Los amigos de Cassel
La voz atiplada de la azafata del vuelo AF1148 de Air France, anunciando que el avión comenzaba su descenso y aproximación al aeropuerto de Barcelona, logró que Pierre Cassel entreabriera los ojos y bostezara repetidamente. Después, con la borrachera del sueño en la mirada, se volvió hacia Henry, que sorbía con cara de asco un brebaje, con olor a café, mientras repasaba las portadas de los periódicos que había comprado en el quiosco del Charles de Gaulle antes de embarcar.
—Me das envidia. Has dormido un buen rato. Es curioso, yo jamás logro dormir en los aviones —comentó él doblando el ejemplar de Libération—. En una ocasión, en un interminable vuelo a Los Ángeles, decidí tomarme un par de somníferos. Y ni con esas. Me hicieron efecto muchas horas después. Al llegar parecía un zombi. Caí redondo. Dejé plantado a un cliente y casi pierdo el contrato.
—Yo duermo al precio que sea. Odio los aviones —confesó el marchante en tono cansino—. Son un insulto a la lógica. A la fuerza se tienen que caer. Y si hay que morir, mejor adormilado o ebrio. Por eso siempre vuelo en business. Es cómodo y tienen buen whisky…
—¿Serías capaz de agarrar una botella de whisky y vaciarla si esto empezara a caer en barrena? —interpeló Henry con sorna—. No te creo, eres un fanfarrón.
—Si es un whisky excelente, por supuesto que sí…
—No te daría tiempo de bebértela.
—¿Qué? ¡No apuestes conmigo! Me encantan las matemáticas, y era muy bueno en física —alardeó echando de inmediato mano a su blackberry—. A ver, supongamos que volamos a unos siete mil metros de altura, ¿no? ¡Digamos siete mil! Si no recuerdo mal, la constante de aceleración de gravedad es de 9,8 metros por segundo al cuadrado, ¡y si esto es un Boeing 747-400, su peso supera los ciento ochenta mil kilos en vacío!
—No tengo la más mínima idea…
Cassel adoptó una actitud reconcentrada ante la mirada atónita de Henry. Enarcó las cejas, y, tras revisar los datos, le mostró el resultado con el triunfo en el rostro.
—¡En el tiempo de caída puedo beber una y un tercio, has perdido!
—Está bien: touché, pero a lo mejor te atragantas y no es ni una.
Los dos rieron abiertamente ante lo cómico de la situación.
Henry sonrió relajado. Aceptar la invitación de Pierre le parecía ahora una buena idea. Dos días después de haber sido puesto en libertad, y a la vista de su ánimo taciturno, el galerista le había propuesto acompañarle en una breve visita a Barcelona a fin de seleccionar un lote de antigüedades y obras de arte. Y tras los negocios, a un par de días de asueto coincidiendo con las vacaciones de Pascua. Pierre era dueño de una villa en la Costa Azul, en las inmediaciones de Brégançon, a poca distancia de Toulon. Comentó que se reunía allí, una o dos veces al año, con unos cuantos viejos amigos. Lectura, sol, gastronomía y pesca.
Henry, que había barajado la posibilidad de regresar unos días a Vannes, accedió. Era consciente de que la soledad, en sus circunstancias, no era el mejor de los estados. A buen seguro terminaría vagando por la casa familiar como un alma en pena.
—¿Qué publica la prensa? —preguntó Pierre sacándole de su reflexión.
—¿Eh? ¡Bueno, ya sabes, el tema sigue siendo el mismo, menudo escándalo! —repuso tendiéndole el ejemplar de Libération—. La defensa de Jean-Marc Poncelet ha hecho pública una carta en la que el financiero acusa de connivencia a Alvar Bergeron, presidente del Banco de Francia. Al parecer, Bergeron estaba al tanto de los tejemanejes de la Société Genérale d’Investissement et Finances. Y no solo eso. Poncelet le acusa de haberse lucrado en esa estafa piramidal, cosa que él se ha apresurado a desmentir y ha calificado de campaña de difamación…
—¡Joder, menudo incendio, eso casi supone involucrar al Estado! ¡Como si lo viera: Sarkozy subiéndose por las paredes y Christine Lagarde, la ministra de Economía, tirándose de los pelos! —murmuró Cassel repasando los titulares y las frases destacadas—. ¡Y justo en el peor de los momentos, con la opinión pública enfurecida por la crisis, los excesos de la política económica neoliberal, el paro y la recesión!
