10

Un nuevo comienzo

—Enhorabuena, esto ha mejorado notablemente —anunció complacido el quiropráctico, tras comprobar, una por una, el estado de las vértebras de Henry—. Creo que ya va siendo hora de que arrincones ese bastón. No lo vas a necesitar.

Tumbado boca abajo, sobre la camilla de la consulta, el creativo estiró el cuello y echó un vistazo sesgado a la radiografía expuesta en la caja de luz de la pared. Lo cierto es que no aparecía rastro alguno de fisura.

—Ya me había acostumbrado a su compañía, ¿sabes?, confiere un porte muy aristocrático; además, es un magnífico elemento disuasivo en caso de problemas, pero no lo echaré de menos, te lo aseguro —repuso divertido.

—De todos modos, no lancemos las campanas al vuelo: no estaría de más continuar con los masajes y con la lámpara de calor durante unos meses. Una vez cada dos semanas será suficiente —aconsejó el especialista limpiando con una toalla el aceite de sus manos—. Eso sí, nada de esfuerzos, ¿eh?

—¿Ni siquiera en la cama?

—En la cama puedes hacer lo que quieras, tienes mi permiso —aceptó entre risas—, pero evita acarrear pesos importantes.

—Te aseguro que en mi vida ya no hay pesos importantes, solté lastre hace mucho tiempo… —bromeó Henry incorporándose adormilado—. ¿Me puedo vestir?

—Sí, ya estamos. Pídele hora a la enfermera. ¡Y anda bien recto, la conciencia postural es básica!

—¿Vista al frente y ademán resuelto? ¡Lo intentaré!

Poco después, mientras abotonaba los puños de su impecable camisa blanca, Henry topó de refilón con su imagen reflejada en el espejo del vestuario. Se quedó inmóvil durante unos instantes, sorprendido al descubrir en sus labios una sonrisa leve, olvidada, y una luz tranquila flotando en la mirada.

Una llamada inesperada, recibida el día anterior, había propiciado ese ánimo sereno, laxo, recién estrenado.

El teléfono comenzó a sonar con insistencia cuando él cruzaba el Sena por el Pont Royal, tras pasar un par de horas deambulando por la galería superior del Musée D’Orsay. Su destino era un banco soleado en el Jardín de las Tullerías; el lugar perfecto en el que fumar un cigarrillo mientras repasaba la prensa. La belleza y tranquilidad del lugar, frente a la imponente estampa del Louvre, poseía una música propia, muy especial, que él identificaba con una de sus obras clásicas favoritas: las Variaciones sobre un tema de Frank Bridge, de Benjamin Britten. Ese banco le pertenecía.

No reconoció el número, pero atendió la llamada. Una secretaria de la agencia de trabajo Marant, dedicada a la colocación de profesionales de perfil alto, le comunicó con voz atiplada que una empresa, situada en la calle Villiers, junto a la plaza Goubaux, le había seleccionado a fin de cubrir un puesto vacante. Henry cazó al vuelo la dirección, la hora de la cita y el nombre de la mujer por la que debería preguntar. Después, aturdido, se quedó plantado como un poste, a la salida del puente, temiendo que la llamada pudiera ser una broma pesada. Tras meses de inactividad, le costaba creer que alguien pudiera interesarse por él a esas alturas del partido.

Superado el desconcierto inicial, decidió que ese centímetro cúbico de buena suerte que el destino le brindaba sería su pasaporte a un nuevo estado de cosas.

—Bonjour travail, retour à la bonne vie! —exclamó al borde de la euforia, frente al espejo, eliminando la doblez del nudo windsor de su corbata azul marino. Alisó con esmero las solapas de la americana y puso en orden sus cabellos. Hecho eso, abandonó el bastón en el paragüero del hall y salió a la calle dispuesto a todo.

Recorrió a paso ligero parte del boulevard Haussmann, más transitado que de costumbre, y se detuvo al llegar a la altura de la Opera. Allí, centenares de personas, enarbolando un mar de banderas de la Confederación Nacional del Trabajo, interrumpían el tráfico y cruzaban en tropel en dirección a los Campos Elíseos, armando estrépito y caldeando el ambiente. En las últimas semanas, las impopulares medidas anunciadas por el gobierno, con vistas a modificar el sistema de pensiones y a retrasar la edad de jubilación, eran objeto de una contestación sistemática. Las huelgas se sucedían en todos los sectores; las gasolineras habían quedado desabastecidas; el transporte funcionaba a medio gas, y eran muchos los comercios que optaban por bajar la persiana y trabajar discretamente a fin de evitar problemas.

Henry llegó con cierta antelación a las inmediaciones de la calle Villiers y echó un vistazo al edificio, de amplios ventanales en forma de arco, coronado por una larga buharda de pizarra, intentando averiguar qué actividad desarrollaba la empresa que le había convocado. La secretaria de Marant le había hurtado, tal vez por despiste, esa información, y él, ofuscado, no había atinado a preguntar.

No logró sacar nada en claro. Unas pesadas cortinas de terciopelo granate, con un acrónimo encerrado en el interior de una dorada corona de laurel, ocultaban lo que parecían ser dos amplios salones de recepción, flanqueando el acceso central, algo elevados sobre el nivel de la calle. Buena parte de los postigos de los balcones superiores de la empresa parecían clausurados a cal y canto.

Con puntualidad británica, cuando las manecillas de su reloj marcaban el mediodía, franqueó el elegante portón de hierro forjado y cristal y entró en el vestíbulo del edificio tras pulsar el único timbre visible. Se dirigía hacia el ascensor cuando la voz de una mujer resonó por el hueco de la escalera.

—¿Señor Gaumont?

