12

Adèle Mercier

Buscando concederse siquiera un minuto de respiro, Henry se acomodó en una de las confortables butacas de terciopelo rojo que se alineaban, como un ejército en impecable formación, a ambos lados de la gran sala de subastas de Art & Auctions. Dejó su americana en el asiento contiguo y se distrajo en el incesante ir y venir de los operarios, que ultimaban detalles, ordenaban los lotes y probaban el sistema de sonido y la cámara de vídeo destinada a proyectar, en una gran pantalla lateral, imágenes de las obras objeto de la inminente puja.

En la antesala, un elegante espacio destinado a recibir a los clientes, varias azafatas de una empresa de eventos disponían bandejas con copas y canapés. Y aún algo más allá, en el vestíbulo del edificio, el personal de limpieza se entretenía en sacar brillo a los brazos de una espectacular lámpara y en extender una larga alfombra que llegaba hasta la calle.

Apenas habían transcurrido dos semanas desde el momento en que Henry aceptó unirse a la empresa, y mirando hacia atrás se le antojaban una pequeña eternidad. Pierre Cassel se había impuesto la tarea de tutelar personalmente su formación, mostrándole los entresijos del negocio; los balances y resultados obtenidos en los últimos años; la apuesta segura que constituían las obras clásicas y el tiento que se debía mostrar siempre en todo lo referido a nuevos talentos o corrientes de vanguardia. A eso había que sumar media docena de comidas y reuniones con clientes y colaboradores, y el tiempo personal que el creativo había dedicado a conocer y a confraternizar con algunos de los compañeros que formaban el equipo estable de A & A.

De todos ellos, sin duda alguna, Muriel Martin valía su peso, que no era mucho, en oro. Ligera como una mariposa, la secretaria personal de Cassel era la verdadera ama de llaves de la empresa, la que lo sabía y controlaba todo, capaz de solventar cualquier contratiempo sin perder el buen humor ni el halo pizpireto que la envolvía de la mañana a la noche.

Al cansancio que conlleva una inmersión de esas características, se unía el hecho de que tres días atrás, tras una breve y afortunada búsqueda, Henry había trasladado sus pocas pertenencias personales a un encantador apartamento amueblado en la tranquila calle Favart, por debajo del boulevard de Montmartre, a dos pasos del teatro de la Ópera y de la selecta plaza Vendôme.

La vida volvía a sonreír y a mostrarse en todo su esplendor.

Estiró los pies y arqueó la espalda, tensando todos los músculos, intentando sacudirse la agradable modorra que arrastraba. Y en esas estaba cuando un desaliñado Cassel hizo su aparición en el salón. Llevaba la americana colgando del brazo, los primeros botones de la camisa desabrochados y había aflojado el nudo de la corbata.

«Todo muy estudiado —pensó Henry al verle venir—, hasta el último detalle».

—Pareces James Bond después de haber hecho saltar la banca del casino de Mónaco —le espetó jocoso.

Pierre se sentó a horcajadas en la silla de la fila precedente, acodándose en el respaldo. Torció los labios. Algo parecía ir mal.

—¿Qué te pasa, no te encuentras bien? ¡Pareces mareado!

—Nada importante. Esa maldita grappa italiana me ha dejado el estómago hecho polvo, ¡qué ardor! ¿Qué tal tú?, ¡en mangas de camisa y sin corbata, muy ad hoc, pura indolencia!

—Algo cansado, pero muy bien. Acabo de revisar con Muriel la lista de coleccionistas e invitados. Esto se llenará hasta el techo. Y no quiero ni pensar en el revuelo que se armará cuando se saque a subasta ese óleo de Fragonard. Mañana, todo París hablará de esto.

Cassel asintió complacido. Unos días antes, el propietario de un lienzo firmado por el autor de El columpio, en el que se mostraba a un amanuense aplicado en copiar un manuscrito a la luz de las velas, había decidido ponerlo a la venta. Normalmente, cuando de forma tan inesperada algo así aterrizaba en las manos de Pierre, era reservado de cara a un futuro catálogo, pero dado el carácter heterogéneo de la colección que Art & Auctions presentaba ese día, el marchante había decidido incorporarlo en el último momento convencido de que su precio final superaría holgadamente el millón de euros.

