La última cena
—Et voilà, monsieur: Maison d’Arrêt la Santé! —anunció el taxista pegando un brusco frenazo frente a las puertas metálicas del número 42 de la calle de la Santé. Conectando el doble intermitente, paró el taxímetro; acto seguido, buscó de forma instintiva a su pasajero en el rectángulo del retrovisor.
Le vio doblar meticulosamente el periódico tras el que se había escondido durante todo el trayecto, como si fuera un pañuelo; consultar su reloj de pulsera y llevarse la mano al bolsillo interior de la gabardina buscando la cartera.
Evidentemente, se trataba de un tipo parco en palabras. Apenas había abierto el pico en todo el trayecto.
—Espero que lo suyo sea solo una visita breve… —musitó en inflexión jocosa el conductor, echando un vistazo sesgado al vetusto muro del recinto. Un guardia recorría inmutable el adarve interior de la prisión bajo un pertinaz calabobos. Diez pasos a la derecha, media vuelta, diez pasos a la izquierda—. ¡Aquí es donde deberían traer a todos los políticos, banqueros e hijos de puta que han provocado esta maldita crisis! ¡Lo tengo claro, si de mí dependiera, los encerraría a todos en un calabozo, en pelota picada, y una vez al día, por una trampilla en el techo, les arrojaría un carro de mierda!
Por toda respuesta, el pasajero extendió el brazo y le entregó un billete. Sin esperar el cambio salió del vehículo y cruzó la calle, dirigiéndose a la pequeña garita de admisión. Un guardia de seguridad le miró por encima de la montura de sus gafas.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Buenos días. Vengo a ver al señor Jean-Marc Poncelet.
—¿Poncelet? ¡Ah, sí, nuestro preso más famoso! —comentó con deje irónico—. Permítame su documento de identidad, por favor.
El policía introdujo en el ordenador los datos del visitante. Un tal Clément Laroche, abogado. Un minuto después le entregaba una tarjeta de identificación.
—Utilice la pinza y cuélguela en su solapa. Debe llevarla bien visible durante toda la visita. Para poder salir, introdúzcala en el lector de la barrera mecánica y deposite el soporte de plástico en cualquiera de los contenedores.
—Entiendo. Así lo haré.
—Le abriré la puerta. Siga la línea verde del pavimento hasta el área VIP —puntualizó el funcionario.
—¿VIP?
—Very Important Prisioners, señor; aquí también tenemos sentido del humor. Ahora aviso a mis compañeros de que va usted para allí. Le estarán esperando.
Una pequeña lámina de la inmensa puerta metálica se deslizó suavemente. Clément accedió al interior de un patio que conectaba con las oficinas del centro penitenciario, adosadas al aspa central de la prisión. Distinguió un par de pequeños vehículos blindados; permanecían a la espera, con el motor al ralentí, dispuestos a trasladar a algún recluso hasta los juzgados. Cruzó entre un grupo de policías que entretenían la espera bajo un soportal, a resguardo de la lluvia, y se coló en el interior.
Un celador, alto como una torre, le salió al paso. Le pidió que depositara todo lo que llevaba en una bandeja, que se alejó dando tumbos por los rodillos en dirección a la boca del escáner, y se disculpó por tener que cachearle.
—Lo lamento, es una cuestión de seguridad… —adujo conciliador—. No sabe la cantidad de cosas que llegan a introducir los familiares de los presos en el cuerpo. Y después, claro, pasa lo que pasa.
Con mohín contrariado, Laroche alzó los brazos y dejó que el hombre le examinara. Finalmente, pudo ingresar en el atrio del recinto por un arco detector y recuperar sus pertenencias y la expresión digna con la que había llegado.
—Sígame. Le acompañaré personalmente a un locutorio. Ya han avisado al señor Poncelet.
Después de recorrer dos interminables pasillos, el funcionario le invitó a pasar a una pequeña habitación. Una mesa y cuatro sillas desvencijadas constituían el único mobiliario del lugar. La humedad había desconchado las paredes, otrora pintadas hasta media altura de un color verde mortecino. Como si de una burla se tratara, un póster turístico, mostrando un animado puerto bretón bajo el sol del verano, colgaba solitario en uno de los muros.
Al quedarse solo, el abogado depositó el periódico y una cartera de documentos sobre la mesa, y se cruzó de brazos dispuesto a soportar una espera que rozó los diez minutos.
