El Club de los Filósofos Asesinos
—Está bien, dejémoslo estar, pero me produce infinita frustración el hecho de que hayamos trabajado tanto en este caso y que ahora tengamos que empezar desde cero… —aceptó Pierre a regañadientes, arrojando un informe sobre los que estaban depositados en el centro de la mesa.
—No empezaremos desde cero, Pitágoras. No tergiverses las cosas —corrigió Sophie—. El trabajo ya está hecho, no lo estamos tirando por la borda, pero nos falta información en un punto crucial. Obtenerla solo es cuestión de tiempo.
—¿Qué pasa si ese cabrón detecta que le tenemos vigilado y desaparece de la noche a la mañana? ¡Eso supone volver al punto de partida! ¡Pueden pasar meses antes de que le volvamos a localizar, tal vez años! —reiteró Cassel malhumorado—. ¿Sabes, Diotima?, ¡hay algo que no acabo de entender!, ¿por qué siempre haces lo mismo? ¡Maldito afán empírico: la prueba adicional en la que Hipatia y tú os habéis empeñado no representa sino el peso de una pluma en el plato de la balanza!
—Yo no lo veo así…
—¡Tú y tu marido sabéis lo que es pasar por una situación prácticamente idéntica, horrorosa: perdisteis a vuestra hija del mismo modo en que dos jóvenes de Burdeos han muerto a manos de ese cerdo de Desmarais, un bastardo malnacido que vende heroína cortada con Alprazolam! ¡Qué importancia tiene que la droga se adulterara en España o en Francia, él sabía perfectamente que eso era matarratas puro! ¡A santo de qué tanta caridad!, ¿o es que ahora cultivamos Virtudes Teologales? —increpó en tono agrio—. Bueno, basta, se acabó, prefiero dejarlo…, ¡pasemos a otra cosa o no terminaremos nunca!
Durante un interminable minuto el silencio flotó sobre la habitación. Henry, con el ánimo atenazado, les vio revisar lo que parecía ser un índice de temas a tratar. Así iba escuchando, sus ojos se abrían con desmesura y los interrogantes comenzaban a dibujarse en su cerebro.
—Si no hay novedad significativa, no creo que valga la pena entretenerse con los expedientes de Ives Givry y Ernesto Carrillo Reyes, ¿no? —planteó Philippe Hillien levantando la vista del papel.
—Ninguna novedad. Para nosotros son tema zanjado —rechazó Cassel—. Solo me pesa el hecho de que no hayamos podido hacerle pagar a Carrillo Reyes todos sus crímenes de otro modo. Un agujero entre las cejas es un final demasiado amable. Merecía que le extirparan sus órganos, empezando por los dobles, uno por uno, sin anestesia; hervirlos en sus narices y arrojarlos a los cerdos. Sócrates opina igual. En fin…, ¡bendita sea la bala!
—Dime, Pitágoras: ¿qué sabe la policía sobre estos dos casos, cómo están llevando la investigación? —interpeló Víctor Morel.
—Como de costumbre, con muy poca fortuna —ironizó Pierre—. Por lo que respecta a Ives Givry, no tienen nada. Vía muerta. La inspectora Claire Valéry lleva el asunto personalmente. En lo concerniente a Carrillo Reyes, el expediente pertenece al Departamento de Alpes Marítimos. Un inspector llamado Florent Le Bras está al frente de la investigación. Lo que ocurre es que Claire Valéry, que acumula la mayor parte de los dosieres de nuestro club, ha proporcionado a Le Bras una pista importante…
—¿Cuál? —interpeló Sophie.
—Esa mujer es muy inteligente, a pesar de todos sus fracasos. Entendió que un disparo así, tan preciso y a esa distancia, solo podía ser obra de un tirador de élite. Lo último que sé es que están revisando las listas de antiguos miembros del RAID y el GIGN, los cuerpos tácticos de intervención rápida…
—¿Quién ejecutó a Carrillo, tal vez Hunter?
—Sí, Hunter. Fue miembro del RAID hasta hace seis años… —asintió Cassel—; pero calma, no debemos preocuparnos. Ninguna inquietud. Ese hombre es el sigilo personificado; sin duda alguna, el mejor de nuestros ejecutores. Algunos trabajos solo se pueden dejar en sus manos.
En ese punto intervino Jacques Braud, el marido de Sophie. Henry, desde su privilegiado puesto de observación, detectó síntomas de intranquilidad en su rostro.
—Ya sé que siempre insisto en lo mismo, hasta el aburrimiento, pero la seguridad, nuestra seguridad, es vital. Últimamente estamos haciendo cosas que nunca habíamos hecho. Con Hunter apretando el gatillo hemos proporcionado a la policía una línea de investigación clara y lógica. Por otra parte, Hipatia se involucró personalmente en la ejecución de Ives Givry, y lleva meses trabajando en el caso de Jean-Marc Poncelet, ¡estamos saltándonos nuestras propias reglas!
—Ya conocéis a Hipatia. Es todo un carácter, una mujer indómita. Nadie más que ella podía abordar a Givry, encandilarle y ponerle la miel de una sesión de sadomasoquismo en los labios… —razonó el marchante—. En lo que a Poncelet se refiere, solo ha trabajado recopilando información sobre su actividad fraudulenta, y en el otro extremo del ovillo, al final del hilo. Nadie podría relacionarla jamás con Poncelet. No olvidéis, de todos modos, que aunque ese financiero era uno de nuestros objetivos, lo que buscamos es abatir a un buitre infinitamente más importante: Alvar Bergeron, el presidente del Banco de Francia. El está detrás de ese falso suicidio. Y en eso se ocupa Hipatia ahora mismo, en prepararle la cama a Bergeron. De hecho, lleva casi dos años haciéndole la cama.
