La Folie
Un haz de luz se filtraba a través de las láminas de los postigos del balcón, creando una atmósfera irreal que parecía dejar el tiempo en suspenso. La calle Saint-Honoré, en las inmediaciones de la plaza Vendôme, se sacudía el letargo, silenciosa y despoblada del habitual tráfago de coches y peatones.
Henry entreabrió los ojos, todavía atrapado por el pegajoso abrazo del sueño, con la plácida sensación de flotar como un astronauta en el espacio que separa la duermevela de la vigilia. Se frotó los párpados y buscó instintivamente a Adèle. Dormía recogida como un ovillo, con el embozo hasta las orejas, dándole la espalda.
Dejó que sus dedos resbalaran suavemente por su costado desnudo, como si esa curva perfecta fuera un tobogán capaz de devolverle a las estrellas. Y ante el cosquilleo, ella respondió con un contoneo apenas perceptible.
—Laissez-moi dormir un peu plus, je revê avec toi… —ronroneó como una gata, abrazando la almohada con sus largos brazos.
La besó en el cuello y se tumbó boca arriba, entrelazando sus manos en la nuca, dejando que su mirada paseara por el bucólico y delicado fresco del techo; un trenzado de sarmientos, hojas y racimos, de suave colorido. Esa orla parecía una ventana abierta a la Arcadia bucólica. Respiró profundamente.
Se preguntó qué día era. Había perdido la noción del tiempo.
Era domingo, concluyó rápidamente.
Hasta donde su memoria alcanzaba a recordar, siempre había odiado ese día. El mundo, solía decir, debería saltar por los aires y desintegrarse en domingo. Sonrió. Sí, a la mierda el mundo, pero cualquier otro domingo. No ese.
Ese acababa de desplegarse con la inefable perfección de una sábana de lino recién planchada. Incluso la sempiterna y desagradable sensación de vacío en el pecho, que emergía invariablemente los domingos, se había esfumado como por arte de ensalmo, dejando espacio a un bendito sentimiento de abandono y bienestar.
Si eso no era la felicidad, se le parecía mucho.
Efectuó un recuento de las horas que llevaba junto a Adèle. Desde el momento en que ella apareció en la sala de subastas, treinta y nueve. Y aún quedaban todas las del bendito domingo, que deberían caer lentas, de una en una, espesas como miel.
Se adormeció, dispuesto a rememorar lo que aún le parecía un sueño.
Cuando Adèle detuvo el coche frente a la entrada del elegante inmueble que ocupaba en el número 350 de la calle Saint-Honoré, llovía a mares. Estacionó en el vado y apagó el motor con gesto contrariado.
—Tengo que abrir el portón, ¡menudo fastidio! —gruñó.
—¿No tienes un paraguas?
—No. Mierda. Siempre me pasa igual.
—No importa. Dame la llave. Yo lo haré.
—Acabarás empapado. Tal vez sería mejor esperar a que amaine un poco —propuso ella, pero ante la insistencia de Henry acabó por ceder.
—¡Esto me despejará! —exclamó él, emprendiendo una corta carrera con el manojo de llaves en la mano.
Seguramente Adèle, desde el coche, debió de reír con ganas. Lo cierto es que se caló hasta los huesos en el minuto largo que tardó en comprender que la maldita llave, la maldita cerradura y la maldita puerta tenían juego, y solo se avenían entre ellas si uno descargaba con el pie su peso sobre la moldura inferior.
Un corto pasaje, en otro tiempo destinado al paso de carruajes y caballerías, permitía acceder a una plaza interior, en la que un muro de piedra, semicircular, con una hornacina, una elegante estatua y una fuente a los pies, marcaba el límite de la propiedad. A los lados, una doble escalinata permitía el acceso a dos casas interiores, separadas del resto del edificio.
—¡Te he dicho que te mojarías a base de bien! —gritó Adèle escalando hasta su rellano. Había echado mano a una revista de moda a fin de cubrirse los cabellos—. Y ahora, paciencia: esto se abre con dos llaves y una combinación numérica.
Para cuando lograron acceder al interior de la casa, los dos tenían el aspecto de haber sido arrastrados por una inundación.
—Voy a buscar toallas, vuelvo enseguida… —dijo tras encender las luces, desconectar la alarma y dejar sus cosas sobre el secreter del recibidor. Después, abrió de par en par las puertas de un inmenso salón, que cruzó a la carrera, sin parar de hablar—: ¡Quítate la americana y ponte cómodo; si quieres puedes preparar la chimenea, verás un cesto lleno de leña a la derecha!