A Laroche le costó reconocer a Poncelet cuando este penetró por fin en la estancia. Le había visto en infinidad de fotos, publicadas en las portadas de los periódicos durante las últimas semanas, pero una vez despojado de las corbatas de seda y de los lujosos trajes que conformaban su vestuario, enfundado en un mono de presidio de color fosforescente, despeinado y con mirada enajenada, nadie podría relacionarle a simple vista con el poderoso financiero que hasta hace bien poco había dirigido la Société Genérale d’Investissement et Finances.
—Creo que no le conozco… —murmuró con gesto torcido, tomando asiento frente al visitante.
—No, no me conoce. Soy Clément Laroche, abogado.
—Pues llega tarde, ya tengo abogados —zanjó despectivo—; de oficio, claro, porque mis cuentas han sido intervenidas. Técnicamente no tengo nada, estoy en la ruina. Si ha venido buscando sacar tajada, olvídese.
—No he venido a ofrecerle mis servicios.
—¿A qué entonces?
Clément adelantó el cuerpo sobre la mesa, buscando proximidad. Echó un vistazo sesgado al lugar, cerciorándose de que ninguna cámara o micrófono pudiera recoger aquello que había venido a decir. Poncelet captó al instante el recelo del visitante.
—No se preocupe. Aquí no nos oye nadie. La intimidad forma parte de los derechos penitenciarios de los reclusos. Además, soy inocente. Al menos, a día de hoy; mañana, ya veremos… —razonó con sorna.
—Está bien, pero le ruego entienda que evitaré pronunciar nombre alguno. Usted podrá fácilmente poner rostro a la persona que me envía… —advirtió, con cara de circunstancias.
Al oír eso, los ojos del financiero se llenaron de un brillo que era extraña mezcla de guasa y desprecio a partes iguales.
—¡Ya entiendo, qué estúpido, cómo no lo he imaginado! —exclamó dando un sonoro manotazo a la mesa—. Ahora se acuerda de mí el muy cabrón, ¡jodido cabrón! Llevo días intentando hablar con él. Mi mujer le ha llamado, y solo ha obtenido la callada por respuesta. Y ahora, sabiendo que mañana comienza la instrucción del caso, ese bastardo sin rostro manda a su lacayo a huronear…, ¡permita que me ría!
—Le ruego que me escuche.
—No, no. No tengo nada que escuchar. Es él quien debe escucharme a mí. Transmítale lo que le diré, con pelos y señales.
—Como usted quiera.
—Hay algo que está muy claro, y así lo entenderá el juez instructor. Nadie en su sano juicio se tragará que yo estaba solo en este asunto… —espetó, mutando del enfado a la advertencia; alzó el índice de modo amenazador y se embarcó en una larga perorata que dejaba entender a las claras lo que pasaría así comenzaran las vistas preliminares—. Ya lo puedo ver, impreso en la primera página de Le Monde, en letras capitales: «Poncelet no estaba solo», «Veintidós mil millones de euros estafados con el beneplácito del Banco de Francia», «El valedor del Madoff francés se lucró en la estafa piramidal». ¿Qué le parece? ¡Todo será lamento y crujir de dientes! Dígale a ese bastardo que si yo caigo, también caerá él. Estoy dispuesto a tirar de la manta y a contarlo todo. Dígale que los dos dispondremos de una aburrida eternidad para jugar a las cartas en una habitación como esta…
—Le ruego que se tranquilice, así no iremos a ninguna parte. Él está dispuesto a ayudarle en todos los sentidos. No lo dude. El dinero y las influencias abren muchas puertas. Y no hay tribunal que no pueda ser comprado con un talón en blanco… —razonó Laroche en voz queda, intentando insuflar calma en el ánimo encrespado del financiero—. Veremos qué se puede hacer. Todo a su debido tiempo…
—¡No hay tiempo. De entrada, lo que debería hacer, si es que quiere arreglar las cosas, es reunir el dinero de la fianza! —rezongó Poncelet.
—Me temo que ningún juez en su sano juicio accederá a fijar una fianza. En el mejor de los casos, si lo hiciera, la cifra a depositar sería exorbitante. Olvídelo. Es usted el protagonista de la mayor estafa de todos los tiempos, y ante un escándalo de estas proporciones nadie confiará en que se vaya a quedar quietecito, esperando demostrar su inocencia, y no intente huir a las primeras de cambio… —comentó Laroche escéptico—, pero hay muchas otras cosas que sí podemos hacer a fin de que esto acabe lo mejor posible y salga bien parado. De todos modos, él me ha pedido que le diga que supeditará su ayuda a un asunto vital…
—Entiendo, ¡el muy cerdo quiere algo a cambio!