—Recuerdo que Adèle comentó que a Poncelet le habían asesinado para cerrarle la boca…
—¿Ah, sí? ¡Pues opino lo mismo, es de cajón, se lo han cargado! —asintió Cassel—. Hablando de Adèle: ¿la llamaste?
—No. Aún no. Lo haré, pero prefiero que pase un tiempo prudencial.
El avión tomó tierra a las nueve y veinte minutos de la mañana. Tras recoger el equipaje se presentaron ante el mostrador de una agencia de alquiler de coches y retiraron las llaves de un BMW que Muriel Martin había reservado el día anterior desde París. Una hora más tarde, y ya en el corazón de la ciudad, deambulaban por las callejas que rodean el barrio Gótico de la Ciudad Condal. El sol lucía espléndido, augurando un cálido día de primavera.
—Vas a conocer a Domingo Rossi Golferichs, un excelente anticuario, hijo de italiano y catalana. Lleva muchos años en el negocio. Es un personaje un tanto peculiar, pero dotado de un olfato finísimo para el arte —explicó Pierre buscando poner en antecedentes a Henry—. No sé qué ocurrirá hoy, pero si le escuchas decir que tiene algo, hum… especial, no te extrañes y sígueme la corriente. Siempre suele tener algo especial guardado en la recámara. Ese hombre es una caja de sorpresas.
Cuando llegaron a la tienda, Henry pensó que no era muy distinta de los comercios especializados que poblaban algunos barrios de París. El escaparate mostraba una atractiva selección de muebles, tapices, cuadros, figuras decorativas y grabados de época. El interior olía a una extraña mezcla de moho y barniz.
Domingo no tardó en aparecer así sonó la campanilla que tenía instalada en la puerta. Surgió de detrás de una desgastada cortina de terciopelo, al final de la estancia. Era un hombre delgado, de cabellos canos, de unos setenta años. Afiló la mirada por encima de la montura de sus gafas, que pendían en la punta de la nariz, y avanzó decidido al encuentro de Pierre con expresión satisfecha.
—No te esperaba hasta esta tarde, te has adelantado… —dijo dispensándole un formal abrazo.
—Hemos cogido un vuelo a primera hora; quiero aprovechar el día, desde aquí nos vamos a la Costa Azul… —explicó Cassel—. Deja que te presente a Henry Gaumont, mi mano derecha. A partir de ahora deberás pelearte con él.
—¿Qué quiere decir eso, estás pensando en dejar el negocio?
—No, en absoluto. Digamos que él se encargará de seleccionar y dar el visto bueno a los lotes. Y también de rebajar tus pretensiones… —puntualizó irónico.
Domingo estrechó la mano de Henry y les invitó a seguirle hasta una habitación cerrada al público. Allí se acumulaba un buen número de muebles de época, entre los que a simple vista destacaba una escribanía, de estilo Luis XVI; una mesa de roble inglesa isabelina; una exquisita vajilla de Sèvres; un sofá corbeille del siglo XVIII; un óleo de Marieschi, y un tapiz de Coypel de inspiración quijotesca. En el centro de aquel noble caos, y rodeada por jarrones, vasos y lámparas, reinaba una imponente cama, un clásico lit bateau de estilo Imperio.
—Esta vez te has superado, Domingo. El lote es excelente —manifestó Cassel sin poder disimular su entusiasmo—. En otros tiempos, para conseguir que me vendieras piezas menos valiosas, me tenía que arrodillar…
—Tú lo has dicho, Pierre. Eran otros tiempos, y me temo que no volverán. Este país está arruinado, en quiebra técnica. Hace meses que apenas entra nadie por esa puerta… —lamentó.