Henry aprovechó la ausencia de Adèle para familiarizarse con el lugar. Le costó decidir por dónde empezar a husmear. A simple vista, la casa era magnífica. El suelo, revestido por losas de mármol negro veteado, rechinaba a cada paso, excepto en las zonas ocupadas por las alfombras. Una inmensa librería de caoba, atestada de libros y objetos decorativos cuidadosamente dispuestos, presidía la pared principal, abrazando una regia chimenea. La estancia estaba dividida en varios ambientes, separados por muebles bajos y plantas. Y todas las paredes, allí donde la ausencia de vitrinas y columnas lo permitía, lucían revestidas de obras de arte. Asombrado descubrió, entre cuadros y tapices franceses de incalculable valor, un lienzo con el inconfundible sello y firma de René Magritte, en el que la figura familiar del artista belga, con su inseparable abrigo tres cuartos, bastón y bombín, aparecía oteando la Tierra desde lo alto de una nube desgajada. Pese a conocer el trabajo del irrepetible padre del realismo mágico, jamás había visto esa obra.
—¡Ya estoy aquí! —anunció Adèle de regreso, en tono vivaz. Se había despojado de su ropa y enfundado en un largo y exquisito kimono de brillante seda negra, que dejaba a la vista la totalidad de su cuello, blanco y esbelto, y los antebrazos—. Anda, quítate la camisa y los pantalones. Vas a pillar una pulmonía de caballo, y, además, me arruinarás la tapicería. Lo meteré todo en la secadora. Aquí tienes una toalla, un albornoz y unas zapatillas. Tengo muchas, cada vez que voy a un hotel me llevo las zapatillas. Y los jabones. No lo puedo evitar.
Y encantada ante la expresión alelada de Henry, le endosó todo el hatillo.
—¡Caramba, esto va más rápido de lo que yo había previsto! —afirmó él con notable sorna, empezando a desabotonar su camisa.
—¿Qué quieres decir con eso? —interpeló ella suspicaz.
—Simplemente pensaba que lo de desnudarse, tras mucho vodka y con el beneplácito de Gérôme, llegaría un poco más tarde —confesó con encantador descaro, poniendo cara de no haber roto jamás un plato.
Y tras decir eso, prorrumpió en una carcajada estentórea que le obligó a abandonar la ropa sobre un sofá y caminar por la sala doblado por el acceso. Adèle, incapaz de mantener su papel de enojo, terminó sumándose a la broma de buen grado.
—¡Basta, ya está bien, deja de reírte! —exigió al cabo de un minuto, agotada—. Tú y yo tenemos que hablar seriamente.
—¿Hablar seriamente? Ese tipo de conversación no se me da bien…
Ella se aproximó resuelta, y con una sonrisa taimada continuó liberando los botones de la camisa. Luego le rodeó la cintura, en un abrazo suave, pero retrajo instintivamente el rostro cuando él, ante las inequívocas muestras de complicidad que ella mostraba, intentó besarla.
—Todos los hombres sois iguales, idénticos, ¿por qué? —interrogó, sellando sus labios con los dedos a fin de ser escuchada—. Creáis una tensión innecesaria. Se os adivinan las intenciones a la legua. Y me parece bien…, ¿quién te dice que yo no esté deseando lo mismo? ¡Tal vez, sin saberlo, has topado con la horma de tu zapato!
—¿Entonces…? —murmuró él a duras penas.
—Entonces la noche es muy larga, Henry, y vale la pena disfrutarla sin obsesionarse por esa expectativa, ¿qué quieres, prefieres que nos saltemos de golpe los preámbulos, el encanto del fuego, las copas, la música y la conversación?
—No. Tienes razón. Además, para naufragar, primero hay que ir a la deriva y dejar que el vendaval desarbole las velas…
—Buena imagen. Anda, cámbiate y ayúdame a encender el fuego.
—Dime, Adèle, ese óleo de Magritte, ¿es auténtico, lo adquiriste en alguna subasta? —inquirió él dando un nuevo rumbo a la conversación mientras acababa de desvestirse—. No parece una copia.