La ocurrencia de Pierre Cassel suscitó una carcajada general.
—Eso está claro, pero tengo la maldita sensación de que estamos jugando una partida de ajedrez de alto nivel —insistió Jacques Braud— basando nuestra estrategia en el cálculo de los siguientes diez movimientos del contrincante.
—Todos esos movimientos se efectuarán, de uno en uno. Los humanos son, y eso es algo que tú sabes bien, Ciorán…, o mejor dicho, somos, absolutamente previsibles. Alvar Bergeron intentará recuperar a cualquier precio los documentos de Poncelet que le comprometen, y que ahora mismo están pendientes de estudio en los archivos de la central de policía de París. El escándalo ya ha estallado, y él se moverá rápido, antes de que la tormenta se convierta en huracán. Decidme: ¿a quién creéis que acudirá Bergeron a fin de recuperar esas pruebas?
—Por lógica aplastante, a su cuñado…
—Exacto. Otro puto corrupto que se ha enriquecido de manera fraudulenta. Calma, ya iremos a por él. Todo a su debido tiempo.
—¿Y después?
—Después, cuando Bergeron tenga esos documentos, Hipatia sabrá lo que hay que hacer. En la cama, claro. Una nueva risotada resonó en la estancia.
—Escuchándote, Pitágoras, todo parece fácil y sencillo, pero la realidad siempre supera cualquier expectativa. Yo no soy tan paranoico como Ciorán; de serlo, no podría dormir… —argumentó Víctor Morel con ironía—, pero eso no es óbice para que comparta su inquietud.
—Déjate de inquietudes. Nuestra metodología es excelente; la forma en que hemos organizado nuestra sociedad, totalmente hermética… ¿Cuántos somos?, ¡ni Sócrates ni yo lo sabemos! ¿Lo sabes tú acaso? —increpó Pierre—. Yo sé quién eres, pero no tengo el más mínimo interés en saber cuántas personas colaboran contigo en tu área de acción. Por otra parte, nuestro sistema de comunicación, a través de Tetractys, es inexpugnable. La puerta de acceso se abre en Internet solo un par de minutos al día. Incluso en el supuesto improbable de que alguien pudiera acceder, ¿qué hallaría? ¡Nada, solo doce carpetas vacías a nombre de otros tantos filósofos muertos, y un sistema de conversación online encriptado! ¡No hay motivo de alarma, Voltaire, puedes dormir tranquilo, y lo mismo os recomiendo a todos!
—Mis miedos no residen en lo que puedo controlar, sino en lo que está fuera de mi control…
—¿De qué hablas, si puede saberse?
—Hablo de tu amigo, de ese tal Henry Gaumont… —señaló Morel—. Estás jugando con fuego y podemos quemarnos todos. Nosotros jamás reclutamos a nadie. Nunca lo hemos hecho. Ese es uno de nuestros principios: no solventar venganzas ajenas. Creo que traerlo aquí ha sido una imprudencia por tu parte. Philippe piensa lo mismo. Lo hemos comentado al encontrarnos en el aeropuerto.
—Nosotros también somos del mismo parecer… —apostilló Sophie cruzando una mirada asertiva con su marido.
Henry, desde la penumbra exterior, vio como Pierre se llevaba las manos a la cabeza y deslizaba los dedos por sus cabellos, en actitud reconcentrada. A esas alturas, un miedo irracional comenzaba a invadirle, y su propia voz interior, convertida en orden imperiosa, le instaba a retirarse de su puesto de observación, recoger discretamente sus cosas y salir como alma que lleva el diablo de aquella casa.
—Henry no sabe nada de nosotros, ¡nada! Además, está durmiendo. Le he puesto somníferos en la bebida como para tumbar a un elefante… —resopló Pierre visiblemente irritado—. Está aquí porque tengo planes para él.
En ese preciso instante, la voz de Gilbert Arcenau resonó en el lugar como una maldición.
—¡Te equivocas, Pierre, tu amigo está despierto, y bien despierto!
La exclamación congeló la escena como si el techo se hubiera abierto de golpe y una tromba de nitrógeno líquido se hubiera vertido en el interior. La sangre dejó de fluir por las venas de Henry, convertido en estatua de hielo. Comprendió, aunque demasiado tarde, con el corazón al borde del colapso, que Gilbert no estaba en la habitación con el resto. Su cerebro había dibujado un mapa incorrecto a la hora de ubicarlos a todos, basándose en la presunción de que aquello que no veía, por quedar fuera de su ángulo de visión, podía darse por sobreentendido.
Un error mortal.
Gilbert Arcenau estaba a sus espaldas.
—¡Qué tal va eso, Henry!, ¿padeces insomnio o eres sonámbulo? —espetó con sarcasmo, propinando en su omóplato una palmada más contundente que la que le había regalado a su llegada—. ¡Nos estábamos quedando sin hielo, sin bebida y sin tabaco, menudo desastre, pero traigo de todo!
Dicho eso, Gilbert aferró el tirador de la puerta y la abrió de par en par, como un telón, inaugurando un nuevo acto de desenlace imprevisible. Henry se bamboleó como un tentetieso, mortalmente pálido. Sus rodillas se doblaron. Le pareció inevitable desplomarse e ir a dar con sus huesos en el suelo. Todas las miradas estaban clavadas en él, convertido en el actor involuntario de una obra macabra, en el personaje bufo de una atracción circense.
Con un humillante empellón, Arcenau lo introdujo en la sala.
—¡Henry, qué sorpresa tan agradable! ¡Vamos, entra! —propuso Pierre con absoluto dominio escénico—. Aquí estamos, arreglando el mundo, para variar…
—¿Arreglando el mundo, dices…? —balbuceó dando un traspié.