—¿Cuándo crees que puedo tener todo esto en París?
—¡Pse, todos los informes y papeles están en orden, si todo va bien, en menos de diez días!
—Perfecto. Y no discutiremos el precio que me diste. Me parece razonable.
—A propósito, antes de que lo olvide: quiero enseñarte algo muy especial…
Al oír eso, Pierre se giró y buscó con la mirada a Henry. Él también había recibido el mensaje de forma clara. Los dos intercambiaron un silente guiño de complicidad.
—¿De qué se trata?
Domingo resopló y zarandeó el rostro con fastidio, como si ese objeto especial constituyera más un quebradero de cabeza que un afortunado hallazgo.
—Se trata de un verdadero tesoro, de los que se ven solo una vez en la vida, aunque creo que deberá dormir durante muchos años antes de poder venderlo… —alertó apesadumbrado—. Seguidme. Lo guardo bajo llave.
El anticuario les condujo a la parte posterior de la tienda. Tras atravesar una destartalada oficina, abrió una gruesa puerta de seguridad y encendió la luz. El lugar era un pequeño bunker, atestado de cajas, arquillas y cuadros cubiertos por guardapolvos. En un rincón, sobre un caballete, descansaba un lienzo de pequeño formato, abrazado por un bello y elegante marco de filigrana dorada. Mostraba un macizo de flores, de suaves colores, bañado por la luz del atardecer.
Pierre y Henry abrieron los ojos con desmesura. Los dos reconocieron el inconfundible estilo del maestro impresionista.
—¿Es, es un…? —tartamudeó el marchante.
—Sí, mierda, sí. Un Monet. Pertenece a la serie que pintó en el jardín de su casa de Giverny.
—¡Pero, cómo es posible, no lo había visto jamás! —exclamó estupefacto.
—Es normal que no lo hayas visto, Pierre. Nunca llegó a ser fotografiado ni incluido en ninguna relación de sus obras, por eso no aparece en ningún catálogo. Yo he encontrado una única referencia en las notas de Paul Durand-Ruel, el mercader que fue protector y mecenas de Monet —explicó de brazos cruzados—. Te contaré la historia del cuadro y lo entenderás todo…
—¡Un Monet, un Monet, inaudito! —susurraba una y otra vez Cassel sin poder superar su asombro.
—Claude Monet pintó este óleo en 1894. Fue una época fructífera, trabajaba a buen ritmo, y aunque su situación económica no era boyante, vivía con relativo desahogo gracias a la ayuda y gestión de Durand-Ruel. El marchante vendió este lienzo por poco dinero a Horace Bouvier, un industrial de Lyon, y perteneció a la familia hasta junio de 1943. Durante la ocupación alemana, Marius, el hijo de Horace, se unió a la Resistencia. Por desgracia fue capturado y fusilado, y todos sus bienes fueron confiscados. El cuadro pasó a manos de un oficial de las SS, un tal Herbert Dutsmann…
—Empiezo a comprender… —comentó Henry lacónico.
—Un par de meses antes de que Lyon fuera liberada, Herbert trasladó el cuadro a Alemania. Era consciente de que las cosas no iban bien. Y tras la caída de Berlín, logró escapar junto a su familia por la llamada Ruta de las Ratas. El Vaticano le proporcionó uno de los muchos pasaportes que Perón había puesto a disposición del Reich. Poco después, con una identidad nueva y el beneplácito del régimen de Franco, se estableció en España. Su nieta es la actual propietaria. Vive en las afueras de Barcelona. En los últimos años me ha vendido muchas cosas, sobre todo mobiliario. Está arruinada. Hace unos meses entró por la puerta, créetelo, con el cuadro y su abracadabrante historia bajo el brazo.
—¡Joder!