—Sí, claro, es auténtico. No lo habrás visto nunca en ningún libro; pertenecía a mis padres adoptivos, Marcel y Albertine. Eran muy amigos del matrimonio Magritte. René se lo regaló en 1929. Él y Georgette se habían instalado en una casa a las afueras de París. Estuvieron aquí algo más de tres años, entre el 27 y el 30. Y se conocieron. Salían juntos con frecuencia. Coincidió, además, el hecho de que tenían algunos buenos amigos comunes, Éluard y Breton —contó.
—¿Paul Éluard y André Breton, los poetas? ¿Me tomas el pelo?
—No, en absoluto. Recuerda…, eran los años del surrealismo, del dadá. En este salón se reunieron todos ellos muchas veces: mis padres, los Magritte, Éluard y Breton; también Dalí, Miró, y en alguna ocasión, Tristan Tzara y su amigo Ernesto Sábato, que entonces vivía en París.
—¡Dios mío, esto supera con creces a Les Deux Magots, creo que debería arrodillarme y llorar!
Adèle sonrió feliz.
—¡En mi despacho tengo un fantástico cuadro de Miró y los dos óleos de Gérôme; también un boceto, a lápiz, de Ceci n’est pas un pipe, de Magritte! ¿Quieres verlos? ¡Ven! —propuso, descorriendo de inmediato una puerta ubicada en un lateral del salón que permitía acceder a una acogedora y amplia habitación de trabajo.
Henry, perplejo, anudó el cinturón del albornoz, se calzó las zapatillas y fue tras los pasos de Adèle. A la vista de los cuadros, intentó recurrir a su ingenio, buscando articular alguna trivialidad que le salvaguardara de la acometida de la belleza. Imposible. Se sorprendió a sí mismo en un indigno descenso al abismo de lo material.
—Dime, Adèle, ¿cómo llevas lo de ser tan asquerosamente…?
—¿Rica? —anticipó ella.
—Sí. Eso quería decir, rica.
—No tengo problemas de conciencia, si te refieres a eso. La fortuna me salió al paso cuando ya me había hecho a la idea de que pasaría la mayor parte de mi vida viviendo de la caridad del prójimo. Mira esta foto, Henry… —dijo señalando una antigua imagen en blanco y negro preservada en un marco de plata, en una esquina de su mesa.
—¿Marcel y Albertine?
—No, estos son mis verdaderos padres: David y Céline. Los perdí cuando era niña… —reveló con un deje triste en la mirada.
—¿Qué ocurrió, cómo murieron?
Adèle se quedó ausente durante un instante, evocando con mirada tierna a sus progenitores.
—Mi padre era aparejador. Trabajaba en el mundo de la construcción. Supervisaba las obras de una de las principales empresas del país…, ¿recuerdas al tipo del que te he hablado durante la cena, mi odiado Louis-Philippe Chavanel?
—Sí, claro, el de la subasta.
—Su padre, Donatien Chavanel, era el propietario de la constructora. Gracias al trabajo de mi padre, y al de otros como él, se hizo inmensamente rico, pero la ingratitud y la mezquindad acompañan siempre a los ricos…
—Suelen ser gente despreciable. He tratado a muchos y no me merecen el más mínimo respeto —convino Henry.
—No hubo forma de averiguar de qué modo ocurrió, pero mi padre contrajo una grave enfermedad pulmonar, a los treinta y nueve años, que los especialistas relacionaron con el polvo de sílice que flota en las obras. El primer síntoma que permitió entender que algo no andaba bien fue la disnea. Le faltaba el aire, se ahogaba. La dolencia fue a peor, y le obligó a causar baja en el trabajo. A los diez meses, Chavanel le despidió, se lo sacó de encima con una indemnización ridícula, tras más de quince años de servicio.
—Qué asco. El mundo necesita a gritos una nueva revolución…
—Mi madre acudió a ver a Chavanel, desesperada. En mi recuerdo, la veo como a una mujer digna, orgullosa, pero estoy segura de que ese día imploró lo indecible, hasta humillarse. Por los médicos tenía constancia de que una clínica, en San Francisco, había logrado curar casos similares. El tratamiento era largo y caro, y a esas alturas la enfermedad había consumido los pocos recursos de mis padres. Chavanel se negó a ayudarla, se desentendió por completo. Mi padre pasó los últimos once meses de su vida unido a un respirador mecánico. Esa imagen aún me produce angustia. Cuando murió, mi madre tuvo que empezar a trabajar. Limpiaba casas y escaleras, fregaba platos en restaurantes, se empleaba en cualquier cosa con tal de sacarme adelante. Un año después, cuatro días antes de que yo cumpliera once años, falleció en un maldito accidente de tráfico…
—Siento mucho oírlo.
