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Pato a la sangre

Daniel Boillot frunció el entrecejo hasta afilar la mirada y retrajo la punta de su nariz como si buscara olfatear el rastro de una presa. Todo su rostro se asemejaba al de una rapaz que hubiera descendido desde las alturas hasta ir a posarse junto a los despojos de un cadáver.

De hecho, tenía frente a él un fiambre de lo más apetitoso.

El difunto se había desplomado de forma súbita sobre la mesa tras adquirir la lividez de un velón de iglesia y bambolearse en la silla como un tentetieso, yendo a estrellarse contra el exquisito pato numerado a la sangre, al estilo de Rouen, que saboreaba en el momento del óbito.

Los testimonios de todos los presentes coincidían en el relato del luctuoso suceso. Lividez. Bamboleo. Golpe contra el plato. Por ese orden.

Tras permanecer inclinado sobre el cuerpo durante un par de minutos, el forense de la policía se irguió con gesto dolorido, llevándose de inmediato las manos a la zona lumbar, y miró en derredor, buscando localizar a Laurent Delarbre, el reputado chef del restaurante La Tour d’Argent, al que conocía bien.

Al distinguirle, Boillot le hizo una señal y él se aproximó cariacontecido.

—¿Cómo va todo, Delarbre?

—Pues ya ve, monsieur Boillot, ¡menuda desgracia! —murmuró con pesadumbre—. Es la primera vez que pasa algo así aquí. Menos mal que esta parte del restaurante estaba casi vacía. Acabo de llamar al propietario, André Terrail. Está en Londres, por negocios. Al enterarse, se ha echado a temblar.

—¿Por qué?

—No sé si lo sabe, pero últimamente somos víctimas de una campaña de acoso y derribo por parte de un reputado crítico gastronómico…

—¡Ah, sí! El tumbaollas viperino de Le Monde. Suelo leer su columna.

—Exacto. Parece que nos odie. No pierde comba a la hora de ensañarse con nosotros. Seguramente recordará que hace unos meses subastamos la mitad de nuestra inmensa bodega a fin de dar cabida a nuevos caldos. Pues bien, ¡él lo interpretó escribiendo que La Tour d’Argent, ante la caída de clientela, debida a su notoria pérdida de calidad, buscaba liquidez! —explicó Laurent desolado.

—En ocasiones, tal como decía François Mauriac, el premio Nobel de Literatura, un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, del mismo modo que un pésimo vino puede llegar a ser un buen vinagre, ¡pero no es el caso de ese amargado! —dijo Boillot soltando una risilla—. Estoy al tanto de esas cosas, amigo mío. De todos modos, no hay nada de lo que preocuparse. Esto tiene toda la pinta de ser un infarto. Cada día mueren docenas de personas a causa de un infarto: en la ducha, en el coche o en un restaurante. A no ser que…

—¿Qué?

—¡Que durante la autopsia descubra que el pato estaba envenenado! —espetó el forense con socarronería.

—¡Por Dios, no me gaste esas bromas, que estoy muy nervioso!

—Dime, Delarbre: ¿dónde están sus compañeros de mesa? —interpeló—. ¡Veo que aquí hay tres cubiertos!

Laurent se giró y señaló a dos hombres que permanecían a cierta distancia, por detrás del perímetro que había establecido la policía.

—Muy bien. Gracias. Eso es todo por ahora.

Una vez el chef se hubo retirado, Daniel Boillot solicitó a uno de sus ayudantes que fotografiara la mesa y la posición del cuerpo desde todos los ángulos posibles; después, enfundó sus manos en unos guantes de látex, se colocó unas pequeñas gafas rectangulares sobre el puente de la nariz y levantó cuidadosamente la cabeza del fallecido tirando de sus cabellos. Tenía el rostro cubierto de salsa de sangre y restos de carne y semillas de higo; incluso un gajo de naranja se había acomodado como anillo al dedo en la media luna del arco superciliar del ojo izquierdo, bajo la ceja. Limpió su cara con una servilleta y examinó los labios, la lengua y el iris de los ojos. Un minuto después, devolvió delicadamente la cabeza al plato.

