Contra las cuerdas
En un abrir y cerrar de ojos, Henry Gaumont fue introducido en la parte posterior de un vehículo y conducido a las dependencias de la jefatura superior de Policía de París. De nada sirvieron sus protestas airadas, ni las blasfemias ni su reiterada exigencia de explicaciones. Los que le custodiaban, con cara de póquer, se limitaron a pedirle que se mantuviera tranquilo y callado. Media hora más tarde, tras cumplimentar una ficha de ingreso y entregar a regañadientes todo lo que llevaba encima, fue conducido a una celda en la que otros tres tipos, con pinta de descuideros y aspecto malcarado, mataban el tiempo contando chistes.
—¡Aquí llegan refuerzos! —exclamó uno de ellos, sentado en el suelo, contra una esquina, arrancando una risotada burlona a los otros dos.
—Tiene toda la pinta de haberle arrancado el bolso a una turista desde una moto, o de haberse liado a hostias, ¿cómo te has hecho ese morado en el cuello, tío?, ¿te ha mordido un vampiro? —interpeló el segundo.
—¡Bah! ¿Es que no lo veis? ¡Mirad su traje, este tiene pinta de pijo de barrio bueno, esos son los peores; seguro que le ha dado una buena tunda a la parienta! —concluyó el tercero.
Henry les miró con una mueca de asco en los labios y el desprecio ardiendo en la mirada. Se sentó con ánimo derrotado en la esquina de uno de los catres y cruzó las manos sobre las rodillas.
—Yo no he hecho nada. Soy inocente. Esto es una terrible equivocación… —lamentó impotente.
Tras unos segundos de silencio tenso, el que había hablado en primera instancia endilgó la puntilla.
—¿Inocente? ¡Ah, bueno, entonces como nosotros!
Y una nueva carcajada, más gruesa y ofensiva si cabe, resonó en el lugar. Aunque la rabia le pedía a gritos enzarzarse a golpes con esas tres ratas de cloaca, Henry optó por apretar la mandíbula y ahogar el exabrupto que ya tenía en los labios. Sumido en un silencio hermético, maldiciendo su mala suerte, decidió permanecer a la espera de acontecimientos. No dejó de pensar en Adèle. La imaginó inquieta y desconcertada ante su inexplicable desaparición.
Al atardecer le llevaron a una sala de interrogatorios, desprovista de toda ornamentación. Solo un gran espejo lateral, una mesa rectangular y cuatro incómodas sillas plegables. Y un retrato oficial de Sarkozy, que había resbalado bajo el cristal y desaparecido parcialmente bajo el paspartú siguiendo los pasos de su antecesor en el cargo.
A los pocos minutos, la puerta se abrió y entró una mujer acompañada por un joven. Henry la reconoció a pesar de los meses que habían pasado desde su primer y único encuentro. Era la inspectora que le había interrogado en el Centro Hospitalario Henry Ey de Chartres. Se había cortado el pelo. Y parecía algo más cansada y taciturna. Se situó frente a él. Y el que la acompañaba, en un lateral.
—Buenas tardes, señor Gaumont… —dijo sin mirarle a los ojos, depositando varias carpetas y su bolso en una esquina—. ¿Me recuerda? Soy Claire Valéry. Me acompaña Jean-Louis Pitrel, mi ayudante. Creo que ya se conocen.
—¿Buenas tardes, dice? ¡Maldita sea, hay que joderse!, ¿qué tienen de buenas? —murmuró malhumorado, dedicándole, al punto, una mirada de azufre al analista, que le había encañonado horas antes.
—Déjese de ironías, se lo ruego. Yo también tengo una vida privada y una hija que atender, y aquí estoy, por su culpa, pasando el maldito domingo… —resolvió Claire Valéry en tono contundente.
—¡Lo que están haciendo no es legal! —gruñó el publicista—. Tengo derechos. Nadie me ha dicho por qué estoy aquí, ni me han permitido hablar con nadie.