—Sí. Nosotros siempre arreglamos el mundo. A nuestra manera, claro. Únete al grupo y bebe algo, ¿serías tan amable de servirle un whisky doble, Sophie?
Gilbert dejó la botella y la cubitera que portaba sobre la mesa y aproximó solícito una pequeña butaca desde el otro extremo de la estancia.
—¡Ponte cómodo, esto va para largo! —sugirió con impostada amabilidad. Y colocando sus manazas sobre los hombros de Henry le obligó a sentarse.
—Tienes ojeras…, ¿has tenido alguna pesadilla? —preguntó Pierre, ofreciéndole el vaso de Lagavulin que Sophie había colmado—. ¡No sé dónde tengo la cabeza últimamente; no debí olvidar que a ti los barbitúricos no te hacen efecto! ¡Anda, bebe, no hay nada que un malta reserva de dieciséis años no cure!
—Necesito entender qué está pasando aquí… —murmuró enajenado el publicista—. ¿Por qué me has drogado, Pierre?, ¿qué juego os traéis entre manos? ¡Lo que he oído me aterra!
Cassel suspiró profundamente. Entrecruzó los dedos de las manos, y sin entretenerse en recabar el parecer de sus compañeros, contestó…
—Verás, Henry…, algunas cosas no pueden ser explicadas de manera sencilla. Tenía previsto aprovechar estos días para hablar contigo. Contarte las cosas de forma pausada, coherente. Ahora me temo que será imposible…
—Hablabais de asesinatos. Leí en la prensa la noticia de la muerte de Givry, en París, y también la de Carrillo Reyes… —contó demudado—. ¿Formáis parte de una de esas organizaciones clandestinas que utilizan los gobiernos para ventilar asuntos sucios?
La pregunta formulada por Henry hizo que todos se vieran obligados, con mayor o menor éxito, a reprimir la hilaridad.
—¿Te refieres a uno de esos grupos que trabajan en las cloacas del Estado? —preguntó Pierre enarcando una ceja de forma cómica.
—Sí.
—¡Me gusta la idea, la verdad es que nunca lo había visto desde ese ángulo! —exclamó ufano, chasqueando los dedos—. Personalmente, prefiero creer que lo que hacemos es algún tipo de… ¿justicia poética? ¡En fin, no importa! En cierto modo podría decirse que sí: que nos dedicamos al ingrato trabajo de limpiar cloacas y alcantarillas, fosas sépticas y sótanos malolientes. Este es un mundo terrible, despiadado, injusto. Las ratas y las cucarachas proliferan. Son cientos de miles y avanzan incontenibles, silenciosas, devorándolo todo a su paso; especialmente aquello que es bueno, noble y hermoso. Nosotros las exterminamos.
—¡Y sin cargo a los Presupuestos Generales del Estado! —apostilló Gilbert con socarronería, desatando una andanada de risas que no hizo sino acentuar el estado de absoluta confusión de Henry.
—¡No lo comprendo! O mejor dicho, me niego a comprenderlo… —confesó con expresión desolada—. ¡Planeáis y lleváis a cabo ejecuciones con absoluta sangre fría! ¡Es una locura, un despropósito! ¿Para qué cojones tenemos policía y tribunales?
Sophie no dudó en intervenir. Habló con aparente tranquilidad, aunque el desdén y la amargura viajaban en el equipaje de su discurso.
—Las estadísticas son aplastantes, Henry. En todo el mundo, más del cuarenta por ciento de los crímenes y delitos no son resueltos jamás; bien por error procesal, falta de pruebas, indolencia o corrupción policial. En lo referido a los tribunales, se dice que la justicia vuela alto y lo ve todo, como un águila, aunque se mueva lenta, como las tortugas. Dos metáforas tan bellas como falsas. La justicia ve solo lo que quiere ver, o lo que puede y le dejan, cuando no hay soborno de por medio, ni intereses, ni órdenes superiores. Seguramente por eso, y no por su condición ecuánime e incorruptible, se dice que es ciega. Más allá de la imagen, es realmente ciega. Ni siquiera vislumbra por debajo de la venda, porque no hay ojos en sus cuencas vacías…
—Brillante, Diotima… ¿Sabéis? ¡Siempre me ha encantado esa máxima de Epicuro que dice que la justicia es la venganza del hombre social; y la venganza, la justicia del hombre salvaje…! —ilustró Pierre de forma conclusiva, dirigiéndose a todos. Encendió un cigarrillo y se sirvió whisky.
—¡Muy buena frase! —zanjó Henry con la repulsa en los labios—. ¡A mi entender os define a la perfección: sois un hatajo de salvajes!