—Sí, eso mismo digo yo, más que un regalo parece una maldición. He hecho algunas averiguaciones. Creo que no existen descendientes directos de Bouvier; con Horace la genealogía se extinguió. A pesar de todo, estamos hablando de patrimonio expoliado —razonó Domingo—. Y la única salida que le veo a este asunto pasa por hallar a un coleccionista caprichoso y con pocos escrúpulos…
Pierre conocía a una docena de coleccionistas que estarían dispuestos a pagar cualquier cantidad por un cuadro así, pero no a disfrutarlo a oscuras.
—El mundo está lleno de gente sin escrúpulos, pero encontrar a uno que además esté libre de vanidad se me antoja imposible —repuso desestimando la propuesta—. Te deseo suerte, la vas a necesitar.
—De todos modos, no te costaría demasiado sondear a alguno de tus clientes. Alguien de tu absoluta confianza… —insistió Domingo.
—Lo haré, pero no te prometo nada. Esto es nitroglicerina.
Tras la visita y un reparador almuerzo, Pierre y Henry salieron de la ciudad en dirección a la frontera. El marchante se había propuesto efectuar el trayecto, casi seiscientos kilómetros, en tiempo récord.
—A las seis de la tarde en Brégançon, a tiempo para recibir a un par de amigos y preparar una buena cena —calculó tras repasar el itinerario en su móvil.
—¿No conoces la ruta? —interpeló extrañado Henry.
—Nunca he ido en coche desde aquí. Normalmente subo al avión en París y bajo en Toulon-Hyères —bromeó.
Cassel mejoró sensiblemente la marca que se había fijado. La autopista estaba despejada y pisó a fondo. Tres horas más tarde sobrepasaban Montpellier y se dirigían por la A9 hacia el norte, en dirección a Nimes, a fin de enlazar con la A54. En ese punto, Henry, que había dormitado plácidamente, relevó a Pierre al volante. El único incidente del viaje ocurrió a media tarde, a pocos kilómetros de Toulon.
—¡Por Dios, para, por favor! —rogó Pierre súbitamente al ver que un cartel anunciaba un área de descanso—. Necesito bajar del coche…
—¿Estás mareado?
—No es eso… —rezongó con el rostro contraído, llevándose la mano a la boca del estómago.
Henry obedeció de inmediato. En más de una ocasión había visto a Pierre llevarse las manos al estómago y quejarse de malestar. Cuando se detuvo, él salió del vehículo y zigzagueó entre el arbolado doblado por el dolor. Sin pensárselo dos veces, Henry fue tras sus pasos dispuesto a ayudarle.
—¿Qué te pasa?, ¡estás blanco! —constató—. ¿Quieres vomitar?
—No, mierda. Odio vomitar. Me da asco. No es nada, enseguida estaré bien… —aseguró con ojos de beodo apoyado contra un tronco—. Debo de tener una úlcera, algún problema gástrico, una hernia, ¡qué sé yo! Últimamente todo me sienta mal…
—Deberías ir a un médico. Si quieres, podemos parar en Toulon…
—Ni hablar. Aborrezco a los médicos. No quiero saber nada de ellos. No te preocupes, ya me encuentro algo mejor; de todos modos, tranquilo, si esto persiste iré al matasanos de regreso en París.
Las manecillas del reloj sobrepasaban las seis y media de la tarde cuando llegaron a Brégançon, un lugar apartado, próximo a la costa. Desde ese punto, una vez superados los campos de labranza y viñedos, dejaron el asfalto y avanzaron por un camino de tierra en dirección al mar, al amparo de pinos y encinas. En un recodo, el Mediterráneo se desplegó ante ellos con todo su esplendor, como el azogue de un espejo, como una rutilante plancha de metal bruñido barrida por el sol en su retirada.
A simple vista, la villa de Pierre Cassel era mucho más fastuosa de lo que Henry había imaginado. Estaba rodeada por un muro alto, salpicado por cipreses y abetos; devorado, en muchos tramos, por espesas enredaderas. Una cancela metálica, que el marchante accionó por control remoto, inauguraba una breve rampa de grava que serpenteaba a través del jardín interior hasta el corazón de la propiedad.