—Permítame que yo decida lo que es legal o no. Y no se desgañite en balde. De ser preciso, los que le han detenido asegurarán que todo sucedió conforme a normativa —conminó la inspectora—. Basta. Póngame al día, señor Gaumont: ¿qué ha sido de su vida, dónde se ha metido usted estos últimos meses, a qué se ha dedicado?
—¡¿Qué?! ¡No entiendo su pregunta!
—Pues esta es de las sencillas, luego la cosa se complicará…
—¡A la mierda, le diré dónde he estado últimamente: he pasado un saison en enfer! —replicó desabrido—. ¿Suficiente?
—¿Una temporada en el infierno? ¡Claro, leyendo a Rimbaud!
—Sí, a Rimbaud. Y fumando opio a todas horas…
—Dígame, ¿cuándo vio por última vez a su mujer?
La pregunta dejó perplejo a Henry. No esperaba en absoluto que el motivo que le había llevado hasta esa sala pudiera guardar la más mínima relación con su exesposa.
—¿Mi mujer? ¡Acabáramos! ¡Esto tiene que ver con mi mujer! —concluyó, llevándose las manos a la cabeza—. Escuche, no veo a mi mujer desde hace muchos meses. No sé nada de ella. Lo poco que sé de su vida ya se lo dije. Creo que se relaciona con un empresario, un tipo rico, se llama Faucet. Seguro que le despluma y le deja en pelotas…, ¿qué le pasa a mi mujer?
—¿Conoce personalmente a Émile Faucet?
—No. Solo le vi en una ocasión. La acompañó al juicio en que ella me sacó hasta el hígado, pero no lo recuerdo demasiado bien. Creo que era algo grueso, de estatura media, muy sexy en definitiva… —espetó cáustico—. ¿Miriam le ha vaciado la cuenta corriente?, ¡qué pena!
Claire se detuvo un instante y revisó los papeles que tenía delante.
—Dígame, señor Gaumont: ¿qué ha hecho usted esta semana? —preguntó clavándole con la mirada—. Le sugiero que lo piense bien.
—Pues no sé qué he hecho. Trabajar. He trabajado toda la semana, ¿me va a decir de una vez por todas qué está pasando aquí?
—Todo a su debido tiempo, ¿dónde estuvo el jueves?
Henry se quedó en silencio, revisando sus recuerdos. El jueves había pasado la mitad del tiempo reunido a puerta cerrada con Pierre Cassel, y la otra mitad efectuando llamadas telefónicas desde su despacho a fin de asegurar la presencia de los medios de comunicación en la subasta del viernes.
—Trabajar. Tengo testigos, si de eso se trata. Trabajé todo el día. Solo me ausenté de la oficina media hora, o poco más, a eso de las dos. Comí algo rápido y regresé —contestó.
—¿Y el viernes por la tarde?
—Lo mismo. Trabajar. Rodeado de gente, ¡pero qué coño está pasando!
—¿Y el sábado por la mañana?
Harto de la andanada de preguntas enojosas, Henry no dudó en echar mano a la ironía.
—El sábado por la mañana, de regreso de un viaje de ida y vuelta a la India, que efectué el viernes por la noche a última hora, dormí como un lirón. También tengo a alguien que podrá atestiguar eso…
—¿Me toma el pelo?
—En absoluto. Pasé las últimas horas del viernes en un centro tántrico, en Poona, aprendiendo a liberarme. Terapia sexual de alto voltaje. De hecho, le seré sincero, he pasado todo el fin de semana follando como un condenado.
—Mida sus palabras y no intente reírse de mí, es un consejo. ¿Qué hizo el sábado por la mañana? —reiteró Claire Valéry con obstinación.
—¡Dios mío, se lo acabo de decir! —repuso Henry elevando el tono—. Estaba con una mujer. La conocí la tarde anterior en una subasta de arte.
Jean-Louis Pitrel, que hasta el momento había asistido como un convidado de piedra al interrogatorio, le alargó un trozo de papel y un bolígrafo.
—Apunte en esta hoja el nombre, apellido, número de teléfono y dirección de esa mujer —exigió.
Henry resopló, aburrido de aquel juego desequilibrado y sin reglas. Deslizó los dedos por sus cabellos e intentó recordar el número de teléfono de Adèle. Imposible. No la había llamado nunca.