—No te preocupes, ya no duele. Bueno, ya no me duele tanto —musitó Adèle en tono apesadumbrado. Era evidente que no le resultaba fácil hablar de esa parte de su vida—. Me quedé sola, sin ningún familiar directo que pudiera ocuparse de mí. El servicio de ayuda social se ocupó de buscarme un lugar en el que vivir. Me trasladaron a un centro de acogida que las Hermanas de la Pasión tenían en aquella época en la Route de Vaux, en Croisy Sur Eure, a una hora de París.
—He pasado por allí en alguna ocasión, conozco la zona.
—Viví con las monjas casi seis años. Yo y otros siete huérfanos. Marcel y Albertine eran benefactores de la orden, nos visitaban con frecuencia; comían con las religiosas y jugaban con nosotros por las tardes. Siempre venían cargados de caramelos y regalos. Los dos eran ya mayores y estaban solos, sin hijos. Un día, Madeleine, la madre superiora, me llamó a su despacho y me anunció que tenían intención de adoptarme…
—Entiendo…
—Así cambió mi vida. Desde el momento en que llegué a esta casa ya nunca me faltó nada. Adaptarme a ellos me resultó difícil. Yo era una adolescente arisca, herida por las circunstancias. Me comporté durante algún tiempo de forma huraña, pero acabé queriéndoles de verdad, con todo el corazón —y al decir eso, un nudo de emoción atenazó a Adèle; sus ojos se recubrieron de una pátina acuosa—. Marcel y Albertine me regalaron una vida normal, sin estridencias. Eran muy sobrios a pesar de toda su riqueza. Crecí, cursé una carrera universitaria y les cuidé, durante mucho tiempo, hasta que murieron; primero, ella; luego, frágil como un pájaro, él. Se lo debo todo, lo que soy y lo que tengo, ¿pero quieres que te diga algo que nunca le he dicho a nadie?
—Claro…
—En el fondo, Adèle Mercier sigue siendo aquella niña a la que en la escuela de Croisy Sur Eure todos hacían objeto de sus bromas y llamaban la hospiciana. El dinero no me ha cambiado. Algunas veces, debido a esos años decisivos, en que no tenía nada, soy capaz de hacer disparates y caer en el exceso…
—¿Vaciar botellas de tres mil quinientos euros? —apuntó jocoso.
—Sí. Incluso cosas peores… —aseguró divertida—. De todos modos, empleo mi fortuna correctamente, devolviéndole a la vida lo que la vida me ha dado. Como decía Osho, el único peligro del dinero, de lo material…
—¿Osho? ¿Bhagwan Shree Rajneesh, el famoso gurú hindú?
—Sí, él. Estuve dos veranos en la India, en su ashram en Poona. Era un tipo muy divertido. Como todos los gurús, muy pintoresco y bastante caradura, pero poseía un intelecto brillante, excepcional…
—He leído alguno de sus libros, me parecen muy interesantes, aunque para cinismo revelador me quedo con Alan Watts y los visionarios de la generación beat. Ya sabes: Ginsberg, Castañeda, Kerouac, Burroughs y buenas dosis de ácido lisérgico. Leí todas esas cosas fuera de época, a finales de los ochenta, pero aún son libros de cabecera. Lo que se me antoja extraño es imaginarte enfundada en una túnica, recitando mantras rodeada por niños de papá que buscan liberarse de sus cadenas de oro…
Adèle se echó a reír ante la observación de Henry. Habían pasado unos cuantos años, y lo cierto es que esos viajes los había realizado en un momento confuso de su vida, en que el norte se mostraba esquivo.
—Pues lo hice. Y me sirvió para algo muy importante. Sobre todo el tantra…
—Vamos, suéltalo, me tienes en ascuas.
—Digamos que la educación que me brindaron Marcel y Albertine fue excelente, pero muy convencional. Eran de clase social alta, recatados, púdicos, muy religiosos. En Poona logré…
—¿…?
—Superar mi inhibición, una parálisis emocional que me bloqueaba a la hora de relacionarme con los demás. Aprendí a beberme la vida a grandes tragos si es preciso; pero sobre todo, aprendí a follar, a follar de verdad, de manera salvaje, cuando me apetece y con quien me parece. Así que no te rías tanto. Más bien al contrario: de no haber pasado por todo eso, esta noche no estarías aquí —zanjó.