—Más que salvajes, preferimos considerarnos bárbaros ilustrados —corrigió Cassel, dando comienzo a un monólogo meditado y sin fisuras—; peripatéticos que reflexionan paseando ante las puertas de un imperio corrupto; herejes o apóstatas que abominan del signo de un tiempo decadente y enfermo; paganos sacrílegos y descreídos. Y al decir pagano no pienso en absoluto en los idólatras politeístas, sino en el concepto de infidelidad y rechazo a la creencia y a la norma imperante, bien sea social, política, económica o religiosa. ¡No es lo mismo, amigo mío: las palabras y los conceptos tienen peso específico! ¡El salvaje de Rousseau es, por antonomasia, puro, inocente, natural y primitivo! ¡Por desgracia, no hay espacio para el buen salvaje en este mundo! ¡A los salvajes los barre la ametralladora o la excavadora! ¡Ojalá, pese a todo, nunca hubiéramos dejado de ser buenos salvajes de mirada limpia! Piénsalo: la civilización no ha conseguido suprimir el mal por la sencilla razón de que es imposible erradicar algo inherente a la condición humana; solo lo ha perfeccionado, en un largo y lamentable viaje, de la caverna al palacio, de la piedra al misil. Apenas una pátina de barniz. Llevamos milenios destilando y reprimiendo esa quintaesencia oscura, que existe y nos habita a todos, al igual que alimentamos de forma inequívoca y en la misma medida el afán por el bien. Ángeles y demonios, eso es lo que somos. Seres escindidos, dobles. Voltaire no se equivocaba. El mal está ahí, incontenible, en el centro del corazón, tras una puerta endeble y sin candado. Por eso, más allá del fácil encaje que supone sumarse a la corriente establecida en la que sobrevive la gente común, siempre a la deriva, siempre zarandeada por las circunstancias, harta pero aquiescente, sometida a dogmas y reglas que obligan a negar una parte del ser, existe la vía socrática, la vía de la skepsis, que empuja a la reflexión y a la indagación profunda… ¡La skepsis es a la vez el motor y el propósito de la búsqueda!
—¿Qué mierda tiene que ver Sócrates y la filosofía con todo esto?, ¿dónde está la reflexión, cuál es la proposición o el axioma que conduce a la conclusión de que el mal debe ser pagado con mal?
—¿Y tú me lo preguntas? ¡Tiene gracia! ¡Todo y nada, Henry! El hilo argumental del pensamiento socrático, que continúa a través de los siglos hasta llegar a ese imperativo sapere aude, atrévete a saber, a pensar, a usar el intelecto, que proponía la Ilustración, y que se hilvana hasta el catártico y liberador Yo quiero de Nietzsche, exigiendo la irrupción del superhombre, capaz de alzarse y revolverse indómito ante la imposición aquiescente del Yo debo, entendido como estúpida sumisión que abotarga la voluntad y anula nuestra verdadera naturaleza, nos lleva, por fin, a asumir nuestro papel en el mundo real, de forma consciente y activa; más allá del bien y del mal, libres de la rémora de la moral judeocristiana; convertidos en jueces implacables que sin ignorar la piedad no tiemblan ante la sentencia…
—Un discurso muy bien ensamblado, un magistral alarde de demagogia… —convino Henry con sarcasmo, aplaudiendo a cámara lenta—. ¡Hubieras sido un gran sofista en la Atenas clásica, Pierre! Seguramente, Protágoras de Abdera te habría considerado discípulo aventajado. En este mundo, y desde la óptica relativista, todo puede ser argumentado y justificado… ¡Incluso el mal! ¿Pero qué ocurre, dónde queda, en qué estercolero arrojamos el orden social, los logros, el proceso de civilización? Te aseguro que he meditado mucho en esos asuntos tras mi penosa experiencia personal… ¡Lo que hacéis convierte la locución latina homo homine lupus en una realidad aterradora!
—No hay espacio para un nuevo Contrato Social a estas alturas, Henry. Sí lo hubo en los días de Rousseau, pero no ahora. El mundo se ha convertido en una jungla de mercenarios y desaprensivos en la que impera el caos y la violencia, y ya nadie está dispuesto a ceder parte de su libertad a cambio de leyes, tutela y estabilidad. Tácito dijo que las leyes se multiplican de forma exponencial cuanto mayor es el nivel de corrupción y degradación de una sociedad, ¡y nunca como ahora hemos tenido tantas y tan inútiles! ¡Abre los ojos: cada día, sobre el tablero, sobre el terreno de juego, el bien y el mal disputan su eterno partido, y el segundo gana siempre por goleada!
Philippe Hillien, que no había intervenido hasta el momento, no dudó en interrumpir a Cassel.
—Decía Brecht que cuando la verdad se ha debilitado hasta el punto de no poder defenderse, debe pasar al ataque…
—¡Ah, entiendo! Vuestra teoría se reduce al concepto de que en ausencia del bien, el mal debe ser combatido con el mal, ¿no? —repuso Henry.
—Sí, exactamente. Lo has resumido muy bien. No queda otra opción.
—¿Y qué me decís de la conciencia, os deja dormir tranquilamente cada vez que de forma democrática decidís que alguien debe morir?
—Te aseguro que cada vez que Pierre nos comunica que una ejecución ha sido llevada a cabo sin problemas duermo como un niño. La conciencia solo es un simple superego internalizado… —razonó Gilbert Arcenau con aire de catedrático.
—Sí, lo sé, yo también he leído a Freud… —replicó Henry con desencantado cinismo—. ¡Chapeau, felicidades, sois los bribones intelectuales más brillantes que he conocido en toda mi vida! Supongo que preguntaros si creéis en Dios, o en algún tipo de principio o justicia superior, está fuera de lugar…
—¿Dios? ¡Vaya, ya salió Dios! ¡La verdad es que todos preferimos venerar a la Tetera de Bertrand Russell antes que a ese dios malévolo, caprichoso y cruel, creado por los hombres a su imagen y semejanza a fin de asegurarse una buena dosis de terror existencial! —exclamó Gilbert Arcenau con cara de mofa—. Nuestra Tetera Divina flota en algún lugar del espacio; no puede ser vista, medida o entendida, pero sabemos que está ahí: de ella dimana toda la Creación, lo visible y lo invisible, la evolución y el destino final, el castigo y la recompensa. ¡La Tetera está en los libros sagrados, en las tradiciones, en las plegarias! ¡Si alguien no se arrodilla ante nuestra Divina Tetera, lo entregaremos al Santo Oficio!