—Adèle Mercier, joyera. Vive en el 350 de la calle Saint-Honoré. Lo siento, pero no recuerdo su número de teléfono. Está registrado en mi móvil, pueden comprobarlo, si es que aún le queda batería… —resumió mientras anotaba, devolviendo acto seguido el papel de regreso con un manotazo despectivo.
—Si le parece bien, inspectora, lo voy a comprobar ahora mismo —propuso el analista poniéndose en pie y saliendo de la estancia.
Al quedarse solos, Claire se adelantó sobre la mesa, con aire resuelto y mirada grave.
—Está metido usted en un buen lío, señor Gaumont. El artículo 143 y subsiguientes del Código de Procedimiento Penal de Francia me permite detenerle de forma preventiva durante el tiempo que considere oportuno, mientras se esclarece lo sucedido —informó—. Así que esto puede ser fácil y rápido o interminable. Dependerá de su colaboración.
—Juraría que estoy colaborando, pero me parece que ya es hora de recibir algún tipo de explicación, ¿no le parece?
—Muy bien, se lo diré sin ambages: el sábado, a primera hora, Émile Faucet y su exmujer, Miriam Fournier, fueron hallados muertos…
Henry Gaumont experimentó una violenta sacudida interior. La ironía se evaporó de su rostro dando paso al desconcierto.
—Miriam… ¿Miriam está…?
—Sí. Muerta. Envenenada.
—¡Dios mío! ¡No es posible! —exclamó con voz entrecortada.
—Al principio creímos que ella era una víctima circunstancial, y que el objetivo principal era Faucet. Ahora empezamos a tener las cosas algo más claras. La víctima colateral fue él… —contó la inspectora en tono monocorde—. El jueves, un hombre adquirió una caja de bombones de licor de amaretto en la pastelería Pierre Hermé. Los bombones fueron envenenados. Un mensajero los entregó el viernes a mediodía en el domicilio de su exmujer. Por desgracia, ella decidió compartirlos con su amante, al que visitó por la tarde…
—Miriam sentía debilidad por esos bombones. A mí nunca me han gustado, pero se los regalé en muchas ocasiones. Estoy seguro de que los dependientes de Pierre Hermé me recuerdan perfectamente…
—Esta semana solo se han vendido dos cajas de esos bombones, señor Gaumont. Una la adquirió una vecina de la zona; la otra, el asesino. Esta misma mañana les hemos mostrado la foto de su ficha policial a los empleados de la pastelería, y han descartado que usted fuera el comprador, aunque eso no le libra de ser el principal sospechoso. Permítame continuar, hay bastante más…
—Esto es una pesadilla, no puede estar pasando —musitó Henry lívido, con mirada perdida. Notó que todo comenzaba a dar vueltas a su alrededor y que la voz de la inspectora sonaba lejana, como si llegara desde un universo paralelo.
—Ayer, sábado, mientras mi ayudante y yo trabajábamos en ese caso, se produjo otro asesinato. A mediodía mataron a un hombre, que usted conoce muy bien, clavándole una diminuta aguja en el hígado. El inspector Broussard se hizo cargo del asunto en mi ausencia. Yo no logré relacionar los crímenes hasta que me acordé de usted, en relación con Miriam Fournier, y verifiqué su expediente por malos tratos, topándome con un insólito nexo, un sorprendente común denominador…
—Discúlpeme, me siento muy perdido, no sé de qué me habla, estoy muy mareado… —balbuceó Henry oscilando, haciendo un monumental esfuerzo por aferrarse a la realidad—. ¿De quién me está hablando?
—De Léopold Leveque, el director gerente de G & H Advertisement.
—¿Léopold?
—Sí. Estoy segura de que le recuerda perfectamente.
—¿Léopold está muerto?
—Me temo que sí.
Ante la terrible sobrecarga emocional de esas noticias, un diferencial en el cerebro de Henry saltó, provocando un cortocircuito destinado a salvaguardar la poca cordura que restaba en su cabeza. Su tensión arterial cayó a plomo, y su consciencia fue detrás. Se derrumbó de bruces, contra la mesa, en el preciso instante en que Jean-Louis Pitrel entraba por la puerta.