Se disponía a quitarse los guantes cuando un pequeño detalle atrajo su atención. Un diminuto punto rojo, del tamaño de una lenteja, afloraba en la parte inferior del tórax. Destacaba poderosamente sobre el blanco impoluto de la camisa. Boillot se puso en cuclillas y lo examinó con calma, creyendo, de entrada, que se trataba de una mínima salpicadura de salsa, pero no tardó en descartar esa posibilidad.

—Vaya, vaya, qué tenemos aquí…

Chasqueando los dedos solicitó ayuda a un policía que acudió diligente al requerimiento del forense.

—Incorpórale. Mantén su espalda erguida, contra el respaldo —ordenó.

Al punto, procedió a desabotonar la camisa hasta dejar al descubierto los hombros y el torso del difunto.

—¡Vaya, vaya! —repitió tras escudriñar cada centímetro de la epidermis.

—¿Qué ocurre? —interpeló el agente escamado.

—Murder, she wrote! —exclamó Daniel.

—¿Cómo?

—¿No conoces la serie Se ha escrito un crimen, con la gran Jessica Fletcher? —preguntó en tono burlón mientras se desprendía de los guantes.

—Pues, eh, no…, creo que no. Suelo ver Crime Scene Investigation.

—Es normal, eres muy joven. No importa. Este hombre ha sido asesinado, muchacho —aseguró taxativo—. Llama a criminología, busca a la inspectora Claire Valéry. Sé que hoy está de guardia. Dile que la necesito aquí.

—Muy bien, señor, así lo haré, ¿retiramos el cuerpo?

—No. Vuelve a dejarlo sobre el plato, tal como estaba. Encárgate de que avisen al juez; yo prepararé el informe en unos minutos, pero él debe estar presente cuando procedamos al levantamiento del cadáver.

Con mueca de fastidio, frotándose el pescuezo, Daniel Boillot se aproximó hasta el gran ventanal circular del restaurante y se abstrajo en el suave discurrir de las aguas del Sena y en la imponente estampa de Notre-Dame, cuyas agujas y arbotantes brillaban bajo la suave luz del día.

Acto seguido, con las manos enlazadas a la espalda, fue al encuentro de los dos testigos principales. Eran la viva estampa de la consternación. Se presentaron como Ambroise Vasser y César Runon.

—¿Qué relación mantenían ustedes con ese hombre? ¿Son familiares, amigos? —indagó sin entretenerse en preámbulos.

—No. Ni amigos ni familiares —repuso el primero de ellos, un tipo alto, con pinta de ejecutivo, de unos treinta años—. Trabajábamos para él. Era nuestro jefe.

—¿Lo de hoy era una comida de trabajo?

—Sí.

—¿En sábado?

—No es habitual, pero hemos pasado buena parte de la semana cerrando un acuerdo con los directivos de una empresa de Boston. Ayer por la tarde firmamos el contrato. Y esta mañana, a primera hora, hemos acudido a su hotel, el Four Seasons, para ultimar algunos detalles, desayunar con ellos y despedirles. Han salido en dirección al aeropuerto poco antes de las doce, en un taxi. Y luego, al quedarnos solos…

—¿Sí?

—Léopold Leveque, nuestro jefe, nos ha propuesto celebrarlo aquí, en La Tour d’Argent —explicó Ambroise señalando al muerto—. Ese acuerdo representa un negocio importante para nuestra empresa.

—¿A qué se dedican ustedes?

—Somos publicistas.

—Díganme: ¿recuerdan algún detalle significativo, algo que haya ocurrido en las últimas dos o tres horas?

—¿A qué se refiere?

—Su jefe, Léopold, ¿ha mostrado algún síntoma de vértigo, de mareo?, ¿se ha quejado en algún momento?

Ambroise repasó sus recuerdos inmediatos. Desfilaron rápidos por su cerebro, como las imágenes aceleradas en una moviola. Al poco, desconcertado, encaró a su compañero en busca de ayuda.

—Diría que lo único digno de mención es el topetazo en el semáforo, ¿recuerdas? —apuntó César encogiéndose de hombros.

—¿Qué topetazo?