Henry tragó saliva. Cuando se lo proponía, y lo hacía con frecuencia, Adèle resultaba más que contundente, demoledora.
—¡Está bien, suficiente, me rindo! Te juro que peregrinaré a su tumba como muestra de mi agradecimiento —espetó con sorna capeando la situación—. Bueno, cuéntame qué decía rayo bendito del Tíbet sobre la riqueza…
—Que no hay nada malo en ella. El mayor peligro que entraña la riqueza, más allá del mal uso, es quedar enganchado a ella. La dependencia, el apego a lo material, ese es el problema. Digamos que yo disfruto del rédito que supone tener todo esto, pero te aseguro que si mañana no tuviera nada de lo que ahora tengo, seguiría siendo la misma persona, nada cambiaría.
—¿Seguro? No te imagino con aspecto de clocharde…
—Seguro. Además, no lo dudes, no tardaría en recuperar dinero y posición. Suelo invertir en bolsa, y tengo muy buen ojo para las finanzas…
—Jamás se me ocurriría invertir mi dinero ahí.
—Si te atienes a una regla de oro, es difícil que vaya mal, ¿quieres que te cuente el secreto? ¡Es una máxima de Rockefeller! —reveló divertida—. «Deja siempre, como mínimo, un cinco por ciento de ganancia al que vendrá detrás; el que no apura en la curva, gana; el que no desmonta a tiempo, se despeña».
El teléfono de Adèle comenzó a sonar, interrumpiendo la conversación en ese punto. Henry echó un vistazo a su reloj. La una y diez de la madrugada. Por su cabeza pasó la idea funesta de que alguno de los amantes que ella había dicho tener pudiera presentarse sorpresivamente y aguarle la fiesta en el último minuto.
—¿Me disculpas un segundo? —solicitó ella tras identificar el número en la pantalla. Se alejó unos metros en dirección al salón y contestó—: ¿Sí? ¡Ah, hola, dime! ¡Sí, sí, lo sé, lo leí ayer en los periódicos, pensaba mandarte un correo al respecto! ¿Hay alguna novedad? ¡Entiendo! ¿Ahora, a la una? ¡Muy bien, lo veré y ya hablaremos, adiós!
—¿Algún problema? —inquirió Henry así ella colgó.
—No. Ningún problema. Era un amigo. Me avisaba de que están emitiendo en el canal de noticias algo que me interesa ver —explicó encendiendo el televisor—. Escucha, Henry, estás en tu casa, no hace falta que te lo diga. Husmea a placer. Esa puerta es la de la cocina, ¿por qué no preparas algo? Encontrarás hielo y limón en la nevera, vodka y grappa; también foie y salmón, ¡ah, y un par de latas de Petrossian, no entiendo el vodka sin caviar! ¡No lo olvides, el alcohol a pelo puede ser tu peor enemigo! —exclamó poniendo todo el énfasis en el pronombre.
Henry asintió, encantado ante la atmósfera distendida y el laxo laissez-faire, laissez-passer que suponía adaptarse a una mujer como Adèle, de segundo en segundo. Con ella no existía mapa ni objetivo inmediato, solo un fácil devenir. Quince minutos más tarde regresaba a la sala con una botella helada de Grey Goose y una bandeja de canapés. Ella, tras encender el fuego, se había estirado en la chaise longue del sofá y seguía con absoluto interés lo que parecía ser un especial informativo.
El publicista no tardó en reconocer el rostro que protagonizaba la noticia. Se trataba de Jean-Marc Poncelet, financiero acusado de una descomunal estafa, que se había ahorcado en su celda horas antes de comparecer ante el juez. Recordó haber leído la noticia en las portadas de las ediciones vespertinas de los periódicos, la tarde del día anterior, aunque lo cierto es que no había prestado excesiva atención al asunto. Pese a lo sesgado de la información, logró entender que los abogados del encausado estaban dispuestos a sacar a la luz una carta, de su puño y letra, que abría nuevas vías a la investigación y que arrojaba serias dudas sobre la hipótesis del suicidio.
Tras apagar el televisor, Adèle aceptó el tubo helado de vodka que Henry le tendía y le invitó a sentarse a su lado.