—He comprobado lo de esa mujer, inspectora. Es cierto. Confirma que han estado juntos desde el viernes… —anunció desde el umbral—. ¡Joder! ¿Qué le pasa?
—Parece un síncope, ¡rápido, Pitrel, pide que traigan una toalla y agua! —ordenó Claire desconcertada levantándose.
El publicitario tardó solo unos pocos segundos en recuperar el sentido. Parecía un boxeador grogui, intentando incorporarse con aspecto lastimero tras besar la lona de resultas de un duro castigo.
Mientras le atendían, la inspectora entró discretamente en la habitación contigua, desde la que se grababa y filmaba el interrogatorio. Fundido con la penumbra, el inspector André Broussard seguía los acontecimientos apoyado en el marco del falso espejo.
—Hacía mucho tiempo que no veía a nadie venirse abajo así, literalmente, en un interrogatorio… —comentó haciendo oscilar el rostro.
—¿Qué piensas?
—¿Te digo la verdad? ¡No lo sé, Claire! Está claro que este hombre es de algún modo una especie de vínculo entre los crímenes; no parece que sea fruto de la casualidad, pero al mismo tiempo algo me dice que no está detrás de esto.
—Pues no hay otro modo de explicarlo, André. Piénsalo. Repasemos lo que sabemos: Gaumont abofeteó a su esposa, y ella le denunció; es evidente que se la tenía jurada: Miriam le había hecho una verdadera putada. Probablemente, al verla en brazos de Émile Faucet, ese odio fue en aumento. Deseaba matarla. Hace una hora he hablado por teléfono con Ambroise Vasser y César Runon, los ejecutivos de cuentas de G &c H que ayer estaban con Léopold Leveque. Tanto el uno como el otro recuerdan perfectamente a Henry, y cómo estuvo a punto de llegar a las manos con Léopold cuando este le despidió. ¿No lo ves? ¡Tiene un temperamento colérico, aunque lo disimula muy bien! Públicamente prometió vengarse de Léopold… —enumeró la inspectora, desplegando los dedos así iba añadiendo más indicios a la lista—. Para colmo, compró una automática en los bajos fondos; en su descargo, dijo que la había adquirido para suicidarse. Y yo casi le creí en su día. Y algo más: no olvides que tuvo la suficiente sangre fría, cuando tuvo que defenderse de una agresión, para apretar el gatillo. Disparó y se llevó a uno de los atracadores por delante…
—No discuto nada de eso. Todo lo que has dicho es irrefutable. Además, encaja. Y a pesar de todo, no lo veo claro en absoluto… —insistió Broussard.
—Explícate.
—He participado en cientos de interrogatorios. Los inculpados dudan y se contradicen, se muestran esquivos, fingen no recordar; el nerviosismo aflora ante determinadas preguntas que intuyen que son trampas destinadas a acorralarles; sus gestos y posturas, su actitud retraída, la mirada. Todo les delata de un modo u otro. Por experiencia sé cuándo una persona miente y cuándo no. Así de simple. Gaumont no miente, de eso estoy casi seguro. Pero el caso es tuyo, y no seré yo quien te diga que le dejes en libertad.
—¡Te está pasando lo mismo que me ocurrió a mí cuando le conocí!
—Tal vez, pero no es posible tanta naturalidad, tanto aplomo… —razonó—. Si nos está mintiendo, te aseguro que es el mejor actor que he visto en mi vida. El mejor. Y ese síncope ha sido real, ¡menuda hostia se ha dado, mira su frente!
Claire Valéry esbozó una mueca de fastidio y comenzó a recorrer de modo obsesivo la pequeña habitación, de un lado al otro, sin quitarle el ojo a Gaumont. Pese a ser la viva estampa de la derrota, mantenía un aire de absoluta dignidad.
—¡Deja de moverte como un gato enjaulado, Claire! —rogó Broussard.
—¡Mierda!
—Además…
—¿Qué?