La vivienda parecía la impecable maqueta de un concurso de arquitectura; de líneas sumamente modernas, combinaba con exquisito gusto piedra negra, cristal tintado y acero; adaptando su trazado y sus diversos niveles a la orografía del terreno, coronaba un promontorio agreste, casi una península, que dividía dos extensas y desiertas playas de arena blanca y aguas cristalinas.
«El colmo de la aspiración social, el jardín del Edén del marketing y la publicidad», se dijo Henry con cara de asco, recordando de inmediato el escenario de alguna de sus campañas pasadas.
—Si la crisis va a peor, y esto acaba en una nueva revolución, te cortarán el cuello, Pierre… —manifestó con absoluta sorna, mientras Cassel hacía saltar el manojo de llaves en el aire camino de la puerta principal—. Volverán a levantar cadalsos y guillotinas en las plazas, y no tendrán piedad de ricachones como tú.
—¿Ricachón? ¡Bah, si solo soy un petit-bourgeois! —negó él divertido.
—¡Serás cabrón!, ¿petit-bourgeois, dices?, ¡ni un marqués vive así!
—Bueno, está bien, lo admito: desde el siglo XVIII hemos ido mejorando, ¡para qué negarlo! —atizó deshaciéndose en una sonora carcajada.
Ya en el interior, Pierre toqueteó en un cuadro de mandos, de apariencia endiablada, y conectó la iluminación exterior y la calefacción; después, alzó las cortinas de la estancia principal, dejando que la luz del atardecer y el mar se colaran a raudales. A la derecha del salón, a modo de prolongación, se abría un confortable espacio de lectura y trabajo que podía aislarse del conjunto. Comprobando que todo estaba en su sitio, el marchante le invitó a acompañarle en dirección opuesta, hasta una aséptica y funcional zona de servicio. Tras revisar la despensa y los armarios, abrió el frigorífico y sonrió complacido: había suficientes provisiones como para soportar un prolongado asedio.
—¡No sé qué haría yo sin Églantine! —dijo lanzando por encima de su hombro una lata de cerveza alemana que Henry atrapó de puro milagro—. Ella y su hija se encargan de todo, mantenimiento, jardineros, compras. Tienen una bodega en Bormes-les-Mimosas. Les haremos una visita antes de marcharnos y las conocerás. Son encantadoras, aunque una maldición: charlan por los codos. Ven, sígueme, te enseñaré tu habitación.
En la planta intermedia del edificio se concentraban todos los dormitorios, hasta un total de siete, y una acogedora estancia, con chimenea en el centro y un bar bien provisto. Un fragmento deslizante de la pared de cristal facilitaba la salida al jardín. Desde ahí, una vez rebasada la piscina, unas escaleras descendían en dirección a la playa. Inspeccionaron, por último, el nivel inferior de la casa. Estaba ocupado por varias dependencias de servicio y una zona destinada a la hibernación de embarcaciones. Una lancha rápida, cubierta por una lona; varias tablas de windsurf, colgadas del muro, y un elegante velero clásico, de madera, de pequeña eslora, alzado sobre puntales, delataban la afición de Pierre por la náutica.
—Llevo casi dos años restaurándolo. Es una preciosidad. Lo compré a un tipo que no se preocupó jamás de sacarlo del agua… —contó con fastidio—. Tal vez este verano vuelva a navegar.
Los invitados llegaron de forma gradual a lo largo de las dos siguientes horas. El primero en presentarse fue Gilbert Arcenau, que irrumpió en el lugar a lomos de una moto de gran cilindrada. Henry, a petición de Pierre, que trajinaba en la cocina ultimando preparativos, salió a recibirle al jardín.