—¿Conocías a Poncelet?, ¿invertiste dinero en sus famosas pirámides?
—No. Sabía lo que se llevaba entre manos, conocía su ralea, pero nunca le traté personalmente. Era un miserable cabrón.
—Pues asunto arreglado. Como dicen con sorna los americanos: Elvis has left the building… —apostilló Henry—: No reclamen encore plus, se acabó el concierto, circulen y vuelvan a sus casas.
—Sí, pero Poncelet no ha salido del edificio por su propio pie.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente, que le han asesinado. Sus carceleros, o algún recluso pagado.
—¿Estás segura de eso?, ¿cómo puedes saberlo?
—No me preguntes cómo. Simplemente, lo sé. Jean-Marc Poncelet no estaba solo en algo tan monumental. Un fraude de estas características requiere del concurso de otros, ¿no te parece? —razonó Adèle dando un largo trago—. El solo era la punta del iceberg. En los próximos días saldrán más cosas a la luz. O tal vez no.
Henry enarcó las cejas y se quedó en silencio, preguntándose durante un instante acerca del motivo que llevaba a Adèle, y a su misterioso interlocutor, a interesarse por un personaje tan deleznable. Ella, con la agilidad de un felino, brincó fuera del sofá; ignorando las zapatillas, alcanzó en tres saltos el equipo de sonido.
—¿Conoces a Belle y Sebastian? —preguntó de regreso, al tiempo que una deliciosa melodía inundaba el ambiente.
—Sí. Tengo algunos de sus discos. La música es una de mis debilidades.
—Para mí la mayor de todas…
—¿Por encima del arte, de la pintura, de la escultura?
—Muy por encima. De todas las artes, la música es la que más se acerca a lo inefable, al arquetipo perfecto, áureo. Una canción magistral, cualquiera de ellas, hay miles, es infinitamente más valiosa que el óleo más valioso, ¿y sabes por qué? —inquirió entrecerrando los ojos con expresión de marisabidilla.
—Supongo que debido al vínculo emocional que nos une a ellas, ¿no?
—Es más que eso. Un óleo o una escultura son algo tangible, euclidiano. Maravillas en dos o tres dimensiones; pigmento y mármol; alma encerrada en el volumen. Belleza y maestría innegable, sí, pero materia al fin y al cabo. La música, al contrario, no admite cárcel ni confín; solo existe gracias al silencio que la precede y la sucede, y a la potencialidad del instrumento que la crea; es etérea, surge y desaparece; pertenece a un reino suprasensible, luminoso, eterno —aseguró encendiendo un cigarrillo con un brillo voluptuoso en la mirada—. Aunque te cueste creerlo, antes renunciaría a todos estos cuadros que a una vida sin música. Además, es balsámica, medicinal. Cuando me invade la melancolía, o todo se derrumba, mi mejor amigo no es René Magritte, ni Gérôme…, es Neil Young, es Nick Drake.
Y dicho eso, esgrimió una sonrisa tan cautivadora como lasciva y montó suavemente sobre Henry, a horcajadas, liberando el cinturón del kimono y dejando su cuerpo desnudo a la vista.
—¡Basta de elucubraciones, la mente es un burro de carga del que hay que apearse, porque nunca va muy lejos! —exclamó entre risas—. El sexo, en cambio, solo requiere abandono e instinto. Es sagrado ardor pagano.
—¿Eso lo aprendiste en Poona? —balbuceó Henry extasiado ante la rotunda belleza de sus senos. El deseo prendió en su cuerpo de manera inexorable, como un incendio capaz de calcinar el mundo y todo lo que en él se contiene. Comenzó a besarlos con la ansiedad de un condenado al que le quedan escasos minutos de vida.
—En Poona aprendí a disfrutar de todas las cosas sucias que nos dignifican… —afirmó ella buscando su sexo y aferrándolo—. La comida, con las manos; el sexo, sin límite, y hasta la animalidad. Así que no me hagas el amor, ni me susurres cursilerías al oído, Henry Gaumont. Lo que quiero es joder.
No hubo espacio para las palabras a partir de ese instante, solo la consumación de una pasión solapada, devastadora, a la que se entregaron sin medida.