—No pide demasiado. Solo que algunas cartas, documentos y comprobantes de ingresos y transacciones, que podrían implicarle en el proceso, no salgan jamás a la luz —especificó.
Jean-Marc Poncelet se dejó caer contra el respaldo de la silla con aire triunfal; parecía estar disfrutando lo indecible de aquella conversación, que por momentos empezaba a tomar el cariz de una endiablada partida de póquer. Esos documentos eran su mejor baza. Una escalera real.
—¡Ah, claro, los documentos!
—Sí…
—Es una verdadera lástima, pero ya no están en mi poder. La policía vació mis oficinas y el despacho de mi casa. Supongo que a estas horas hay una docena de investigadores planteándose por dónde empezar a leer todo lo que se llevaron, ¡qué fastidio, tener que examinar con lupa decenas de miles de papeles, casi me entran ganas de ahorrarles tanto trabajo! —exclamó sarcástico—. ¡Y creo que lo voy a hacer!
Laroche respiró con desasosiego. El maldito Poncelet era un hueso duro de roer; más duro de lo que había previsto. Lo peor del asunto es que no parecía fanfarronear en absoluto.
—¡Se lo ruego, déjese de ironías que no llevan a nada! —reconvino buscando abrir brecha en la coraza del financiero—. ¿De qué le servirá arrastrar a otros en la caída? ¡Triste consuelo! ¡Él le será mucho más útil si permanece al margen del proceso!
—Ya se lo he dicho: voy a necesitar un compañero de cartas. Además, en la cárcel vale la pena tener algún amigo que te guarde el culo. No sé si lo sabe, pero hay mucho maricón suelto por aquí…
El abogado no quiso oír más. Se puso en pie dispuesto a dar por finalizada la entrevista. Había dado unos pasos en dirección a la puerta cuando Poncelet, a guisa de despedida, le espetó…
—Dígale a mi querido amigo que se mueva, que todo irá bien si consigue que mañana el juez fije una fianza y él tiene preparado el dinero.
Cinco minutos más tarde, Laroche se detenía en la confluencia de la calle de la Santé con el boulevard Arago y marcaba un número de teléfono mientras escrutaba a izquierda y a derecha, intentando localizar un taxi en medio del denso tráfago de la hora.
—¿Sí?
—Soy yo, Clément.
—¿Dónde estás?
—Acabo de salir de la prisión…
—Cuéntame.
—No hay nada que contar; al menos nada bueno que contar.
—¡Mierda, lo suponía, maldito empecinado!
—Poncelet está dispuesto a largar a base de bien. Ningún argumento ha servido para nada. Supedita su silencio a salir en libertad bajo fianza, mañana mismo —explicó Clément—. Y tiene claro que si las cosas se ponen feas, servirá tu cabeza en bandeja de plata al tribunal. Tenemos un serio problema.
Un silencio largo y espeso se instaló en la línea.
—¡Pues a grandes males, grandes remedios! —aseguró la voz en inflexión taimada—. Atajemos los problemas por orden de prioridad. Me encargaré de que Poncelet se quede afónico; después, recuperaremos los papeles.
Dicho eso, el desconocido colgó.
Terminada la visita del abogado, y de regreso a su celda, Jean-Marc Poncelet dedicó la mayor parte de su tiempo a preparar la vista preliminar del día siguiente. Algunas de las respuestas que debería dar al ser inquirido eran obvias. Además, había hablado de ello largo y tendido con sus defensores.
Se declararía no culpable.
Y como en esa primera comparecencia dispondría de tiempo y era su derecho el ser escuchado, se embarcaría en una aguda disertación acerca de la naturaleza inocente y perversa, a un tiempo, del capitalismo.