—Tú debes ser Henry, ¿no? —interpeló Gilbert tendiéndole la mano. Se quitó el casco, ordenó sus cabellos y calzó el caballete con la punta de la bota. Rondaba los sesenta, era un tipo de rostro esculpido a cincel, muy delgado pero de complexión atlética—. Pierre me ha hablado mucho de ti.
—Eso es jugar con ventaja. Como mínimo, espero que lo que te haya dicho sea elogioso… —repuso entre incómodo y divertido.
—Seguro. Muy favorable. Pierre es una especie de brujo, no tiene remedio. Yo soy catedrático de filosofía e historia, muy racional y bastante escéptico; pero él todavía cree en los auspicios —dijo con expresión socarrona—: Me contó que todo en vuestro primer encuentro podía entenderse como un formidable augurio.
—Lo siento, pero no sé de qué hablas…
—Ya sabes, me refiero a esa visión animista, chamánica, que se basa en efectuar lecturas e interpretar todo cuanto nos rodea. Llámalo, a falta de mejor definición, fenómeno de asertividad universal —dijo mientras sacaba del tabardo un paquete de cigarrillos. Encendió uno e invitó a Henry a acompañarle—. Es sencillo: ahora mismo estoy en este jardín, sumido en una duda existencial que me lleva a formular una pregunta muy precisa, en absoluto ambigua, acerca de lo que debo o no debo hacer, de la conveniencia de esto o de lo otro, ¡yo qué sé, cualquier cosa! Al punto, se desprende una piña de ese árbol, y cae a mis pies; o bien se pone a llover sin previo aviso; o una lagartija se cruza en mi camino, diciéndome que estoy en lo cierto. ¡Según Pierre, el Universo acaba de contestar! —exclamó de forma teatral—. Suena muy supersticioso, ¿verdad?
—Bastante, ¿pero qué tienen que ver todas esas supercherías conmigo? —inquirió Henry escamado.
—Es una broma, no hagas mucho caso. Simplemente, Pierre me explicó que te había conocido en circunstancias muy especiales, de un modo muy curioso. Y que habíais mantenido una conversación realmente interesante —aclaró—. Para él ese tipo de encuentros son avisos, circunstancias determinantes, significativas, que no deben ser ignoradas. ¡Ya ves, un tipo tan ilustrado y aún cree a pies juntillas en esas cosas; los libros de Castañeda marcan de por vida! ¡Bueno, ya es suficiente, vengo desde Nimes y estoy seco, espero que ese mercachifle haya hecho acopio de buen alcohol! ¿Entramos? —sugirió, propinándole una afable pero contundente palmada en la espalda, que Henry, a la luz de lo dicho, interpretó como una clara y cordial señal de bienvenida.
Sophie Robillard, la directora de una empresa farmacéutica, y su esposo, Jacques Braud, un empresario de Niza, llegaron con la última luz del día. Desde el primer momento, Henry creyó ver en ella a una réplica de Miriam. Era muy atractiva, algo frívola y convencional, aunque sumamente cordial, de las que rompen el hielo en cuestión de segundos. Nadaba con absoluta comodidad en el acuario de lo social, brindando con todos y regalando bromas y confesiones al oído. Su energía y extroversión chocaban con el carácter reservado de su marido. Jacques saludó cortésmente y aprovechó el revuelo para trasladar sus bolsas de viaje a la habitación; a los pocos minutos, de regreso en el salón, dejó que Pierre llenara su copa y aparentó interesarse por la conversación del momento, aunque con cara de convidado de piedra; después, con absoluta discreción, optó por apartarse y entretener la espera repasando la prensa, cómodamente instalado en un sofá, con displicente aire británico.
Sobrepasadas las nueve, cuando ya Pierre comenzaba a mostrar evidentes signos de impaciencia, un taxi procedente del aeropuerto de Toulon descargó a Philippe Hillien y a Víctor Morel. Se excusaron por el retraso. Habían llegado en vuelos distintos, procedentes de París y Lyon, y el primero había optado por esperar al segundo. Los dos superaban los cuarenta, y por su forma de vestir, sumamente formal y elegante, y un par de revistas de economía que dejaron sobre una mesa, Henry dedujo que eran hombres de negocios, inversores o directivos de alguna multinacional; junto a las pequeñas maletas de cabina, ambos portaban valijas de piel, protegidas con combinación numérica. Probablemente habían trabajado hasta última hora.