Más de treinta horas después de que aquel polvorín saltara por los aires, al amanecer del segundo día, Henry entreabrió los ojos, entumecido y magullado, pero todavía excitado; deleitándose en todo lo ocurrido a lo largo de esa primera noche en la que Adèle le descubriría sin cortapisas una personalidad poliédrica y fascinante: inagotable, dulce y perversa, amante de juegos de poder, caprichosa y exigente; tanto, y hasta tal punto, que él temió en más de un momento ser incapaz de soportar el ritmo frenético que ella imponía.
Cuando hasta la lujuria reclamó a gritos una tregua, cayeron derrengados, entrelazados de manera imposible, recubiertos por una pátina que era mezcla de sudor y Van Cleef & Arpels a partes iguales. Pasaron la práctica totalidad del sábado sumidos en un sueño profundo, reparador. Al atardecer, sin que mediara señal o petición, volvieron a dar rienda suelta a todo el desenfreno que aún no había sido satisfecho.
Cuando la punzada del hambre les obligó a refrenar sus ínfulas, ella encargó comida a un restaurante japonés.
—Se me ocurre una perversión absolutamente excitante… —susurró en el oído de Henry cuando las bandejas de comida fueron servidas.
—Estoy al borde de la extenuación y me das miedo —repuso él con falso pavor, secándose los hombros tras una ducha reparadora—. ¿Qué viene ahora?, ¿nos queda algo por hacer? ¡Me has vendado los ojos, te he atado, lo hemos hecho del derecho y del revés, nos hemos arañado, mordido, abofeteado, adorado, insultado! Me parece más prudente cenar viendo una buena película, ¿no?
Adèle depositó los paquetes en un estante y ordenó sus cabellos húmedos, recogiéndolos en una pequeña cola. Sin entretenerse en explicaciones, procedió a seleccionar con parsimonia media docena de cojines mullidos, que ordenó sobre una mesa de mármol, baja y alargada, y que terminó cubriendo con un delicado mantel de hilo.
—Lo de ver una película me parece una idea magnífica, sobre todo si es clásica, pero eso será después, todo a su debido tiempo; antes, cenaremos, aunque lo siento, deberemos hacerlo por turnos… —puntualizó en tono enigmático.
—¿Qué te propones?
—Cumplir con algo que me prometí probar con algún amante muy especial, y tú pareces serlo, después de un viaje que hice a Japón hace un par de años —adelantó con picardía—. Pasé allí diez días haciendo negocios con gente del mundo del arte y la alta joyería; japoneses ricos, muy refinados. Y muy depravados. Me llevaron una noche a un restaurante en el que servían lo que ellos llaman naked sushi…
—¿Naked sushi, qué demonios es eso? —interpeló Henry.
—Existen dos modalidades. En la primera de ellas, denominada nyotaimori, los comensales toman las viandas del cuerpo desnudo de una mujer, a la que han adornado delicadamente con hojas llenas de sushi, sashimi y flores…
—¡Ah, eso, sí, ya sé a qué te refieres, lo he visto en fotos y en películas! —asintió él adivinando las intenciones de Adèle—. Diría que se está poniendo de moda; hasta en un capítulo de Sex & The City, Samantha se coloca sobre una mesa dispuesta a ofrecerle una sorpresa a su novio. Una humillación erótica muy excitante.
—Tormento erótico, gastronomía erótica, parafilia…, llámalo como quieras. La segunda modalidad, llamada nantaimori, es idéntica; la única diferencia es que es un hombre, hum… apetecible, el que ejerce de bandeja, ¿te excita la idea o es algo demasiado fuerte para ti?, ¡tal vez hiere tu sensibilidad, si es así, nos olvidamos!
El cansancio acumulado desapareció del semblante de Henry en cuestión de segundos, así vio con claridad lo que ella tenía en mente. Concluyó que era preferible morir en brazos de una mujer como Adèle, siempre dispuesta a nuevas experiencias sensuales, que vivir cien años de monotonía y abulia.
—Hay muchas cosas que hieren mi sensibilidad, chérie, pero no esta en concreto. Además, creo que aún me queda carburante en el depósito… —aseguró entre risas—. De todos modos, por lo que sé, que no es mucho, esos banquetes tienen reglas inquebrantables.
—Sí, es cierto, las tienen…
—El hombre o la mujer que ejerce de objeto erótico no debe moverse en absoluto, ni moverse, ni expresar nada, y aún menos excitarse, pero los comensales, por su parte, no pueden siquiera rozarles; deben limitarse a coger la comida delicadamente, con palillos, sin más, ¿me equivoco?