—A propósito de repercusión: ¿qué medios de comunicación han confirmado su asistencia? —interpeló Cassel.

—Entre las publicaciones del sector, Beaux-Arts Magazine, Art Press y Frog; amén de los redactores de las secciones de arte de los principales periódicos; también tres cadenas de televisión y un enjambre de periodistas digitales… —enumeró Henry.

—No está nada mal. Buen trabajo. Esos excelsos de Art Press a buen seguro prestarán más atención a las mamarrachadas de Marc Dupontel, el novel que expone al otro lado, en la galería, que a Salzillo, Gérôme y Fragonard —alertó con sorna—: Ya sabes lo esnobs que pueden ser algunos. Al respecto, te prevengo acerca de Bernetta Lefevre, la redactor a jefe de Frog…

—Bonito nombre…, ¿qué pasa con ella?

—Lo entenderás cuando la veas. Podrías distinguirla entre un millón. Es lo más extremado que recuerdo haber visto en mi vida: flota a dos palmos del suelo, divina, acostumbrada a que le abran paso y le regalen los oídos. Tú limítate a elogiar la prenda extravagante de turno, aunque sea una apolillada estola de astracán con un papagayo disecado, y preocúpate de que no le falte champán en la copa —recomendó entre risas.

—He conocido a unas cuantas diosas encarnadas. No será problema.

—Ya lo comprobarás, Henry, pero con la élite del mundo del arte lo que mejor funciona es aparentar que estás de vuelta de todo, y, ocasionalmente, esbozar una mueca de asco. Eso les desconcierta totalmente y les obliga a cambiar de tercio en la conversación, temiendo haber soltado una sublime tontería. Muy pocos en este mundo saben de lo que hablan. Bueno, en vista de que todo está en buenas manos, me voy… —anunció poniéndose en pie—. Tú y Muriel seréis unos anfitriones perfectos.

—¿Qué quieres decir, no piensas asistir a la subasta?

—Tengo por costumbre no hacerlo. Termino siempre con los nervios deshechos. Además, mi presencia no asegura que pueda ir mejor o peor, que se venda todo o nada. De todos modos, si se produce un incendio, llámame, llevaré el teléfono encima.

—Muy bien, ¿estarás arriba, en casa?

Cassel contestó por encima del hombro mientras se alejaba.

—Solo el tiempo necesario, amigo mío. Pienso salir a divertirme. No olvides nunca lo que realmente importa.

—¿Qué es lo que importa? —interpeló Henry divertido alzando la voz.

—Lo dijo Alejandro Dumas: Cherchez la femme, pardieu! Cherchez la femme!

A lo largo de la siguiente hora, Henry comprendió a qué se refería Pierre cuando hablaba en tono desdeñoso de la extraña y heterogénea farándula adscrita al circo ambulante del arte. Muriel y él dieron la bienvenida a tipos estirados, serios, posiblemente responsables de los fondos de algún museo o colección privada; a grupos de septuagenarias ricachonas que parecían haber pasado el último lustro preservadas entre naftalina; a hombres distinguidos, de apariencia experta, dispuestos a disputar la presa como una jauría de lobos; a ejecutivos armados con móviles de última generación, prestos a efectuar las pujas que una voz anónima les dictaría desde Nueva York, Londres, Berlín o Roma, y a un sinfín de personajes a cual más peculiar. En medio de ese tropel que fue llenando el salón de subastas, Bernetta Lefevre, la redactor a jefe de Frog, solo era un espantajo encantador. Nada temible —pensó Henry, manteniendo a buen recaudo la sorna que afloraba en sus labios—; apenas una excelsa chabacana con afán de notoriedad, aquejada de verborrea, al igual que otros periodistas del ramo, que tras pertrecharse de copas y vaciar las bandejas que hallaron a su paso, fueron a ubicarse en un espacio reservado a la prensa.

—¿Qué tal lo he hecho? —inquirió Henry murmurando en el oído de Muriel—. Creo que mantener la sonrisa de oreja a oreja me ha dejado cara de polichinela italiano.