La cena transcurrió plácida, bajo el benéfico influjo de una oronda luna de cuño nuevo transitando por el gran ventanal del salón, con todos los comensales entregados a una animada conversación en la que fueron diseccionados infinidad de asuntos de actualidad, serios y triviales, fluyendo sin orden y de manera espontánea así la sinapsis colectiva o la ocurrencia particular los sacaba a colación. Jacques Braud, al que el vino terminó por soltar la lengua, despotricó a sus anchas, aunque sin perder la compostura, cuando se comentó una de las noticias relevantes de la semana, referida a una reunión de urgencia entre Sarkozy y Merkel con vistas a establecer acuerdos y objetivos comunes previos a la cumbre del G8. Francia no podía en modo alguno, sostenía él contra viento y marea, decir que sí a todo lo que Alemania exigía a cada paso. Sophie, con sorna, prefirió centrarse en la fotografía publicada por Le Monde, en la que Carla Bruni, aun calzando zapato plano, sacaba una cabeza larga al presidente de la República camino del encuentro bilateral. «Heureusement qu’il y a encore un certain charme», concluyó, alabando el vestido y el buen gusto de Carla. Philippe y Víctor, por su parte, se mostraron sumamente escépticos ante la situación económica, que auguraban iría a peor, pues así lo determinaba el comportamiento errático de las bolsas. Gilbert, parapetado tras una botella de burdeos que había colocado de forma astuta al alcance de la mano, se mofó sistemáticamente de todo lo que parecía preocupar al resto, aduciendo que ningún asunto podía equipararse en importancia a la mala racha que atravesaba el París Saint-Germain, derrotado en los dos últimos encuentros. Eso, y no otra cosa, justificaba —exclamó aporreando la mesa en medio de una gruesa carcajada general— una huelga general y la proclamación del estado de excepción en todo el país.
—¿Siempre son así de… vehementes? —interpeló en susurros Henry al oído de Pierre.
—¡Mucho peor! ¡De todos modos, no te preocupes, la noche se presenta tranquila, solo la mitad de los que solemos reunimos ha podido venir esta vez! ¡Los más polemistas son capaces de incendiar Troya a las primeras de cambio! —contestó con la boca llena, mientras daba buena cuenta de un vol-au-vent de queso y gambas. Sin pensarlo dos veces, le tendió la bandeja a Henry—. ¿Los has probado? ¡No es por colgarme medallas, pero siempre me quedan magníficos!
—Hombre de modales exquisitos, petit-bourgeois forrado hasta las cejas, buen cocinero… ¡y con palacio en primera línea de mar! —enumeró—. Me extraña que ninguna mujer te haya echado el lazo.
—¡Más de una lo ha intentado! —afirmó entre risas, tapándose la boca—, y una casi lo consiguió, pero… ¿sabes?, ¡la vida es muy corta como para entretenerse en esas naderías, tengo muchas cosas que hacer, y, además, sería un mal marido! ¡Mi problema es que me gustan todas!
—¿Y qué me dices del amor?
—¿El amor? ¡Vaya, ya salió! ¡Un engañabobos, Henry, un estado bioquímico, un exceso de endorfinas desordenadas, mera pulsión sexual mal interpretada! —aseguró, acompañando la aseveración con un significativo gesto de rechazo.
Tras la cena, la tertulia prosiguió, de manera más informal si cabe, en el salón contiguo. Mientras Pierre se ofrecía a preparar cócteles y copas para todos, Sophie, que parecía conocer perfectamente la discoteca del anfitrión, eligió como primera canción de la noche la magistral «Goodbye Yellow Brick Road», de Elton John. Henry detectó que la melodía producía en ella un extraño efecto. Sus ojos se humedecieron hasta quedar recubiertos por una pátina de emoción. Al saberse observada, enjugó discretamente con el dorso de la mano lo que parecía un llanto inminente y continuó con sus bromas y desenfado habitual.