—Además, según se mire, no tenemos nada… —reflexionó él—. ¿Dónde está la jeringuilla que se utilizó para inyectar el veneno, dónde está el punzón? ¡No hay armas del crimen! El personal de la pastelería niega que Gaumont comprara los bombones; Vasser y Runon, los empleados de Leveque, han descartado que él fuera el tipo con el que se cruzaron camino de La Tour d’Argent. Son incapaces de darnos una descripción detallada del asesino, pero desestiman que pudiera ser Gaumont. Para colmo, parece que ha estado rodeado de gente toda la semana. Esa mujer, con la que dice haber pasado los dos últimos días, lo acaba de corroborar. Hay que joderse, tiene una coartada muy sólida. Con lo que tenemos no se sostiene una acusación formal.
—¿Y qué debo hacer, dejarle salir por la puerta?
—Lo único que se me ocurre, a la vista de su precario estado emocional, es retomar el interrogatorio, agotarlo, esperar a que cometa algún error. Y si no se produce, proponerle una prueba previa a su puesta en libertad…
—¿El polígrafo?
—Sí. No es legal en este punto; además, no está asesorado por un abogado. Se nos puede caer el pelo, pero si él se aviene de forma voluntaria, sin que exista la más mínima coacción por tu parte, y firma un documento consintiendo, el resultado tendría validez y peso ante un tribunal.
—Habrá que inducir la situación, de modo sutil, hasta que sea él quien se preste a la prueba… —convino Claire.
Siguiendo la sugerencia de Broussard, Claire retomó el interrogatorio poco después, sin conceder a Henry tregua ni respiro alguno a lo largo de la siguiente hora. A pesar de sentirse desarbolado y sin salida, el publicitario contestó a todo ese fuego graneado con sañudas andanadas de ironía, zafándose de encerronas, planteando interrogantes y argumentos que, en cada ocasión, sonaban convincentes y dejaban amplio margen a la duda. Agotados y sin munición, los dos acabaron mirándose en silencio, como un par de fieras hartas de disputar.
—¿Sabe que usted me recuerda a una actriz? —espetó Henry saliendo del mutismo en que los dos andaban instalados.
Claire abrió los ojos con desmesura, sumamente desconcertada.
—No.
—En el hospital estuve a punto de decírselo, pero no me pareció prudente.
—Estoy muy intrigada.
—Me recuerda a Frances McDormand, ¿sabe quién es?
La inspectora se frotó los ojos y alisó sus cejas; resopló, parecía estar a punto de sacar humo por las orejas.
—Mierda, no. No tengo el gusto de conocer a esa señora.
—¿Recuerda una película llamada Fargo, de los hermanos Coen? ¡Frances interpreta el papel de una policía rural, embarazada, con su gorrito de piel cubriéndole las orejas, que investiga en pleno invierno una serie de asesinatos y un secuestro! —ilustró Henry mordaz.
—¡Ah, sí, la recuerdo! ¿Así de provinciana y simple me ve?
—Me refiero a su rostro, no a su carácter —desestimó Henry—, aunque sí que existe un rasgo de personalidad que las dos comparten…
—¿Cuál?
—Son obsesivas y agotadoras, como esos moscardones que se cuelan en la habitación y no hay forma humana de echar fuera; zumban y revolotean, chocan contra las paredes, las bombillas y el cristal de la ventana, son un suplicio…, ¿qué más quiere de mí? ¡Llevo aquí horas, sin comer, sin un abogado, sin un respiro!, ¿piensa alargar mucho esta situación?, ¿me va a acusar formalmente de esas muertes? ¡Piense con cuidado, estoy dispuesto a defenderme hasta el final, nadie me acusará de algo que no he hecho!
Claire dejó caer la estilográfica sobre su cuaderno de notas, con evidentes síntomas de frustración. Henry Gaumont resultaba un hueso duro de roer. Y tenía razón en algo: tras un rifirrafe que parecía haber durado días, todavía no había conseguido abrir la más mínima brecha en su armadura.
—¿Aceptaría someterse a una prueba de polígrafo?
—¿Un detector de mentiras?
—Sí.