La secretaria se echó a reír de buena gana, apuró el champán que restaba y le estiró de la mejilla.

—Como si lo hubieras hecho toda la vida, con clase: absolument charmant!

—Será mejor que entremos, ¿no?

—Ve tú. Yo me quedaré por aquí, por si soy necesaria. Búscate un buen sitio y disfruta viendo a todos estos millonarios aburridos derrochar cientos de miles de euros.

—Creo que me voy a marear… —soltó sarcástico—. Te veré luego.

Henry distinguió un par de huecos junto al pasillo central. Había cruzado las piernas y desabrochado discretamente el primer botón de su camisa cuando una mujer hizo su aparición, apenas un minuto antes de que el director técnico procediera a presentar la primera de las obras. Avanzó por el pasillo, atrapando en su estela todas las miradas. Vestía una elegante chaqueta negra, de solapas anchas, cuyo vértice, a la altura del pecho, dejaba entrever un top de seda rematado por una vaporosa puntilla, y una falda ajustada, del mismo color, por encima de las rodillas; medias oscuras y zapatos de tacón alto. Caminaba con la cadencia de una modelo al desfilar sobre un alambre imaginario, sosteniendo entre las manos un fino bolso de piel.

Se detuvo junto a Henry y le miró fijamente a los ojos.

—Disculpe, ¿me permite? —solicitó con voz suave señalando la butaca vacía.

—¡Adelante, por favor! —invitó él en susurros, encogiendo de inmediato las piernas.

—Creía que no llegaría nunca. No sé qué demonios pasa hoy, pero no hay manera de encontrar un taxi. Buenas tardes, me llamo Adèle… —dijo en tono cortés tomando asiento.

—Encantado. Soy Henry.

—¿Henry? Juraría que no le he visto nunca —comentó tras dedicarle un fugaz vistazo—. ¿Es su primera subasta?

—Sí. La primera.

—¿Va a pujar por alguna obra?

—No pienso pujar.

—¡Ah!, ¿no?, ¿por qué?

—No. Soy nuevo en esto. Solo he venido a tomar notas y a observar.

Adèle asintió levemente y guardó silencio, como si diera por terminada la conversación; clavó los ojos en la pantalla, que mostraba un busto en mármol de una mujer turca, de unos setenta y cinco centímetros de altura, obra del artista francés Zacharie Rimbez. El subastador, con voz pausada y clara, anunció el precio de salida. Diez mil quinientos euros. Y al instante, un dispositivo electrónico, suspendido sobre el escenario, comenzó a mostrar, en forma de texto deslizante, las primeras pujas recibidas a través de Internet.

Antes de que Henry pudiera entender qué ocurría, la pieza era adjudicada a un postor italiano que había triplicado la cifra inicial. Y también, con inaudita celeridad, quedaron vendidas otras que se presentaron a continuación, entre ellas un galán de noche, de estilo art nouveau, obra del ebanista Louis Majorelle.

El creativo sonrió con ironía al constatar la velocidad del proceso. A pesar de las explicaciones pormenorizadas que Pierre Cassel le había brindado, el mundo de las subastas se le antojaba un universo extraño. Lo que resultaba más fascinante e insólito a sus ojos era el complejo sistema de señales que utilizaban los postores presentes a la hora de aceptar las cifras, siempre en ascenso, que se iban proponiendo. Una mujer, en el extremo opuesto, mostraba su conformidad haciendo tintinear las pulseras de su muñeca; un par de filas por delante de ella, un tipo delgado y calvo se limitaba a deslizar su índice por el arco del pabellón de su oreja izquierda, en un gesto nervioso; otro, ubicado en algún lugar que no podía determinar, se aclaraba la garganta, carraspeando dos veces. Pocos eran los que sin disimulo se contentaban con alzar un par de dedos.

Todos esos signos, apenas perceptibles, conformaban una jerga críptica, un código que solo el maestro de ceremonias atinaba a descifrar sin titubeos.

A base de fisgar de reojo en la intimidad de su elegante vecina, Henry terminó por descubrir que Adèle confirmaba sus pujas ladeando el rostro hacia la derecha y lanzando los negros cabellos de su media melena al vuelo. Cada vez que lo hacía, acortando la escasa distancia que les separaba, una delicada fragancia flotaba en el ambiente.