—Como era pronto y disponíamos de tiempo, hemos venido hasta aquí andando, bordeando el Sena desde el muelle de Orsay —explicó Ambroise retomando la narración de los hechos—. Al llegar a la Île de la Cité, a la altura del puente Saint-Michel, cuando cruzábamos por el paso de peatones, Léopold se ha dado de bruces con un individuo que iba con prisa. Había mucha gente en ese momento. El encontronazo ha sido violento, casi pierde el equilibrio y cae.

—¿Qué más? —insistió el forense.

—Pues no mucho más… —desestimó César—, ha soltado una blasfemia, se ha quejado de una ligera molestia en el costado, y hemos continuado hasta aquí sin darle más importancia al incidente.

—¿Qué hay del tipo con el que ha chocado?, ¿han logrado verle?

—No. Todo ha sido muy rápido. Lo que sí puedo decirle es que era alto, de metro ochenta, delgado, de cabellos negros. Vestía una gabardina de color ocre…

—Muy bien, señores. Eso es todo por ahora —decidió Boillot—. Un agente les tomará declaración, y en unos días serán citados a fin de revisar de manera mucho más pormenorizada, los hechos.

Finalizada la conversación, Daniel buscó al agente que le había ayudado minutos antes. Le encontró hablando por teléfono.

—El juez está avisado y viene hacia aquí… —anunció tras colgar—. En lo que respecta a la inspectora Valéry, lo siento, señor Boillot, imposible contactar con ella. Me han dicho que está trabajando en la escena de otro crimen. Parece que han asesinado a una pareja en el área de Chaillot. Es todo cuanto sé…

—¡Joder, qué pasa hoy en esta ciudad! ¿Se ha vuelto loca la gente o es cosa de la primavera? —gruñó Daniel buscando un lugar tranquilo en el que instalarse y poder tomar notas.

A media tarde, tras una comida a destiempo y la inevitable galbana que acarrea el exceso de vino, el forense se sacudió la pereza y se dispuso a efectuar la autopsia a Léopold Leveque en el laboratorio central de la policía científica. Iluminó adecuadamente el cadáver y orientó la cámara de vídeo.

Una fina varilla de plástico rígido, introducida cuidadosamente por la diminuta obertura del tórax, permitió que Boillot confirmara sus sospechas. La brecha, que sorteaba de forma limpia las costillas flotantes, había sido abierta sin duda alguna por un objeto metálico, afilado, en un golpe preciso propinado en sentido ascendente.

El arma del crimen podía ser un simple alambre rígido. O una pequeña aguja de ganchillo.

—Una verdadera obra de arte, yo no lo hubiera podido hacer mejor… —musitó con expresión admirada. Y tocando levemente a la víctima en el hombro, añadió—: Lo siento, amigo, pero esto va a ser una verdadera sangría.

Procedió a cortar de forma limpia con el escalpelo, y tal como esperaba, la sangre fluyó incontenible, a borbotones, como si un saco de plasma hubiera reventado. Resbaló por el cuerpo y comenzó a extenderse por la mesa.

Estaba a punto de alcanzar el hígado cuando un ruido familiar le hizo detenerse. Las puertas batientes de la sala se abrieron de par en par ante la embestida de dos camillas empujadas por miembros del servicio de transporte de la policía metropolitana.

—Viande pour la charcuterie! —exclamó con deje macabro el primero en irrumpir—. ¿Abrimos los sacos y colocamos los cuerpos en las mesas?

—¿Estás de broma? —refunfuñó el médico con mal humor—. Son las siete de la tarde. Acabo lo que estoy haciendo y me marcho. Mañana tiene turno Chavernel. Ya se encargará él de destriparlos a gusto…

—¿En las cámaras, entonces?

—No, déjalos ahí; yo los colocaré antes de irme.

—Como quiera. En las carpetas encontrará toda la información —indicó, aventando con el dorso de la mano al compañero que le iba a la zaga en clara señal de retirada—. El caso lo lleva la inspectora Valéry. Supongo que no tardará en aparecer por aquí. Está arriba, en las oficinas. Ha preguntado por usted.

Tal como había adelantado el transportista, Claire Valéry apareció diez minutos más tarde, seguida de cerca por Jean-Louis Pitrel.