—No lo sé. No estoy seguro…
—Según dice, no tiene nada que ocultar…
—No oculto nada. Deje de acosarme. Simplemente, la verdad, al menos la mía, no puede ser dibujada a base de monosílabos. Las cosas son siempre más complejas —refutó sulfurado—. Si me pregunta con ese artilugio si deseé, cuando todo se derrumbó para mí, ver muertos a Miriam y a Léopold, contestaré que sí. Será un sí rotundo, se lo aseguro… ¡Ya está, ahí lo tiene: en mi pensamiento los maté a los dos, y no una vez, sino varias!, ¿me juzgarán por eso?
—Medite en esa posibilidad esta noche —propuso Claire reuniendo los papeles desperdigados por la mesa—. Es muy tarde. Mañana continuaremos. Le permito efectuar una llamada telefónica.
—Quiero algo más.
—¿Qué?
—Un favor. No deseo pasar la noche con los tres tipos con los que me han encerrado antes…
—¿Habitación individual y desayuno? ¡Está bien, concedido!
La inspectora dio por terminado el interrogatorio y se reunió con Pitrel y Broussard. A punto estuvo de propinar una patada a la pared así sintió que esa pesadilla llamada Henry Gaumont se alejaba por el pasillo.
—No te molestes, Claire, pero ese tipo se te ha merendado viva… —susurró su homólogo con cara de circunstancias—. Me ratifico en mi opinión. No es nuestro hombre. Estoy seguro.
—No lo sé, y me es igual… ¡A la mierda con todo, me voy, necesito descansar y olvidar las últimas cuarenta y ocho horas! —capituló en tono lastimero—. ¡Puto domingo! ¡No me pagan lo suficiente como para soportar tanta mierda!
Antes de ser conducido a una celda, un agente facilitó a Henry un teléfono móvil. Le concedió cinco minutos y se apartó, situándose a distancia prudente.
A la vista del teclado, le asaltó la duda de qué número debía marcar. No recordaba el del abogado que le había defendido meses atrás, en el embrollo de la gasolinera; también descartó llamar a su hermana, solo conseguiría transmitirle un estado de ansiedad que no se merecía. Optó por llamar a Pierre Cassel.
La voz del marchante, al otro lado de la línea, decía a las claras que estaba de resaca, en horas bajas. Sonrió. Empezaba a conocer bastante bien a Pierre. Tras su impecable presencia de hombre de negocios, culto y refinado, se escondía la personalidad del bon vivant que no posterga placer alguno. Seguramente su fin de semana había resultado más ajetreado e intenso que el suyo.
—¿Sí?
—¿Pierre? ¡Soy yo, Henry!
—¿Qué hora es? ¡Uf…, qué tarde, me he quedado dormido en el sofá! ¿Qué ocurre?
—Ocurre que estoy metido en un buen lío. En uno de los grandes. No sabía a quién llamar. Necesito que me ayudes. Me han detenido.
Hablando de forma sucinta y atropellada, le explicó a Cassel la situación.
—¿Has accedido a someterte al polígrafo? ¡Ni se te ocurra!
—Estoy seguro de que superaría la prueba…
—Insisto, ni se te ocurra. Niégate en redondo. Escucha, mañana, a primera hora, estaré ahí con un buen abogado. Saldrás libre. Y te aconsejo que denuncies la forma en que has sido tratado. Se han saltado todas las normas —aseguró en tono agrio.
—Eso me es igual. Lo único que quiero es salir, ¿entiendes?
—Tranquilo. Saldrás. Yo me encargo.
Henry apenas pudo conciliar el sueño esa noche. En los breves lapsos en que el sopor le vencía, despeñándole por una sima onírica, una interminable retahíla de imágenes inconexas desfilaba por su mente. Se vio atrapado en los apetecibles brazos de Adèle Mercier. La joyera le proponía algún juego perverso al oído, excitante y delicioso. Y él se entregaba sin reserva a sus juegos, ante una espectadora que era solo una presencia inquisitiva. No conseguía reconocer sus rasgos, desdibujados y evanescentes, pero intuía que se trataba de Miriam; parecía observarle atrapada en un limbo próximo e infranqueable.