Era la única fragancia en el mundo que él era capaz de reconocer a un kilómetro de distancia. Mucho tiempo atrás, cuando se incorporó a G & H como director creativo, había dirigido una campaña para First, Premier Bouquet, perfume comercializado por la prestigiosa firma de joyería Van Cleef & Arpels. Desde entonces, llevaba ese aroma grabado de forma indeleble en algún punto entre la pituitaria y el cerebro.

Nada podía compararse a First, ni remotamente.

Y esa mujer, Adèle, era la contrapartida física de su fórmula quimérica y evanescente. Su belleza transmitía el desasosiego de aquellas metas que se intuyen inalcanzables y se desestiman; las cejas parecían haber sido caligrafiadas por un maestro zen, a pincel y con tinta china, sobre una piel de papel de arroz; los ojos, oscuros e inquisitivos, la boca de un pozo insondable; los labios, el preludio del delirio y la fiebre.

Henry buscó en vano referentes en el catálogo de rostros perfectos que almacenaba en su cerebro; posibles semblanzas que lograran explicar qué extraña alquimia había conseguido destilar tanta perfección.

A lo largo de la siguiente hora comprobó que Adèle pujaba de forma compulsiva por el esbozo de Jean-Léon Gérôme, por el óleo de Fragonard y por la figura de Salzillo. Y en todas las ocasiones lo hacía con un brillo extraño en la mirada y una sonrisa inquietante en los labios; pugnando, al menos en cinco ocasiones, contra los intereses de un hombre de unos sesenta años, de porte distinguido y rostro inexpresivo situado en la parte trasera de la sala.

Curiosamente, tras contribuir a que el precio de las obras escalara hasta alcanzar cifras de vértigo, la mujer refrenaba sus ínfulas y desistía en la recta final, abandonando el codiciado botín en manos del coleccionista rival.

Al terminar, las tres estrellas de la subasta habían superado con creces las expectativas más optimistas de Cassel. Solo esas ventas suponían algo más de cinco millones de euros. Todo un éxito.

—Veo que ha cumplido usted su promesa de no pujar —observó Adèle dirigiéndose a Henry, como si repentinamente hubiera recordado su existencia.

Le miró de un modo encantador y se puso en pie.

—Bueno, usted lo ha hecho por los dos…

—¡Sí, ha sido realmente divertido! —aseguró mientras se concentraba en arreglar la caída de su chaqueta.

—De todos modos, si me lo permite, hay algo que no acabo de entender…

—¿Qué?

—Parecía decidida a quedarse con las obras más importantes; de hecho, casi eran suyas, pero ha cambiado de opinión en el último momento, ¿me equivoco?

—Todo tiene su explicación, ¿quiere que se lo cuente?

—No me malinterprete, tal vez me estoy metiendo donde no me llaman, pero confieso sentir curiosidad —confesó Henry esgrimiendo la mejor de sus sonrisas.

—Vayamos por partes: la verdad es que la imaginería barroca me horroriza. No metería eso en mi casa ni aunque me lo regalaran —contó con desenfado—. En lo que respecta a Fragonard, bueno, nunca ha estado entre mis pintores favoritos. Definitivamente, el rococó no es mi estilo. Y por último…

—¿Gérôme?

—Sí, Gérôme. Gérôme es otra cosa. El es una de mis grandes debilidades. Ocurre que ya tengo dos magníficos óleos de Gérôme, ¿le parece bien si salimos?, ¡aquí hace un calor insoportable!

La expresión estupefacta de Henry logró que Adèle no pudiera contener la risa. Se llevó discretamente la mano a los labios, consciente del desconcierto que habían provocado sus palabras.

—¿He dicho algo raro? —indagó con impostada ingenuidad.

—¿Eh? ¡No, en absoluto, nada raro!

—¿Entonces? ¡Por su cara se diría que está viendo a un fantasma!