—¡Realmente Russell debió reír a base de bien mientras escribía semejante genialidad! —concluyó Pierre—. ¡El dios Tetera! Nadie en su sano juicio se tragaría una patraña tan descomunal, ¿verdad? ¡Lo mismo ocurre con esa idea de un dios tonante; desfasada e indigna, utilizada por el poder y la Iglesia para encadenar al hombre al servilismo y el miedo eterno…!
—Me inclino a pensar que así es, pero lo lamento: me sobra toda vuestra prepotencia. Ningún científico o pensador ha podido probar la no existencia de Dios —arguyó Henry, consciente de la inutilidad e irremediable deriva del diálogo.
—Sí, es cierto. Nadie lo ha hecho —aceptó el marchante—. Aunque no olvides que científicos eminentes como Hawking afirman que Dios no es necesario a la hora de explicar el origen del Universo, y que más de un padre de la Iglesia, y pienso en Tertuliano, terminó abjurando de su propia razón en aras de una fe ciega, con esa célebre máxima: credo quia absurdum, creo porque es absurdo… ¡Qué remedio, esto no hay quien lo entienda, y como no tiene el más mínimo sentido, mejor darlo por bueno y olvidarse! En el campo de la lógica pura, Dios solo es un argumentum ad ignorantiam, falacia en la que se incurre al inferir la verdad o falsedad de una proposición escudándose en la falta de pruebas que rodea al asunto. De todos modos, permíteme que te recuerde que no recae, ni recaerá jamás, sobre los hombros de escépticos y ateos refutar ese embuste. Todo lo contrario: es responsabilidad de aquellos que proclaman y sostienen el dogma demostrarlo de forma empírica. Si la Iglesia ha sojuzgado durante siglos a los ateos a sangre y fuego, no puede pretender que nosotros seamos más magnánimos con ella…
—Entiendo que esa discusión bizantina sea tan vital para todos vosotros desde un punto de vista intelectual. Como Sartre y Camus, os acogéis, de algún modo, al razonamiento de Dostoievski: ¡Si Dios no existe, todo está permitido!
—¡Ni más ni menos, Henry! ¡Dios no existe! Y cuando se acepta esa afirmación, todo se desmorona: el bien y el mal, la moralidad, el propósito trascendente, el premio y el pecado. Todo. Solo queda la libertad por delante…
—¿Eres creyente, Henry? —preguntó con voz suave y dulce Sophie—. Yo lo era. Déjame que te explique, de forma breve, mi historia. Nuestra historia. Jacques y yo nos casamos hace casi veinticinco años. A los dos años, tuvimos una hija. Cécile. Era una joven adorable, encantadora, llena de vida. Al llegar a la adolescencia, su inseguridad personal la llevó a desarrollar más de un complejo. Siempre ocurre lo mismo, las chicas difícilmente se aceptan delante del espejo, y menos en estos tiempos banales en los que la sociedad solo consume estereotipos. Empezó, de forma sutil, a apartarse de todo y de todos, relegó los estudios, su círculo de amigas, sus aficiones. Nos costó darnos cuenta de que estaba pasando por una depresión…
—Eso no es del todo cierto, Sophie. Reparamos en su fragilidad emocional. La llevamos a un psicólogo… —corrigió Jacques.
—Sí. Es verdad. Siguió una terapia encaminada a mejorar su autoestima —convino ella—. Al cabo de medio año mostró síntomas de recuperación; parecía encontrarse mejor, más animada. Al entrar en la universidad hizo nuevos amigos. Amistades no muy recomendables. Jóvenes ricos, indolentes. No hay nada peor que el dinero en manos de inmaduros. Bebían y consumían drogas, aunque nosotros nunca supimos nada de todo eso.
—Una noche acabaron convenciéndola de lo bien que se sentiría con un par de buenas rayas de cocaína —continuó explicando Jacques—. No era la primera vez que la tentaban. Ella siempre había rehusado, pero aquel día había bebido, estaba eufórica y aceptó. Lo que se metió por la nariz era puro matarratas. Dos horas después, Cécile sufrió un derrame cerebral. Uno de sus amigos estuvo también al borde de la muerte, pero acabó recuperándose. Nuestra hija, por desgracia, no salió del hospital. Permaneció en coma durante dos semanas y falleció.
—Pasé todo ese tiempo junto a ella… —recapituló Sophie—. Le hablaba y le ponía música, deseando que en algún lugar recóndito de su cerebro se encendiera una luz. No sé si era capaz de oírme, pero a mí me gustaba creerlo. Antes me has visto al borde del llanto, Henry…, ¿lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo.
—«Goodbye Yellow Brick Road», de Elton John, era su disco favorito…
—Lo lamento profundamente… —murmuró Henry compungido.
—La policía detuvo al traficante, pero un error procesal obligó al tribunal a dejarlo en libertad sin cargos —explicó Jacques con voz quebrada, haciendo suyo el relato—. Ese maldito hijo de puta salió libre…, ¡libre! Yo juré dedicar el resto de mi vida y todos mis recursos a hacérselo pagar muy caro. Teníamos amistad con Sócrates desde hacía mucho tiempo, aunque no sabíamos nada de sus actividades; ignorábamos que él había fundado y presidía, junto a Heráclito, este club. Un día nos habló claramente, sin ambages, ofreciéndose a ayudarnos si aceptábamos las reglas de su sociedad. En concreto, una muy especial.
—¿Cuál? —interpeló Henry.
—Una cláusula que dice que solo puede ingresar en este círculo aquel que tome parte activa en la ejecución de una sentencia —aclaró Jacques, no sin antes buscar aprobación en la mirada de Pierre—. Puede parecer duro, terrible, pero nosotros aceptamos sin dudarlo. Tres meses más tarde, ese cabrón estaba en nuestras manos, atado e inerme en el sótano de una de las propiedades que tenemos repartidas por toda Francia. Sophie y yo acabamos con su maldita sonrisa de hijo de puta. Le matamos a lo largo de cinco eternos y maravillosos días, inyectándole en las venas pequeñas dosis de veneno.