—¡Por Dios, Daniel, qué pinta, das verdadero asco! —exclamó nada más entrar, dejándose caer con aspecto derrotado en la primera silla que encontró a su paso—. Preferiría no besarte, pareces el protagonista de una película de terror de la Hammer. De aquellas baratas, en blanco y negro. Déjame descansar, estos pies ya no son míos, llevo todo el día en danza.

El forense sonrió encantado.

—Acabas de recordarme a tu padre. Él era mucho más remilgado que yo; un maldito finolis capaz de abrir en canal a cualquiera sin apenas mancharse el delantal —comentó jocoso—, ¿sabes cómo me llamaba cuando discutíamos?

—No tengo ni idea, pero conociendo a mi padre, cualquier cosa…

—¡El matarife de Elm Street!

Claire rió de buena gana, olvidándose momentáneamente del tormento que le ocasionaban los zapatos. Era cierto, Jules Valéry siempre bromeaba a costa de Boillot; de hecho, había llegado a convertir a su inseparable amigo y compañero de profesión en el protagonista de innumerables aventuras imaginarias que le relataba por las noches cuando era solo una niña. De resultas de eso, y durante mucho tiempo, Claire había considerado al forense un émulo risible e inofensivo de Freddy Krueger.

—¡Solo te faltaría una sierra! —exclamó divertida.

—¿Sierras mecánicas?, ¡tengo un par de ellas en el armario, en serio!

—Bueno, déjalo, ya basta, que me duele hasta la risa. Dime, ¿quién es ese hombre, cómo le han matado?

—¿Este? ¡Uh, un tal Léopold Leveque, director de una agencia de publicidad! ¿Sabes? ¡Aún no salgo de mi asombro, tenía referencias pero no había visto nunca algo así! —afirmó mientras persistía en su empeño de extirpar el hígado.

Jean-Louis Pitrel, que hasta el momento había permanecido en un discreto segundo plano, optó por imitar a la inspectora, buscando, a su vez, una silla en la que sobrellevar el súbito mareo que le suponía contemplar aquel torrente de sangre.

—Le han clavado un estilete finísimo, algún tipo de aguja, en el hígado, de forma parecida a las punciones que se realizan en quirófano a fin de obtener pequeñas muestras que poder analizar —continuó contando el forense—. Es algo apenas perceptible, casi indoloro; un pequeño pinchazo, de pocos centímetros de profundidad, sin importancia…

—No lo entiendo, entonces…, ¿por qué resulta mortal? —balbuceó el analista intentando superar el vaivén, blanco como el papel de fumar.

—¡Buena pregunta! No es mortal si después de la punción se guarda reposo y se faja la brecha, permitiendo la cicatrización, pero si uno continúa moviéndose como si nada, se desangra interiormente, y muere en una o dos horas… ¡No lo olvides: toda la sangre pasa por la depuradora hepática! —aseveró Daniel con aires de catedrático.

—¿Alguna pista relacionada con el móvil o la autoría? —interpeló Claire con desgana, decidiendo deshacerse de una vez por todas de los malditos zapatos—. ¡Qué bendición, el suelo está frío!

—Nada significativo, ni siquiera una descripción detallada del asesino. He intentado localizarte, pero al no conseguirlo, el inspector Broussard se ha hecho cargo del caso. Está hablando con los familiares, intentando establecer alguna línea de trabajo… —contó—. Bueno, eso es todo, ¿qué tal tú?

—Nosotros tenemos dos cadáveres. Un hombre de sesenta y ocho años, Émile Faucet, propietario de una cadena de hoteles de autopista, y una mujer de unos cuarenta, Miriam Fournier. Al parecer eran amantes. La encargada de la limpieza les ha encontrado a primera hora de la mañana, en el salón de la casa de Faucet en la calle Georges Bizet, en Chaillot. La pobre mujer ha sufrido un tremendo ataque de ansiedad y la han tenido que trasladar a un hospital. Ella nos ha alertado… —explicó Claire.

—¿Tal vez un robo con final sangriento? ¡Uf, por fin, maldita sea, ya lo tengo! —tronó Boillot triunfal alzando la víscera como un trofeo.

La exhibición de aquella masa informe y sanguinolenta era más de lo que el estómago delicado de Jean-Louis Pitrel podía soportar. El analista salió de la sala de autopsias como una exhalación, llevándose la mano a la boca.