—Solo me he quedado fuera de juego, un tanto descolocado. No suelo conocer habitualmente a mujeres que posean lienzos de Gérôme… —balbuceó—. De todos modos, lo que ha dicho no contesta a la pregunta que he formulado, más bien al contrario: me confunde por completo.

—¡Claro, la pregunta, lo olvidaba! —exclamó—. Si le parece se lo explicaré una vez hayamos salido de aquí. Me aturde ver tanta gente alrededor. Daría cualquier cosa por algo bien frío, una copa de…, ¿le gusta el champán?

—Me encanta…

—Perfecto. Será mejor que nos tuteemos, ¿te parece?

—Lo estaba deseando.

Cuando por fin el paso quedó expedito y consiguieron alcanzar el vestíbulo del edificio, Muriel Martin les abordó. La secretaria de Cassel estaba exultante. Henry se vio obligado a detenerse y a disculparse con Adèle.

—Aprovecharé para ir a buscar mi coche. Lo tengo cerca. Te esperó en la esquina, en unos cinco minutos, ¿de acuerdo? —propuso la mujer antes de enfilar la salida.

Al quedarse solos, Muriel tomó a Henry de forma graciosa por las solapas y le interrogó con la mirada.

—¡Conoces a Adèle Mercier! —exclamó sorprendida.

—¿Se apellida Mercier? ¡Simplemente se ha sentado a mi lado! ¿Qué sabes de ella?

—No mucho, no la he tratado, solo sé lo que sabe todo el mundo. Es una de las mujeres más ricas de París, propietaria de una de las mejores joyerías de la plaza Vendôme. Tiene fama de ser bastante caprichosa —explicó la secretaria de Cassel—; colecciona pintura europea, sobre todo francesa, autores prerrafaelitas e impresionistas en general, figuras decorativas y mobiliario art déco, y…

—¿… y?

—Bueno, también se dice que colecciona amantes, y que los toma y los deja con la misma facilidad con que cambia de ropa, así que ya puedes ir con cuidado —advirtió Muriel divertida.

—¿Una femme fatale? ¡Pues acaba de invitarme a tomar una copa con una naturalidad pasmosa!

—Bueno, no diría tanto como eso; pero el río suena, quedas advertido.

—Seré cauto, ¿has podido hablar con Pierre?

—Le he llamado hace un minuto y le he informado de todo. Por su voz y el jaleo de fondo juraría que está en una fiesta muy animada, pasándoselo de miedo.

—Dime: ¿me necesitas? —tanteó él consultando el reloj.

—¡Anda, lárgate, que aquí todo el pescado está vendido! —espetó la secretaria entre risas, haciéndole retroceder de forma significativa—. Nos veremos el lunes.

A Henry no le costó localizar a Adèle. Le esperaba al volante de un BMW negro, con el motor al ralentí. Retocaba con coquetería el carmín de sus labios.

—¿Todo va bien? —preguntó—. Tal vez tenías otros planes…

—Sí, todo perfecto. No tenía nada previsto, así que dime: ¿dónde planeas llevarme?

Fouquet’s está cerca, es ideal para beber y cenar algo ligero… —comentó ella como si pensara en voz alta, sumándose al flujo de vehículos—, aunque a estas horas debe de estar lleno de famosos. Tal vez compartamos mantel con Gérard Depardieu, Jean Reno o, lo que es mucho peor, algún fantasma mediático…

—¿Alguna otra opción?

—¿Qué tal La Coupole, en Montparnasse?

Henry prorrumpió en una sonora carcajada.

—¿De qué demonios te ríes?

—¡De que en La Coupole nos encontraremos con los espíritus errantes de Picasso, Hemingway y Man Ray! Así que solo se trata de decidir si es más llevadero soportar a fatuos de carne y hueso o a espectros inmortales.

—¡Lo tengo claro, inmortalidad! ¡Vamos a La Coupole! —resolvió Adèle sumándose a la broma.

Cuando media hora más tarde entraron en el lujoso salón del restaurante, un montón de recuerdos sacudieron a Henry. Había estado allí en numerosas ocasiones; la última de ellas, con Miriam y algunos amigos antes de que todo se fuera al garete.