Tras repasar sus notas, corregirlas, eliminar y añadir, aquí y allá, terminó por plantarse frente al pequeño espejo que coronaba el diminuto lavamanos del calabozo. Entrecruzó los dedos a la altura del estómago, en actitud contrita, y ensayó mentalmente el que debería ser el mejor monólogo de su vida…
«¿Estafa piramidal, dice, señor juez? Permítame recordarle, aunque seguramente usted ya es consciente de ello, que desde hace siglos la economía es solo una entelequia, una mentira aceptada universalmente, algo tan evanescente como el espejismo en un desierto. Desde que los mecenas y banqueros de los Estados italianos perfeccionaron, durante el Renacimiento, los pagarés y letras que ya utilizaban los judíos, a fin de evitar la tribulación que suponía viajar con dinero por caminos inseguros, todo se ha basado en una simple cuestión de confianza: tú me das tu dinero aquí y yo te lo devuelvo allí…
»Fue en aquellos mismos días cuando se cometió el primer gran error, que en nuestro mundo moderno hemos magnificado, sin saber revertir el proceso o subsanar la incongruencia: al no existir suficiente cantidad de oro que asegurara el nuevo sistema, eso que llamamos papel moneda, tarjetas o cheques, se optó por considerar que el monto total del dinero en circulación podía exceder la reserva disponible del patrón de intercambio en un tanto por ciento considerable; tanto por ciento que, a lo largo del tiempo, creció y creció hasta perder la realidad de vista. La premisa que llevó a tomar esa decisión fue el entender que, debido a esa confianza sobre la que se sustentaba el sistema económico, no todo el mundo reclamaría, al mismo tiempo, la devolución del oro depositado. Esto lo entendería hasta un niño. Y así hemos seguido: ¿es una estafa piramidal que los gobiernos impriman dinero a mansalva para paliar una crisis que pasará a la historia? ¡Ya no hay oro en Fort Knox que respalde al dólar, nadie sabe cuánto hay con exactitud si es que aún existe; no se ha realizado, al respecto, auditoría alguna desde los días de Eisenhower! ¿Cuántos de los activos de bancos y entidades financieras se corresponden con patrón contante y sonante o con valores refugio, no tóxicos, ajenos al riesgo, en un mundo globalizado, a fin de evitar la inflación? ¡Ahora el Banco Central Europeo estudia implementar nuevas normas que aseguren la solidez del sistema en ese sentido, pero ya es tarde! ¡Debemos seguir creciendo, año tras año, haciendo la vista gorda, huyendo hacia delante, dando la espalda al hecho de que las commodities, las materias primas y recursos, no son inagotables! ¡Nos hemos vuelto locos, hemos perdido el juicio! ¿Y sabe usted por qué se desploma todo? ¡Yo se lo diré: porque esa cuestión de confianza básica ya no existe!
»Así que me declaro no culpable. Y de serlo, admitiré que lo soy en la medida en que todos lo somos al participar en este juego pérfido. La Société Genérale d’Investissement et Finances, que he presidido, ha repartido dividendos enormes durante años. Era tanta la confianza, en tiempos de bonanza, que muchos volvían a reinvertir el capital más el rédito cuando podían retirarlo sin problema alguno. Nadie podía prever que debido a burbujas económicas, crisis sistémicas internacionales, paro y caída del producto interior bruto, llegáramos a una recesión como la que ahora vivimos. El problema surge cuando cien mil personas reclaman la devolución de sus depósitos en una semana, cuando el operativo no contempla que más de mil puedan o deban hacerlo al mismo tiempo…, ¿me entiende?»
Aunque el magistrado no contestara de forma directa a esa pregunta con la que cerraba su disertación, Poncelet imaginó que probablemente, por medio de una mirada cómplice o un leve movimiento de barbilla, mostraría su conformidad con todo lo expuesto.
O tal vez no. Había que sopesar todas las posibilidades.
Acaso, con gesto torcido e ironía infinita, se permitiría soltar, con voz grave y cansina, algo en sentido opuesto. Un jarro de agua fría.
«Si es usted inocente o culpable, ya se verá durante el proceso. De entrada, su argumentación me parece pura demagogia, un alarde sofista».
De llegar, en el toma y daca, a una situación semejante, debería sacarse de la manga la escalera de color que ocultaba y poner las cartas boca arriba.
«¿Demagogia, dice usted? ¿Qué diría usted si le demuestro, con pruebas y nombres, que la actividad que llevaba a cabo la Société Genérale d’Investissement et Finances era conocida, e incluso bendecida, por la institución financiera más sólida y prestigiosa de Francia?»