Pasada la medianoche, la cabeza de Henry comenzó a dar vueltas y sus párpados a pesar como el plomo. Miró con la expresión desconcertada de un beodo el fondo de su vaso. Jamás un excelente whisky había conseguido tumbarle tan rápido. Achacó su bajo tono físico al cansancio del día.
—Creo que me voy a retirar —anunció, pugnando por contener un bostezo—. Me estoy quedando dormido, ¿hay algún plan para mañana?
Pierre contestó desde la butaca contigua, envuelto en una nube de humo.
—El plan es el mejor de todos los posibles: sencillamente, no hay plan. Dolce far niente a la carta —repuso haciendo girar el habano en los labios—: Lectura, piscina, copas, y tal vez, si Gilbert ha logrado superar viejas humillaciones, iremos a pescar a las rocas cuando baje el sol, ¿qué tal suena, Gilbert?
—¡Como tú quieras, por mí no quedará, pero ya sé cómo acaba la historia! —refunfuñó—. Has vuelto a sobornar a todos los peces de la zona, ¿no?
Con un saludo general a modo de despedida, Henry salió de la estancia y descendió hasta el piso inferior dando tumbos. Se entretuvo un instante en cerrar la puerta de la terraza de su habitación y echar la cortina; sintiéndose incapaz de desvestirse, optó por dejarse caer como un fardo sobre el lecho. Apenas logró recrearse en el agradable y monótono batir de las olas en la orilla.
Horas después despertó. El malestar se había convertido en una crispante cefalea, como si en el centro de su cráneo se estuviera disputando en ese preciso instante el título mundial de los pesos pesados. Echó un vistazo a las manecillas fosforescentes del reloj. Las cuatro y diez de la madrugada. Decidió incorporarse. Necesitaba beber algo frío y localizar un analgésico. Salió al rellano de la planta y enfiló las escaleras, vacilante, agarrado al pasamanos, dejando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, moviéndose con cautela a fin de no despertar a nadie. Cruzaba el salón en dirección a la cocina cuando reconoció la voz aguda de Sophie Robillard planteando una pregunta; y al punto, la de Philippe Hillien, grave y nasal, replicando con deje cansino.
Henry constató con asombro que Pierre y sus amigos seguían despiertos. Habían entrecerrado la puerta corredera. Solo un resquicio, de pocos centímetros, permitía fisgar en el interior.
Pegó su cuerpo al marco y echó un vistazo.
Sí, todos estaban allí, desafiando a la noche, rodeados de vasos y botellas, reunidos alrededor de una pequeña mesa auxiliar atestada de papeles y carpetas. Mantenían una conversación pausada, abordando lo que parecía ser un asunto importante. Se disponía a interrumpirles, cuando unas palabras pronunciadas por Víctor Morel le hicieron desistir y contener la respiración…
—No discutamos más, os lo ruego. Es muy tarde y aún quedan asuntos por tratar. Uno de nuestros principios más sagrados es que si un solo miembro tiene dudas razonables, la ejecución debe ser aplazada sine die, y el caso vuelto a estudiar de principio a fin… —zanjó con un aspaviento, cortando con las manos el aire en ambas direcciones—. ¡Y no me mires así, Pitágoras, sabes perfectamente que yo he votado a favor! A ese hijo de puta hay que sacarlo a patadas de este mundo; cuanto antes, mejor. Ayer hablé con Kant y Heidegger, y los dos piensan igual. Pero si Hipatia y Diotima tienen dudas, hay que respetar su opinión y aparcar el tema. ¡Diez votos a favor, dos en contra, acéptalo, hay que joderse! ¡Ni Sócrates puede, con una doble negativa, usar su voto de calidad e imponer su voluntad sobre el resto!