—Nos enfrentamos a otro dilema importante… —comentó Adèle una vez el maître les hubo facilitado las cartas y propuesto algunas sugerencias del día—: ¡Ya lo has oído! ¿Cordero con curry al estilo hindú, un clásico muy picante de La Coupole, o bandeja de caracoles, percebes y ostras sobre un mar de hielo picado?

—¡Entre pasar la noche en tierra, abrasado y muerto de sed, o naufragar contigo, me apunto a lo segundo! —exclamó Henry en tono seductor.

—Encantador e ingenioso —murmuró ella fingiendo revisar la relación de vinos—. ¡Y muy directo!

—También tú lo eres.

—¿Directa? No lo soy siempre. Solo cuando vale realmente la pena.

—Voy a tomarme eso como un halago. Dime: ¿qué champán te apetece, un Taittinger? ¿Qué tal un Comtes de Champaigne?

Adèle cerró la carta, tras permanecer pensativa durante unos segundos. Alzó el rostro y enfrentó a Henry con un brillo especial en los ojos.

—Si está escrito que nos vamos a ir a pique juntos, cosa que aún no está del todo clara… —dijo, creando una pausa maliciosa—, que sea con un Clos du Mesnil del 95 en los labios.

—¡¿Qué?! Espera, darling, que ahora voy yo y rompo el hechizo en pedazos: ¿tres mil quinientos euros la botella? ¡Estás de broma!

—En absoluto. Yo invito.

—¿Por qué? ¡No te equivoques, el problema no es el precio! —alardeó—. ¡Si va a ser la última botella de mi vida, la pago sin rechistar! Pero creo que me he perdido algo… ¿Qué se supone que estamos celebrando?

—Que acabo de ahórrame unos cuantos millones de euros, ¿lo has olvidado? —arguyó Adèle con expresión ufana. Al punto, sin dejar margen a la réplica, reclamó la atención del camarero. Tras encargar la cena volvió a adelantarse sobre el mantel con expresión satisfecha—. ¡Bueno, ya está! ¿Por dónde íbamos?

—Decías que eres unos millones de euros más rica…

—Exacto. Y eso me recuerda que debo contestar a la pregunta que ha dado pie a esta inesperada velada —murmuró—. Verás, si he hecho subir las pujas, ha sido para joder a un tipo que me cae muy mal.

—Lo imaginaba, ¿estás hablando del apolillado de aspecto británico sentado unas filas más atrás?

—Sí, de él. Se llama Louis-Philippe Chavanel; es el dueño de una importante compañía de construcción, un tipo inmensamente rico. Le profeso un odio viejo. Lo más divertido del caso es que él no tiene ni la menor idea de quién soy. Lo único que sabe de mí es que con relativa frecuencia aparezco en escena y le toco los cojones, obligándole a pagar muchísimo más por cada uno de sus caprichos —contó con malsano deleite.

—Me parece una táctica un tanto arriesgada, ¿qué pasa si él se retirara de la puja obligándote a comprar esa talla de Salzillo que no deseas? —comentó divertido.

—Obviamente, sé hasta dónde puedo llegar. Conozco todas sus obsesiones.

Era evidente que la inquina de Adèle hacia ese hombre no podía ser medida. Su determinación a la hora de perjudicar sus intereses constituía un acto volitivo, planificado, sistemático.

—De todos modos, me cuesta entenderlo… —apostilló Henry frunciendo el ceño.

—No es necesario entenderlo. Es una historia demasiado larga. Contarla llevaría su tiempo y me obligaría a remover un pasado que prefiero mantener a buen recaudo. Digamos que es un asunto que se remonta a su padre, Donatien Chavanel, un cerdo que, gracias al cielo, ya pasó a peor vida…

—¡Asombroso!

—¿Qué es lo que te parece asombroso?

—El hecho de que odios y venganzas se puedan perpetuar a través del tiempo, pasando de padres a hijos, como una herencia —apuntó cáustico—. No te conozco en absoluto, pero algo me dice que eres de armas tomar.

—Ese tipo de herencia se llama vendetta y ha existido siempre —puntualizó ella divertida, restando importancia al asunto—. Las venganzas son lícitas, ¿no? Al menos eso es lo que pienso yo. Me encanta planearlas, me produce un placer malsano.