Despertó con el corazón acelerado, empapado en sudor. Temiendo que la escena pudiera repetirse, acabó desvelado. El día despuntó mientras se formulaba una larga lista de preguntas para las que no tenía respuesta: ¿Quién había matado a Miriam? ¿La habían utilizado para eliminar a Émile Faucet? Miriam era una mujer frívola, astuta y calculadora, al menos así se había comportado en el pasado. Tal vez algún amante ocasional, del que no tenía noticia, despechado al saberse objeto fugaz de su capricho, había decidido borrarle la sonrisa del rostro para siempre. En lo que se refería a Léopold, todo resultaba algo más sencillo. Léopold era un cabrón profesional, un triunfador sin escrúpulos, de los que se abren paso pisoteando a los demás. Había despedido a mucha gente en el pasado, de malos modos, tras servirse de ellos. Incluso los aduladores que formaban parte de su selecta camarilla le aborrecían en secreto y le despellejaban así se daba él media vuelta. Pudo confeccionar, en la penumbra de la celda, una larga lista de personas que a buen seguro celebrarían su muerte descorchando una buena botella.
No obstante, lo que desde cualquier punto de vista le resultaba más incomprensible era la coincidencia de los dos crímenes. Se habían cometido casi al unísono, en la misma ciudad, el mismo fin de semana. Maldijo su mala suerte. Posiblemente él era el único nexo que cualquier investigador podría establecer entre ambos casos. Salvo en alguna que otra contada cena de negocios, Miriam y Léopold no habían mantenido trato alguno.
Sobre las once de la mañana, un policía condujo a Henry de regreso a la sala de interrogatorios. El creativo entendió que debía armarse de paciencia. La situación no podía durar mucho más. La inspectora demoró su aparición. Cuando por fin llegó, su aspecto alicaído permitía entender que tampoco había pasado una buena noche.
—¿De qué me va a acusar hoy? —aguijoneó Henry a modo de saludo.
—¿Ha pensado en lo que le propuse? —interpeló ella haciendo oídos sordos.
—Sí. Y mi respuesta es no.
—Lo imaginaba. Escuche: muy a mi pesar debo dejarle en libertad. De modo incomprensible, es usted el hombre de los indicios y de las dudas razonables. Suficientes como para inculparle y suficientes como para exculparle. No sé cómo demonios lo consigue, pero lo hace. Además, su abogado es muy belicoso… —murmuró aparentemente concentrada en la revisión de un documento—. Lea este papel y fírmelo, por favor.
—¿De qué se trata?
—Un mero trámite. Aquí dice que no ha sido maltratado, coaccionado ni humillado, y que no se han vulnerado sus derechos fundamentales, descartando, por lo tanto, cualquier acción legal contra este departamento…
Henry sonrió con absoluto cinismo. Recogió la hoja y la rubricó sin leerla.
—¡Hay que joderse! —exclamó despectivo poniéndose en pie—. ¿Ya me puedo ir?
—Sí, pero antes déjeme que le diga algo… —exigió Claire interponiéndose en su trayectoria—. Quiero que sepa que no pienso quitarle el ojo de encima. Voy a respirar en su cuello y pegarme a su sombra. Para mí usted es la clave de todo esto. Confieso que todavía no sé lo que está pasando, pero lo averiguaré. No lo dude, soy infinitamente más tenaz que la inspectora de sus películas.
—Parece que eso se le ha clavado en el alma…
—Nada en su vida es normal, señor Gaumont. Aparentemente está limpio, pero la mierda se acumula bajo la alfombra. Nos volveremos a ver. Estoy segura.
Una vez recuperadas sus pertenencias, Henry se reunió con Pierre Cassel en el vestíbulo de la jefatura. El marchante despidió al abogado con unas pocas frases, y abrazó a su amigo con fuerza.
—Te agradezco lo que has hecho —afirmó Henry incómodo—. Te devolveré el favor, te lo aseguro…
—¡Ya veremos, de momento me estás saliendo más caro de lo que imaginaba! —exclamó Cassel—. Vamos, he aparcado cerca de aquí. Me has de contar qué ha pasado con todo lujo de detalle, tomando una copa.
