiene en su poder unas cuantas cartas que cruzamos y que no dejan margen a las dudas. Son una bomba de relojería…
—¡Eso tendrías que habérmelo dicho antes! —reprochó Frédéric.
—Mi abogado, Clément Laroche, se está encargando de trasladar el dinero, liquidar esas empresas y borrar rastros, ¡por cierto: Laroche visitó a Poncelet en la prisión, el mismo día de… de su suicidio! ¡Llevo toda la tarde recordando ese detalle y quería comentártelo, no debe quedar ni un cabo suelto!
—¡A ver, calma, vamos por partes! —resolvió el alto cargo de la policía—. Eso no es problema, conseguiré que borren el nombre de Laroche del libro de entradas, dalo por hecho; lo apunto…, ¿has dicho Clément Laroche?
—Sí…, ¿y los papeles?, ¿qué hacemos con eso? —insistió Bergeron intranquilo.
Frédéric Péchenard se sumió en un prolongado silencio; por un instante, Alvar llegó a pensar que la comunicación se había cortado.
—¿Estás ahí?
—Sí, sí, aquí… ¡Ya está, lo tengo! ¡Ahora mismo llamaré a Lauzier!
—¿Quién es ese?
—Mi mano derecha. Dirige el departamento de investigación criminal. Es de absoluta confianza y nada dado a remilgos —explicó—. Por descontado, tendremos que agradecerle con absoluta generosidad sus servicios. Sus hombres revisarán todos los documentos de Poncelet y darán con tus papeles en un par de días a lo sumo. Le pediré que busque algún tipo de excusa que justifique el retraso en el traspaso de lo incautado a la Société Genérale d’Investissement et Finances a los juzgados.
Al oír eso, Bergeron se dejó caer contra el respaldo de la butaca, aliviado. Cerró los ojos y bendijo mentalmente la suerte de tener compañeros de viaje tan resueltos y eficaces.
—¡No sabes el peso que me quitas de encima! —confesó—. Gracias…
—Algo más, Alvar: mándame esta misma noche un correo con los nombres de esas empresas, números de cuenta, fechas en que se cursó esa correspondencia, y todo lo que creas que puede facilitar localizar todo eso…, ¿entendido?
—Entendido. Esta misma noche. Nos veremos el sábado. Un abrazo.
Alvar colgó el auricular. Se quedó absorto, vacío, contemplando con detenimiento las fotografías que tenía sobre su mesa, enmarcadas en delicadas ventanas de plata. Una de las imágenes congelaba un momento muy especial de su vida.
El día en que él y cuatro amigos, inseparables compañeros de carrera, obtuvieron su licenciatura en Ciencias Económicas en un solemne acto celebrado en el paraninfo de La Sorbona.
De eso se cumplirían pronto cuarenta años.
No había vuelto a saber nunca nada de ellos. Sus huellas se difuminaban en algún recodo del tiempo. Seguramente, todos ellos se habían quedado muy atrás en el camino al éxito.
En su cerebro resonó el sonido de un corcho y el entrechocar de copas.
Y el brindis eufórico al que todos se sumaron, mientras en las calles se alzaban barricadas y se pedía, en un ejercicio de realismo, lo imposible.
«Por nosotros, por un mundo mejor».
Sin dudarlo, Alvar Bergeron vació de un trago el vaso de whisky. Con los ojos cerrados se deleitó en su sabor añejo. Después, dejó que corriera garganta abajo, cauterizando conciencia y recuerdos.
De regreso al bendito estado de narcosis.