—No lo tengo demasiado claro. Normalmente, los que la hacen rara vez la pagan. Tampoco estoy seguro de que invertir tanta energía en esos ajustes de cuentas sirva de mucho. Créeme, sé de lo que hablo.

—Todo depende de la magnitud del agravio. Tal vez tú eres un hombre de suerte, y la vida no te ha zarandeado; quiero decir, que ningún cabrón se ha interpuesto en tu camino…

—En eso te equivocas. No es así. He atravesado el desierto, solo y sin agua, pero… ¡bueno, qué demonios hacemos hablando de esto! —exclamó rascándose la coronilla de forma cómica—. La verdad es que esta noche preferiría…

—¿Sí?

—Preferiría divertirme, olvidarlo todo y…

La frase quedó inconclusa. El sumiller de La Coupole se aproximó, portando entre las manos la botella de Krug Clos du Mesnil como si se tratara de una pieza arqueológica de incalculable valor. La presentó revestido en pompa y circunstancia, y se retiró después de descorcharla y servir. Un minuto más tarde, un camarero depositaba una gran bandeja de marisco en el centro de la mesa tras desplegar todo un arsenal de tenacillas, cuchillos y tridentes.

Adèle se echo a reír ante el exceso de cubertería.

—Sans compliment, Henry! No hay nada más agradable que comer con los dedos —propuso haciéndolo todo a un lado—, los grandes placeres hay que abordarlos sin cursilerías. Bueno, cuéntame algo de ti: ¿qué hacías en esa subasta, qué es eso de que estabas tomando notas?

Omitiendo detalles referidos a su historia personal, Henry contó de forma sucinta de qué modo había derivado desde el mundo de la publicidad al ámbito del arte gracias a un encuentro fortuito con Pierre Cassel.

—Así que ahora trabajas para Art & Auctions. Suena interesante… —musitó—. El mundo del coleccionismo es veleidoso, tremendamente frívolo; para muchos es solo una forma más de invertir y ganar dinero. En el lado opuesto están los verdaderos amantes del arte, los que se extasían ante él y renunciarían a años de vida con tal de poseer ciertas obras.

—Hoy he empezado a constatar todo eso. Dime, ¿a qué te dedicas tú?

—A los negocios.

—¿Relacionados con el arte?

—En cierto modo. Soy dueña de una de las mejores joyerías de París. La heredé de mis padres adoptivos, Marcel y Albertine; dos seres adorables a los que añoro tanto como a mis verdaderos padres. Eran mayores. No habían tenido hijos. Murieron hace bastante tiempo… —explicó con un vago deje de tristeza en los ojos que se esfumó con celeridad—. ¡Y no me puedo quejar, me ha ido muy bien! En los últimos años he inaugurado otras tres joyerías; una segunda aquí, y dos más en Lyon y en Burdeos. Bueno, es mi turno…

—¿…?

—Me toca preguntar, ¡una tú y una yo, es lo justo!

—Claro, ¿qué más quieres saber?

—No lo sé. Algo de ti, de tu vida privada, ¿estás casado?

—No, pero lo estuve…

—Por el tono de voz deduzco que acabó mal.

—Sí, bastante mal. Cuando antes hablábamos de venganzas iba a explicarte algo, pero no me apetece en absoluto. No quiero estropear la noche.

—Casi siempre acaba mal.

—¿También estuviste casada?

—No, nada de matrimonios. He cometido unos cuantos errores en mi vida, pero de ese me he librado —negó absorbiendo con fruición una ostra. El zumo del limón resbaló desde la comisura de sus labios hasta el mentón; con un gesto rápido, Adèle evitó mancharse la chaqueta y se echó a reír.

—¿Eso quiere decir que estás sola? —indagó Henry encantado. Entrecerró los ojos y controló discretamente un suspiro de ansiedad que buscaba escapar de su pecho. Esa mujer era irresistible desde cualquier óptica. Mantenerse impasible frente a ella resultaba prácticamente imposible.

—¡Eso quiere decir que tengo amantes! —largó con absoluta desinhibición, fingiendo, al punto, un recato adorable.