Sonrió frente al espejo, deleitándose en la expresión perpleja del juez ante tamaña revelación. Él se encargaría de borrar la incredulidad de su rostro, destapando la caja de los truenos, imprimiendo un insospechado giro al proceso y provocando una debacle de proporciones incalculables.
A última hora de la tarde, cuando el reloj ya sobrepasaba las siete, la puerta de la celda se abrió y entraron Fulbert y Armel, dos de los guardias asignados a la vigilancia del ala de presos especiales. El primero transportaba en un par de perchas un elegante traje gris, camisa blanca, corbata y cinturón, que depositó cuidadosamente sobre la cama y sobre el respaldo de una silla; el segundo acarreaba una bandeja con la cena, que dejó en una esquina de la mesa de trabajo de Poncelet.
—¡Buenas noches, muchachos! —exclamó el financiero saliendo de sus cavilaciones.
—Aquí tiene la ropa, señor Poncelet. Recién planchada. Es importante que mañana dé usted buena imagen —bromeó Fulbert.
—La daré. Mañana será un buen día. Esto no durará mucho.
—Así lo esperamos. Nos alegraremos por usted.
—Y yo os recompensaré por vuestras atenciones, podéis estar seguros.
Sin que la sonrisa desapareciera de sus labios, los vigilantes cruzaron una mirada inteligente, cargada de astucia. Con la precisión de una maquinaria bien engrasada, mientras uno procedía a cerrar la puerta con sigilo, el otro enfundaba sus manos en unos guantes de piel y extraía del bolsillo un pañuelo.
Para cuando Jean-Marc Poncelet logró entender que algo raro sucedía, ya era demasiado tarde. Inmovilizado por unos brazos firmes como tenazas, no pudo zafarse en forma alguna del cloroformo. Intentó contener la respiración, gritar, revolverse a patadas. Se agitó durante unos pocos segundos, hasta derrumbarse tras un espasmo final a peso, como un saco.
Sin mediar palabra, los dos carceleros arrastraron el cuerpo inerme de Poncelet hasta afianzarlo contra la pared, bajo un ventanuco provisto de una gruesa reja. Fulbert se hizo entonces con el cinturón del financiero, que fijaron alrededor de su cuello.
—¿Estás pensando en alzarlo a pulso? —interpeló Armel resoplando por el esfuerzo—. ¡Este tío pesa una barbaridad!
—No. Trae esa banqueta. La vamos a necesitar. Además, recuérdalo: él no conseguiría anudar la correa al barrote sin auparse sobre algo.
Poco después, el improvisado cadalso quedaba dispuesto. Los guardias comprobaron satisfechos que los pies del preso descansaban sobre el escabel. La altura era correcta. Eso evitaría cualquier posible suspicacia por parte de los investigadores.
—Tenemos que darnos prisa —urgió Fulbert intranquilo—. No sé cuánto tiempo permanecerá bajo los efectos del cloroformo. Imagínate que despierta y empieza a gritar como un cerdo.
Un certero puntapié bastó para que el cuerpo orondo de Jean-Marc Poncelet se precipitara a los infiernos. Por un instante, los asesinos temieron que la correa no lograra soportar el enorme peso del financiero, pero nada de eso ocurrió; se estremeció durante un instante, recorrido de pies a cabeza por una contracción epiléptica; entreabrió los ojos y crispó los dedos.
Un estertor, apenas perceptible, puso punto final a su vida.
—¡Ya está, asunto arreglado, salgamos de aquí!
—Es curioso…
—¿Qué es curioso?
—Creía que se mearía encima.
—¿Qué te hace pensar eso?
—¿No lo sabes? ¡Lo he visto en muchas películas, y lo he leído: los ahorcados se mean; algunos incluso defecan! ¡Y a casi todos se les pone dura!
—¡Joder, Armel, qué guarrada! Mejor que no haya sido así.
Echaron un último vistazo a la estancia. Todo estaba en orden. Se quitaron los guantes y salieron al pasillo. La práctica totalidad de las celdas del área VIP permanecían desocupadas, sin inquilino. Nadie podía haber oído nada.
—¿A qué hora se supone que debemos encontrarle muerto? —interpeló Armel en voz queda.
—¿A qué hora sueles recoger las bandejas de la cena?
—A eso de las nueve.
—Pues a eso de las nueve entras y das la alarma.
Sus pasos resonaron hasta perderse por el interminable corredor.
Tras su marcha, un silencio de camposanto se instaló en el lugar.