—Efectivamente, así es —ratificó ella—. Pero soy de las que piensan que todo juego debe ser adaptado. No lo olvides, Henry, somos franceses…, ¿tú crees que esos oblicuos del sol naciente pueden enseñarnos algo nuevo en cuestión de suplicios amorosos? Te propondré algo mucho más divertido. Mantendremos la primera regla. Ni tú ni yo nos moveremos. Ni pestañear.
—¡Muy bien, seré una estatua! ¿Qué pasa con la segunda?
—En ese sentido que cada uno disponga, en su banquete, a placer —propuso—. Yo, por mi parte, pienso decorarte de forma exquisita, y regarte con soja y todo tipo de salsas, de las que no pienso dejar el más mínimo rastro. Dicho de otro modo: si me apetece morderte, tocarte o hacerte cosquillas, lo haré…, ¿aceptas?
—Juego.
—Entonces sé galante y deja que empiece yo. Estoy muerta de hambre. Quítate el albornoz y túmbate sobre el mantel —ordenó empujándole en el centro del pecho y haciéndole retroceder.
El sonido solemne y catedralicio de un órgano, procedente de la cercana iglesia de Saint-Roch, interrumpió el excitante desfile de recuerdos de Henry, sacándole de su deliciosa duermevela y obligándole a abrir los ojos.
Un bendito domingo.
De regreso de un tormento y un éxtasis que ninguna relación guardaba con la pasión litúrgica.
—Son las doce, cielo… —apremió acariciando la espalda de Adèle—. ¿Vamos a seguir durmiendo todo el día?
—¿Las doce?, ¡joder, qué tarde!
—Sí, las doce. La gente está en misa, hace un minuto cantaban.
—¿En misa?, ¿quieres que vayamos a misa? —indagó ella con voz somnolienta. Se volvió hacia él y le rodeó con sus brazos—. Los domingos, mis padres adoptivos acudían siempre al oficio de medio día en Saint-Roch, Tal vez deberíamos ir y expiar tanto pecado. Estamos condenados.
—Si esto es estar condenado, que me borren de cualquier otra lista —murmuró riendo y mordisqueando sus labios—. ¿Sabes? ¡Me duele todo! ¡Lo que me hiciste ayer no tiene nombre; eres una maldita zorra traidora, una zorra adorable!
—No te quejes. Te vengaste a base de bien, bastardo. Cuando me mire en el espejo y descubra tus huellas, gritaré.
—¿Qué plan tenemos hoy?
—Me da igual. Lo que prefieras. Podríamos buscar un restaurante agradable, tomar café, incluso ir al cine —sugirió—. Ya te he dicho que hasta mañana a las nueve estoy libre. Y prefiero no pensar en lo que me espera mañana. Tengo un montón de asuntos que atender; solo recordándolo me pongo de mal humor.
—Me parece bien. Comida y tal vez cine. Te propongo algo. Quiero pasar por mi apartamento, darme una buena ducha y cambiarme de ropa. Tú podrás arreglarte tranquilamente. Tardaré poco más de una hora en recogerte.
El día era espléndido, casi veraniego, y las calles aparecían prácticamente desiertas. Henry empleó algo más de quince minutos en llegar hasta su domicilio, en la calle Favart, entreteniéndose a cada paso, observándolo todo con la agradable sensación de ser un extranjero. En menos de dos días, la práctica totalidad de su vida anterior se había desdibujado, como si un telón hubiera descendido separando dos actos de una obra teatral. Adèle parecía ser el comienzo de algo nuevo.
Accedió al vestíbulo del edificio y se detuvo un instante a mirar el buzón.
Todo ocurrió con inusitada celeridad a partir de ese momento. Antes de que pudiera entender lo que sucedía, una sombra se abalanzó sobre él, por la espalda, y rodeándole el cuello con un poderoso abrazo, le derribó.
La puerta de la calle se abrió de par en par y otros dos tipos entraron. Uno le colocó el pie en el pecho, inmovilizándole; el otro, sin titubeos, le encañonó con una pistola.
—¿Es usted Henry Gaumont? ¡Vamos, conteste!
—¡Malditos hijos de puta, soltadme! —gritó forcejeando en vano—. ¡Sí, soy Henry Gaumont! ¿Qué coño queréis? ¡Os he visto la cara, la habéis cagado, acudiré a la policía!
—No pierda el tiempo, amigo. Nosotros somos la policía.