—¿Qué le pasa al muchacho? —interpeló el forense escamado—. ¡Se diría que nunca ha visto a un muerto!

—Lo que ha visto es una asquerosidad de mucho cuidado. Yo también estoy al borde de la náusea.

Entre risas, Boillot depositó el hígado en una bandeja metálica.

—Te preguntaba si el móvil era el robo —insistió.

—No, nada de robos. La casa de Faucet posee sistema de alarma y servicio de seguridad nocturno. Ninguna cerradura o ventana forzada. Todo estaba limpio. Murieron envenenados…

—¿Envenenados? ¡Caramba, hoy debe ser el día de los crímenes atípicos! —gruñó encantado—, ¿qué clase de veneno han utilizado?

Por toda respuesta, Claire se puso en pie y caminó de puntillas hasta la silla de Jean-Louis. El joven había colgado del respaldo una bolsa de plástico negro.

—Acércate. Quiero que veas esto —propuso la inspectora trasladándose hasta una pequeña mesa auxiliar.

El forense se aproximó dando tumbos, con las manos alzadas a fin de evitar dejar un reguero de sangre por el piso.

—¿De qué se trata?

La inspectora le mostró una elegante caja rectangular, de color granate y textura aterciopelada. Sobre la tapa, en caligrafía inglesa impresa en oro, se podía leer: «Amaretto, mon amour».

—¡Bombones!

—Sí. Bombones de licor de amaretto. Estos dos desgraciados se zamparon la mitad de la caja. Después, cuando la ponzoña les abrasó las tripas, intentaron arrastrarse por la alfombra del salón. Él casi consiguió llegar hasta el teléfono —explicó Claire—. Dime, sabelotodo, ¿qué veneno utilizarías en unos bombones de licor de amaretto?

—¡Me encantan los bombones, y también el amaretto, menuda combinación! ¡Demonios, no me metas prisa, déjame pensar! —solicitó el médico—. A ver, ese licor se elabora con huesos de albaricoque, hierbas, alcohol, azúcar y…

—¿Almendras amargas?

—¡Exacto, con almendras amargas, la gracia está en el punto amargo!

—Por tanto…

—¿Por tanto? ¡Joder, claro, ácido cianhídrico! —dictaminó en un irrefrenable eureka que le llevó a agitar las manos y a recibir un roción de diminutas gotas de sangre en el rostro y en los cabellos.

—Sí, cianuro. Eso he pensado yo.

—Muy ingenioso. Detectar una concentración alta de cianuro en licor de amaretto es prácticamente imposible. Y envenenar los bombones, sumamente sencillo, basta una hipodérmica —razonó—. Por favor, abre los sacos, quisiera cerciorarme de que lo que dices es cierto.

La inspectora se aproximó a las camillas y descorrió las cremalleras, dejando los cadáveres a la vista. Tanto Émile Faucet, un hombre grueso, de aspecto lozano, como Miriam Fournier, mujer de facciones elegantes, mostraban el rastro dejado por el veneno. La lengua y los labios presentaban en los dos casos una intensa coloración azulada, casi violácea.

—El cianuro impide que las células transporten oxígeno, literalmente las estrangula —dictaminó—. Y la etimología no engaña: cian, cianhídrico, cianótico. No cabe duda, Claire: envenenados.

—¿Te encargarás de que los del laboratorio analicen los bombones?

—Eso está hecho. El lunes a primera hora tendrás un informe.

—Es curioso, pero todos estos asesinatos parecen obra de Le Club… —aseveró Jean-Louis Pitrel a sus espaldas.

El analista permanecía apoyado contra una de las hojas abatibles, con los cabellos húmedos y aspecto indispuesto.

—¿Cómo puedes afirmar eso? —interpeló Boillot.

—Jean-Louis se está convirtiendo en toda una autoridad en Le Club, Daniel; emplea todas sus horas libres en estudiar los expedientes. Incluso ha alumbrado alguna que otra teoría que deberíamos considerar y analizar detenidamente —contó Claire. Y acto seguido no dudó en mostrar su escepticismo ante la observación efectuada por el joven—. Lo siento, pero no logro ver la relación, ¿puedes explicarte?