—¡Dios mío, qué horror! —exclamó Henry llevándose las manos a la cabeza.
—Si esa historia te ha revuelto el estómago, escucha la mía —propuso Gilbert Arcenau—. Te aseguro que vale la pena oírla.
—Lo dudo…
—Pues no dudes y escucha. Tuve una hermana. Cuatro años menor que yo. Era mi niña del alma. Estábamos muy unidos. Se llamaba Odile. Se casó con un vasco al que conoció durante unas vacaciones en San Sebastián. Durante un tiempo estuvieron viviendo aquí, en Francia, pero por motivos de trabajo acabaron instalándose en Zumárraga, en Guipúzcoa. Tuvieron un hijo, Jokin, un trasto maravilloso que nunca estaba quieto y nos volvía a todos locos —contó con aire ausente mientras un cigarrillo se consumía entre sus dedos—. Hace once años, un 7 de febrero, salieron de su casa, a las ocho y media de la mañana, camino del colegio. Siempre evitaban la ruta más corta, que les obligaba a pasar por delante de una caserna de la Guardia Civil, pero ese día llegaban tarde…
Gilbert se detuvo y tragó saliva. Aplastó la colilla en el cenicero y miró a Henry con indescriptible tristeza.
—Una bomba colocada por ETA explotó justo en el preciso instante en que ellos atravesaban el paso de peatones. Murieron cuatro personas. Y una quinta sufrió lesiones irreversibles; a día de hoy, sigue en una silla de ruedas. De mi sobrino no quedó nada, Henry…, ¡nada! Enterramos solo partes de su cuerpo —prosiguió haciendo un verdadero esfuerzo de contención—. Esa desgracia nos destrozó la vida a todos. Mi padre no volvió a ser el mismo. Murió de un infarto dos meses más tarde. Yo estuve a punto de caer en la locura. Durante mucho tiempo intenté averiguar la identidad de los terroristas. La policía no pudo ponerles ni nombre ni apellidos. En el 2002, gracias a una operación conjunta de la policía francesa y española, desarticularon a un comando de los llamados itinerantes. Por el contenido de un ordenador portátil se supo que un malnacido llamado Txema Aguirrebeña era en esos días el artificiero que preparaba los explosivos de la banda vasca. Localizarle no fue sencillo. Se ocultaba en una casa de campo, en las afueras de Bayona. Cuando finalmente logré dar con su paradero, pasé casi medio año vigilándole con absoluta discreción, instalado en la zona. Un día, de forma sorprendente, me abordó la persona que tienes a tu derecha, Henry. Philippe Hillien llevaba semanas observándome discretamente, intentando averiguar quién era yo y qué hacía allí. Destapó sus cartas cuando lo supo a ciencia cierta. Entonces me contó qué hacía y a qué se dedicaba. Philippe era miembro de nuestro club, y Txema ya era objetivo viejo. Me costó mucho creerle, pero me convencí cuando compartió conmigo toda la información que poseía…
—A partir de ahí fue bastante fácil… —comentó Philippe, sumándose a la narración de los hechos—. Txema pasaba muchas semanas en absoluta soledad. Solo de tarde en tarde daba cobijo a miembros de la banda. Y nunca permanecían en la casa más allá de un par de días. Su única compañía eran dos perros, un par de preciosos pastores alsacianos. Los matamos una madrugada. Envenenarlos es la cosa más triste y desgarradora que he hecho en mi vida…
—A primera hora de la mañana, fingiendo haberme extraviado, detuve mi coche en la explanada frente a la casa y llamé a la puerta —prosiguió Gilbert—, con expresión confusa y un mapa en la mano. Con ese ardid tan simple logramos que Txema saliera al exterior, en pijama, sin armas. Philippe le asestó un golpe tremendo en la nuca. Lo atamos y le metimos en el maletero.
—Es suficiente, no sigas, te lo ruego —propuso Henry al intuir el final violento del asunto.
—No. Debes oírlo todo… —rechazó Gilbert taxativo—. Las historias tienen principio y final. Si quieres vomitar, sal al jardín y vomita. No te confundas, no me gusta contar esto. No siento ningún orgullo especial. Eres el primer extraño a quien se lo explico. Con ese ajusticiamiento, Philippe y yo cumplimos la cláusula de Le Club. Es como un pacto de sangre, una marca de por vida.
—Puedo imaginar lo que hicisteis con ese tarado…
—No. No tienes ni idea…, ¿sabes cuántos litros de ácido sulfúrico se necesitan para hacer desaparecer un cuerpo? ¡Yo te lo diré, apúntalo: entre cien y ciento diez! —puntualizó—. Cuando Txema despertó se encontró suspendido del techo, sobre una pileta de acero inoxidable, en el mismo sótano en que Sophie y Jacques consumaron su venganza. Todos hemos pasado por allí. Es un lugar idílico, te lo aseguro. El entorno es privilegiado, bellísimo. De esa casa sales infinitamente más relajado que del mejor de los balnearios…
—¡Basta! —gritó crispado Henry, sosteniendo su cabeza, tapándose los oídos—. ¡Acaba con esto de una puta vez!