—Lo haré, pero más tarde. Necesito ir a casa y descansar. No puedo más. Quiero llamar a alguien que he conocido y disculparme…
—Déjame adivinar… —propuso Pierre con expresión de lince—. Ayer, cuando me llamaste, me dijiste que habías pasado el fin de semana con una mujer. Y hoy, a primera hora, Muriel Martin me ha contado que el viernes te fuiste de la subasta colgado del brazo de Adèle Mercier.
—Está visto que no se pueden tener secretos —gruñó—, ¿conoces a esa mujer?
—¡Sí, aunque por desgracia solo en mis sueños más íntimos! —aseguró entre risas—. ¡Ojalá, Henry, ojalá! He hablado con ella en varias ocasiones, pero solo de arte e inversiones. Supongo que ya lo sabes: está forrada, heredó una fortuna inmensa. Tiene fama de ser muy…, no sé cómo decirlo, veleidosa, de las que no repiten dos noches con el mismo hombre. Es una pena, conmigo siempre se ha mostrado muy reservada, excesivamente distante. Supongo que no soy su tipo.
—Leyenda falsa. Al menos conmigo ha repetido. Y de no ser por todo este maldito asunto, hubiera pasado la noche de nuevo con ella…
—¿De verdad? ¡Olvídate de lo que te he dicho antes, no me interesan tus asesinatos, dime qué le gusta a esa mujer! —exigió Cassel entusiasmado—. ¿Cómo es en la cama, qué le pone?
—¡Por Dios, Pierre, esta no es conversación de caballeros!
—Déjate de idioteces, en cuestión de sexo yo no soy un caballero.
—En algunas cosas estoy chapado a la antigua, lo siento, no diré nada.
—¡Maldito ingrato, si lo llego a saber, dejo que te pudras en la cárcel! —refunfuñó, y acto seguido volvió a carcajearse con ganas—. Bueno, dejémoslo, ya me lo contarás. Soy muy persuasivo.
Al llegar a su apartamento, Henry se dejó caer en el sofá, extenuado. Lo sucedido en las últimas horas parecía haber consumido su energía vital. Se quedó dormido. Al despertar, a media tarde, rebuscó en una de las cajas que aún esperaban ser vaciadas hasta dar con varias fotos de Miriam que había sido incapaz de romper en su día. Saber que estaba muerta le producía una indescriptible sensación de tristeza y vacío. Sintió asco de sí mismo al recordar su execrable afán de venganza. De modo providencial, Adèle se coló una vez más entre sus pensamientos, disipando cualquier sentimiento de culpa.
Suspiró con desasosiego. Tal vez Cassel tenía razón y acertaba cuando la describía como mujer voluble, con la que no había que alimentar expectativas. De ser así, no habría más oportunidades futuras.
Algunos trenes pasan solo una vez.
Inquieto ante esa posibilidad, conectó el teléfono al cargador y se quedó clavado delante del número. Llamarla suponía tener que explicar muchas cosas que preferiría olvidar, pero lo tenía que hacer; se lo debía de algún modo. Aunque tal vez, tras lo ocurrido, ella no querría saber nada y le dejaría con la palabra colgada en los labios.
Eso era más que probable.
Necesitaba calmarse, reunir arrestos, entender todo lo que estaba pasando a su alrededor, conjurar la maldición que parecía acompañarle a cada paso que daba. Decidió postergar esa conversación. Su capacidad de convicción se reducía a una única bala. Y en ese momento, le temblaba el pulso.
La voz de la inspectora volvió a resonar, incisiva, horadando su cerebro.
«Nada en su vida es normal, señor Gaumont. Aparentemente está limpio, pero la mierda se acumula bajo la alfombra. Nos volveremos a ver».
Ocultó el rostro entre las manos, como si esa privación sensorial pudiera diluir la realidad y mutarla en un estado nuevo, pero una desagradable sensación, instalada en la boca del estómago, parecía advertirle de que una vez desencadenadas, las pesadillas no tienen fin.