—¡Amantes! ¿Así, en plural?

—¡Así, en plural!

La espontánea carcajada en que los dos prorrumpieron resonó en el lugar haciendo converger las miradas de los comensales circundantes.

—Muy inteligente. Supongo que lo ideal es tener uno para cada día de la semana…

—No tanto, no exageres, los hombres en su justa medida, pero… ¡casi!

—Hoy es viernes. Desearía no tener que pelearme con nadie. Físicamente estoy en baja forma, y haría un papel ridículo —bromeó Henry, ahondando en el tanteo sutil por el que se movía la conversación.

—¿Viernes? ¡Déjame pensar! Hum…, no, al de los viernes le despedí hace unas semanas, tengo un hueco en la agenda.

Una hora más tarde, tras innumerables bromas y apurar el champán que restaba en la botella, salieron de La Coupole. Un manto de nubes, del color del plomo, había cubierto el cielo de París. Llovía con fuerza. Adèle alzó las solapas de su chaqueta y miró a Henry con expresión destemplada.

—¿Dónde vives? Puedo acercarte hasta tu casa… —propuso.

—En la calle Favart, junto a Montmartre, pero no es necesario, puedo coger un taxi o caminar.

—¿Con esta lluvia? ¡Olvídalo, te llevo, será un momento, a esta hora ya no hay demasiado tráfico!

Efectuaron el trayecto sumidos en un agradable silencio, atrapados por las voces hipnóticas de Robert Plant y Alison Krauss, capaces de convertir el blues en polvo de estrellas.

Al poco, cuando el reloj del salpicadero sobrepasaba la medianoche, se detenían frente al domicilio de Henry.

—¿Es aquí?

—Sí, aquí.

—Ha sido una velada deliciosa —afirmó ella satisfecha, envuelta en el humo de un cigarrillo—. Hacía tiempo que no me reía tanto.

—Opino lo mismo. Y me pregunto si…

—¿Qué?

—Me pregunto si volveré a verte un día de estos… —murmuró él sin excesiva convicción.

Adèle le miró de soslayo, esbozando una sonrisa enigmática; recuperó su bolso, abandonado en el asiento trasero, y rebuscó en su interior hasta localizar el teléfono.

—¿Me das tu número? —solicitó activando la pantalla táctil.

Él dictó la secuencia. Y unos segundos después su móvil comenzaba a sonar.

—Parece que alguien te llama, ¿no piensas contestar? —interrogó ella.

—¡Claro, sí, sí! —balbuceó—. ¿Hola?

—¿Henry? ¡Soy Adèle! ¿Me recuerdas? ¡Cenamos juntos hace unas semanas!

—Imposible olvidarlo.

—Casualmente estoy cerca de tu casa, y se me ha ocurrido llamarte.

—Me alegra que lo hayas hecho. ¿Sabes? No he dejado de pensar en ti…

—¿De verdad? ¡Me encanta! Confieso que yo también me he acordado de ti. Escucha: ¿te apetece que nos veamos y tomemos un café, o tal vez un vodka bien frío, o las dos cosas?

—Será un placer, ¿dónde nos encontramos?

—He recordado que tenías gran interés por ver ese par de óleos de Gérôme, ¿qué te parece si vamos a mi casa?

—Perfecto, pero no tengo tu dirección…

—No te preocupes. Te recogeré en menos de un minuto. Espérame en la calle. Hasta ahora.

Adèle colgó, y de inmediato se echó a reír ante la expresión estupefacta que el golpe de efecto había provocado en el rostro de Henry. Sin esperar más, arrancó el motor y calzó la primera.

—¿Querías verme? ¡Aquí estoy! Eso sí, no te hagas ilusiones, aún estoy decidiendo si naufragamos juntos o no… —advirtió en tono seductor cuando aún no habían recorrido ni cien metros—. Deberás mostrarte muy convincente.

—Puedo ser muy persuasivo. De todos modos, en el peor de los casos, siempre nos quedará Gérôme, ¿no? —apostilló él con absoluta flema.

—Y el vodka. No olvidemos el vodka.

—Por supuesto. Y el vodka.