—Até un peso considerable a los tobillos de ese bastardo, accioné la polea y le hice descender hasta que el ácido le cubrió las rodillas. Aulló como nadie ha aullado en este mundo, te lo aseguro. Aunque te parezca imposible, uno no muere rápidamente. Se quema vivo, se deshace, centímetro a centímetro, de forma paulatina; pero al mismo tiempo, como si aplicáramos un hierro candente, se cauterizan venas y arterías y se cortan las hemorragias. Txema murió cuando el ácido alcanzó sus órganos vitales. No quedó nada de él, excepto el cráneo. Decidí conservarlo. Un mes después lo dejé en la entrada de su pueblo, en Andoain, en el País Vasco, bien blanco, con unas bonitas y sabias palabras de despedida escritas en el parietal con un rotulador indeleble…
—Así murió Txema… ¡Y no es el único etarra al que hemos retirado de circulación! —apostilló Pierre con orgullo, rompiendo el estado afásico que siguió al relato de Arcenau—. Lo diré una vez más. No hay Dios, ni intervención divina alguna; no hay bien ni hay mal. Solo amos y esclavos, lobos y corderos, criminales y víctimas, dolor y arbitrariedad. Nosotros nos hemos rebelado ante ese estado de cosas. Somos libres, y no tenemos reparo a la hora de usar nuestra libertad. La ley es inútil, una falacia, un subterfugio. La justicia es otra cosa…, ¡la justicia es nuestra!
—Por primera vez en mi vida, escuchar las palabras libertad y justicia me produce verdadero pánico. Un pánico atroz, Pierre. Ya basta, no quiero oír nada más…, ¡necesito salir de aquí! —resolvió Henry.
Se puso en pie y cruzó la estancia en dirección a la puerta del jardín.
El marchante le observó a través del ventanal. Tras caminar unos metros desorientado, desapareció por las escaleras que conducían a la playa.
—¡La has jodido bien jodida, Pierre! —reprochó al punto Víctor Morel, gruñendo entre dientes.
—No. Todo está bien. Voy a hablar con él.
—Dudo que quiera seguir hablando contigo.
—Lo hará. No tiene otro remedio.
Cassel dedicó una mirada tranquilizadora a sus amigos, tomó de la mesa la botella de whisky y salió tras los pasos de Henry.
La noche era fresca. La luna flotaba como un globo suspendido en lo alto de la bóveda celeste, iluminando el paraje y enhebrando en la superficie del mar una miríada de destellos plateados. Apenas soplaba viento. El agua lamía la orilla con absoluta mansedumbre.
Distinguió al publicista. Permanecía plantado solitario, con las manos en los bolsillos, encarando la impecable línea del horizonte.
Pierre se descalzó, encendió un cigarrillo y avanzó hasta ir a situarse tras él.
—Voy a preguntarte algo, Pierre. Y me vas a contestar con la verdad —alertó Henry al intuir su presencia.
—Lo haré.
—¿Estás detrás de los asesinatos de Miriam y Léopold?
La respuesta de Cassel se hizo esperar. El marchante dejó caer los zapatos y aseguró la botella, hundiéndola en la arena; después, aspiró una espesa bocanada de humo y contempló, con expresión beatífica, las estrellas.
—Sí.
—¿Por qué lo has hecho?
El silencio, ante esa segunda cuestión, aún resultó más lacerante.
—Porque aquella tarde, cuando tú y yo nos encontramos en el club La Flamme, logré leer en tu mente, entender entre líneas y silencios, y vi que el dragón enjaulado de la venganza anidaba en tu corazón… —contestó finalmente Pierre con voz serena—. Yo lo liberé por ti, yo di la orden, pero no te equivoques, Henry, tú ya habías matado, una y mil veces, a Miriam y a Léopold. Al igual que todo lo que existe en este misterioso Universo, la venganza es mental. Vive en nuestros pensamientos, en nuestros deseos, en nuestros sueños. Tal como yo lo entiendo, el balazo, el veneno o la daga no son sino un mero trámite. El deleite en el daño que infligiremos es la auténtica y real venganza. El desenlace, lo que sigue después, es solo una operación conclusiva…
—¡Maldito cabrón! ¡Todos decimos cosas que no deberíamos decir cuando se nos calienta la boca! —gritó Henry desaforado, crispando los puños.
—En esas ocasiones, el que habla es nuestro verdadero yo, nuestra auténtica naturaleza, salvaje e indómita; después, en segundo término, bajo los efectos del sedante social, lo hace el ser débil y domesticado que se somete a una descripción moral tan vacua como errónea… —prosiguió razonando Cassel—. Dime, Henry: ¿por qué nos gustan tanto esas películas en las que un pobre desgraciado, pisoteado por un déspota, humillado hasta extremos intolerables, reducido a la condición de gusano, logra desquitarse y culminar su venganza? ¿No te parece curioso y digno de estudio? —interpeló—. ¡Gracias a esas historias, que son, en el mejor de los casos, solo un pálido reflejo de la realidad, sobrevivimos! Y tras esa inyección de violencia ficticia y controlada, tras esa subida de adrenalina, volvemos a lo nuestro, y seguimos soportando con estoicismo a los hijos de puta que convierten nuestra vida, y la de los demás, en un calvario…
—Ni Miriam ni Léopold pertenecen a esa categoría —negó Henry con la furia en los ojos—. Eran un par de bastardos; dos seres carentes de todo lo que es bueno; inmisericordes, sin ética ni humanidad. Un par de pequeños monstruos. Eso es cierto, pero como ellos hay cientos de miles en el mundo, millones, dime: ¿qué harás, los matarás a todos?
Cassel no contestó. Apuró el cigarrillo y lo arrojó lejos.