—Es lógico. Me estoy refiriendo a dos de los pocos asesinatos que Le Club ha llevado a cabo fuera de nuestras fronteras. No merecieron tanta atención, por parte del departamento, como los ocurridos en nuestro territorio. Uno se cometió en Italia, cerca de Nápoles; el otro, en España, en el País Vasco.

—Solo los recuerdo vagamente. Continúa… —espetó la inspectora de regreso a la silla, sorteando el reguero de sangre dejado por Boillot.

—En Nápoles, Le Club, o su rama italiana, pues a estas alturas no deberíamos descartar el hecho de que la organización pueda estar asentada en más de un país, mató a un industrial sobre el que recaía la sospecha de estar relacionado con la Camorra. Le dieron pasaporte inyectando cianuro a través del corcho de un magnífico y carísimo licor de amaretto —relató Pitrel—. En el segundo asunto, en una localidad próxima a Irún, eliminaron a un miembro de ETA, la banda terrorista vasca. Un tal Bengoetxea. Formaba parte del aparato logístico y era responsable del entrenamiento de comandos. Durante años residió en el área de Pau, en el sur de Francia, donde luego se hallaron varios zulos atestados de armas. A él le clavaron un estilete en el hígado, de forma muy parecida al caso que nos ocupa… —dijo señalando el cadáver de Léopold.

Claire y Daniel se miraron desconcertados, como si cada uno esperara un pronunciamiento por parte del otro. El forense se encogió de hombros y aprovechó el silencio creado por la explicación de Pitrel para desprenderse de los guantes y lavarse.

—La similitud, en lo que a modus operandi se refiere, es más que evidente; eres un gran observador, pero aquí hay un par de cosas que no encajan en absoluto… —alegó el médico saliendo de su mutismo—. Para empezar, estas tres personas, mientras no se demuestre lo contrario, parecen ser gente corriente. Y lo que a mi entender aún resulta más significativo…

—¿Qué?

—No olvides, Jean-Louis, que Le Club no renuncia jamás a dejar su marca de agua allí por donde pasa, ¿habéis encontrado alguna de sus habituales citas junto a los cuerpos? —inquirió mientras secaba de forma meticulosa sus manos.

—No. Ni máximas ni filosofía alguna —zanjó Claire con evidente abulia, devolviendo sus pies al suplicio del calzado—. Bueno, ya está bien por hoy. No me quedan fuerzas ni para hablar. El lunes continuaremos. Ahora necesito llegar a casa, darme una ducha caliente y abrazar a mi hija, ¿tú te quedas, Daniel?

—No, ni hablar. Congelo a todos estos y me largo, ¡en media hora juega el Saint-Germain y lo retransmiten por televisión! —resolvió lanzando con increíble precisión la toalla al cubo.

La inspectora propinó un leve empellón a su ayudante, instándole a salir de la sala de autopsias.

—Vamos, Pitrel, déjalo ya, basta de elucubraciones o acabarás quemando todos tus fusibles —recomendó en tono afectuoso cuando ya enfilaban el largo pasillo de salida. De forma incomprensible, nada más pronunciar esas palabras, se detuvo en seco y se llevó la mano a los labios, como si una súbita e inesperada revelación hubiera iluminado su cerebro.

—¿Le ocurre algo, se encuentra bien?

—Fournier… Fournier… ¡Miriam Fournier!

—¿Qué pasa con esa mujer?

—¡Llevo todo el día preguntándome, una y otra vez, por qué su nombre me resulta tan familiar!

—¿Y ya lo sabe?

Durante un lapso de tiempo, que al joven se le antojó interminable, Claire, con expresión perpleja y mirada perdida, permaneció ajena a todo estímulo, incapaz de reaccionar. Parecía haber abandonado el mundo.

—¡Por favor, reaccione o acabaré preocupándome de verdad! ¿Qué le sucede? —conminó Pitrel zarandeándola.

—¡Sé quién ha hecho esto, Jean-Louis! —murmuró obnubilada, abriendo los ojos con desmesura.

Después, su rostro pareció cobrar vida. Encaró a su ayudante, y aterrándole por las solapas repitió como una autómata…

—¡Sé quién ha hecho esto!