—Mi madre, Pierre, era una mujer sabia, piadosa, de las de antes —prosiguió Henry ante la falta de respuesta—. En más de una ocasión le oí decir algo que ahora cobra sentido. Decía que hay estancias en el alma que no se deben visitar, habitaciones en las que es mejor no entrar nunca, cerrojos que no se deben descorrer. Tú lo has hecho. Has liberado algo que me asusta y que no soy capaz de controlar. Y ahora me pregunto qué debo hacer con todo el odio que me has regalado…
—Canalizarlo, emplearlo de forma inteligente, asumiendo un papel activo en el mundo. Ya no hay tiempo para las medias tintas…
Esas últimas frases resonaron como una maldición en el cerebro acribillado de Henry. Representaban más de lo que podía soportar a esas alturas. Giró sobre sus talones y cargó contra Pierre con la determinación de un toro, profiriendo un alarido inhumano. Cegado por la ira, descargó un demoledor puñetazo en su rostro que los desequilibró haciéndoles caer. Al punto, ambos quedaron trabados en un obstinado forcejeo. Sin dar tiempo a que el marchante pudiera reaccionar, Henry montó a horcajadas sobre su pecho y continuó golpeándole con inusitada saña.
—¿Te has vuelto loco? ¡Qué coño haces! —increpó Pierre en medio de la monumental tunda.
—¡No hago nada, Pierre, nada! —gritó Henry enajenado, sin cejar en su castigo—. ¡Solo estoy liberando a mi verdadero ser, ese maldito demonio superior que tanto admiras!
Tras haber dado rienda suelta a toda su rabia, exhausto y con las manos quebradas, el publicista se puso en pie. Se tambaleó durante un instante y echó a andar, sin resuello, en dirección a la casa, pero a los pocos metros se detuvo y volvió sobre sus pasos, asomándose sobre el cuerpo inerme de Cassel, al borde de la inconsciencia.
Aferró uno de los botones de su camisa y lo arrancó de un tirón.
—Esto es mío, cabrón… —murmuró—. Púdrete en el infierno.
Y antes de retirarse definitivamente, le asestó una tremenda patada en el costado a guisa de puntilla.
—¡Lo olvidaba, esto es de parte de Nietzsche! —ironizó, ebrio de violencia.
Pierre Cassel permaneció tendido en el lugar durante largos minutos, con un gemido de dolor en la garganta y un esputo sanguinolento en los labios. Cuando por fin recuperó la respiración y se sintió con fuerzas para levantarse, renqueó penosamente hasta la casa.
—¿Dónde está Henry? —balbuceó agotado al entrar en el salón. Se desplomó maltrecho en una de las butacas.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado, Pierre? ¡Estás sangrando por la nariz y la boca! —constató Sophie asustada, adelantándose con intención de atenderlo—. Iré a buscar una toalla y agua oxigenada…
—No es nada. Déjalo estar. Estoy bien…
—Iré de todos modos —decidió.
—¿Qué coño ha pasado, Pierre, dónde está tu amigo? —interpeló Gilbert destemplado—. Te dije que esto no iba a funcionar.
—¿No está aquí? —preguntó con desconcierto el galerista—. Tal vez ha entrado por la planta de las habitaciones…
Sin dudarlo, Gilbert abrió un maletín y esgrimió una automática.
—¿Qué demonios haces? ¡Deja esa pistola!
—Demasiado tarde, Pierre. O solventamos esto ahora o estamos perdidos…
Arcenau salió de la estancia y se precipitó escaleras abajo. Irrumpió en la habitación ocupada por Henry Gaumont como un vendaval, con el dedo crispado en el gatillo, decidido a enviarle al otro mundo.
Estaba vacía. Revisó el armario. Ni rastro de equipaje o enseres personales.
Optó por recorrer las terrazas y zonas exteriores adyacentes a la planta sin resultado alguno. Con un mal presagio en el ánimo regresó sin demora al salón, donde estaban los demás. Sophie contenía la hemorragia nasal de Pierre.
—¡Nada, se ha esfumado! —anunció sulfurado.
—Eso no es posible… —musitó Víctor Morel con consternación—. Hay unos cuantos kilómetros hasta la carretera. Le cogeremos.
En ese preciso instante, el rugido poderoso de un motor al ponerse en marcha les llevó a entender qué se proponía Henry.
—¡La madre que lo parió, esa es mi moto! —bramó Gilbert Arcenau—. ¡Ese cabrón se lleva mi moto!
Todos, incluso Pierre Cassel, corrieron en dirección a la puerta principal. Al salir solo alcanzaron a distinguir los pilotos traseros de la BMW lanzada a la carrera, atravesando la verja de la propiedad.
—¡Será hijo de puta! —gritó descompuesto Gilbert. Apuntó a Henry, seguro de poder hacer blanco en su espalda; contuvo la respiración, afianzó su muñeca derecha y ya apretaba el gatillo cuando Cassel le dio un fuerte manotazo que desvió el proyectil.
—¡Pero qué coño has hecho! —recriminó desconcertado.
—Evitar que hagas una tontería…
A pesar de las magulladuras y el malestar, en los labios de Cassel se dibujó una amplia y abierta sonrisa. La admiración brillaba en sus pupilas.
—¿Se puede saber a qué viene esa cara, Pierre? —espetó Gilbert convertido en una caldera a punto de estallar—. Yo no le veo la gracia por ningún lado.
—Cálmate, Gilbert. En unas horas recuperaremos tu moto. Henry la dejará en un lugar bien visible, en el aeropuerto de Toulon-Hyères… —aseguró él sosteniendo el tapón de algodón que obturaba su nariz—. Cogerá el primer avión de regreso a París.
—¿Qué piensas hacer? —interpeló cariacontecido Jacques Braud, el marido de Sophie—. Estamos en un serio apuro.
—No haremos nada. No hay motivo por el que preocuparse —aseguró Pierre—. Aunque os cueste creerlo, todo se está desarrollando, paso a paso, punto por punto, conforme a mi plan.