—¡Sí!

—¡Suba, se lo ruego, las oficinas están en el primer piso!

El creativo distinguió a una joven menuda, de expresión pizpireta; lucía una brillante melena negra al estilo de Audrey Tautou, la protagonista de Amélie.

—Buenos días, señor Gaumont, encantada de conocerle… —dijo solícita tendiéndole la mano así él coronó el último escalón—. Me llamo Muriel. Por favor, sígame.

Henry le fue a la zaga, pegado al repiqueteo de sus tacones, con la mirada distraída en el agradable contoneo de sus caderas.

La secretaria le invitó a pasar a un gran salón y se despidió con una sonrisa tímida.

—¡Bienvenido, Henry, entra, te estaba esperando! —exclamó en tono eufónico un hombre apostado a su derecha. Le miraba de soslayo, mientras intentaba encajar un grueso libro en una atestada balda de la biblioteca—. ¡Precioso día!, ¿verdad?, ¡ideal para una revolución!

Gaumont reconoció la voz y las facciones de su anfitrión desde el primer instante. Era el hombre al que había hecho partícipe de sus confidencias una semana atrás, en el club La Flamme.

—¿Tú? —interpeló asombrado.

Pierre Cassel se echó a reír.

—Sí, yo. Supongo que estás desconcertado…

—Desconcertado es poco, ¿de qué va esto, se trata de una broma?

—En absoluto. Nada de bromas. Quería verte. Y proponerte algo.

—¿Cómo me has localizado?

—Bueno, no ha sido demasiado difícil… —comentó divertido cruzándose de brazos ante él—. Muriel Martin, mi secretaria, se ha encargado de dar con tu paradero. Es muy eficiente. Le pedí que buscara a un tal Henry, de unos cuarenta, nacido en Vannes, licenciado en Historia del Arte, con amplia experiencia en el sector de la publicidad y la comunicación. Estás en la base de datos de los dos mejores headhunters de París. Me remitieron tu curriculum. Eso es todo.

—¿Por qué lo has hecho?

—Ya te lo he dicho. Tengo un trabajo para ti. Creo que te va a interesar.

—¿De qué se trata? —inquirió Henry aún instalado en la suspicacia.

Por toda respuesta, Pierre Cassel señaló con la mano y le invitó a echar un vistazo al lugar en que se hallaban. Gaumont no había reparado en que la parte izquierda del salón estaba repleta de obras de arte: casi una veintena de lienzos de diversos tamaños, varias esculturas, mobiliario, tapices e infinidad de pequeños objetos decorativos. Moverse entre todas aquellas piezas sin causar un estropicio se le antojó imposible.

—Será mejor que empecemos por el principio. Soy Pierre Cassel, el gerente de Art & Auctions, una empresa dedicada al negocio del arte —aclaró—. En poco más de diez años nos hemos convertido en la tercera casa de subastas más importante de Francia, a corta distancia de Sotheby’s y de Christie’s. Ellos se reparten el 72% del pastel, casi a partes iguales, y nosotros el 28 restante. La cosa va viento en popa, cada vez tenemos más cuota de mercado…

—¿Viento en popa? ¡Mierda, si he de ser sincero, lamento oírlo! Soñaba con ver a unos cuantos multimillonarios saltar desde lo alto de un tejado un día de estos —comentó Henry con gélida sorna—. Está visto que la jodida crisis no afecta a los bastardos.

Cassel se deshizo en una gruesa carcajada.

—Los poderosos nunca están en crisis, Henry; de hecho, y seguro que eso ya lo sabes, son ellos quienes las provocan y las utilizan en su beneficio —matizó el marchante sumándose a la ironía—. Ahora mismo el arte es una magnífica inversión, algo así como el último bastión del capital. Muchos coleccionistas venden lo que jamás pensaron vender, acuciados por la necesidad, y otros, a los que el arte les importa una soberana mierda, lo compran, pues temen que el planeta entero acabe en bancarrota y los billetes solo sirvan para limpiarse el culo o para encender el fuego.

—Al paso que vamos, dándole a la maquinita de imprimir, será así…

—Probablemente. Quizá en diez o en quince años todo se habrá desplomado, pero ahora hay que aprovechar, y seguir haciendo negocios mientras se pueda. Potentados y mecenas como Larry Gagosian, descubridor de muchos artistas y dueño de una cadena de galerías, o Bernard Arnault, propietario de LVMH, primera multinacional del lujo, se han instalado en París. Gagosian, en la calle Ponthieu; Arnault, en el Bois de Boulogne. Ellos han conseguido lo nunca visto: que las noticias referidas al mundo del arte ocupen las páginas de economía de Le Monde y Libération…, ¡increíble, pero cierto!

—Y en medio de esa guerra de intereses estás tú, ¿no? ¡Intentando hacer tu particular agosto! —comentó Gaumont con sarcasmo—. Me alegro por ti, Pierre, pero no logro entender qué pinto yo en todo esto.

—Lo entenderás. Paciencia.

—Confieso que estoy intrigado.

—Ven, quiero enseñarte algunas de las piezas que subastaremos en un par de semanas —propuso tomándole del brazo—. Mira esta talla y dime, ¿no te parece una preciosidad?

Cassel se plantó ante la figura de san Sebastián y deslizó suavemente los dedos por su torso desnudo. Henry, impasible, enarcó una ceja y frunció de modo expresivo la nariz.

—Sí, es realmente magnífica; sin duda alguna, el mayor orgasmo místico, junto a la santa Teresa de Bernini, que recuerdo haber visto en mi vida… ¿Hay algún homosexual en tu cartera de clientes?

—Lo siento, pero no te capto, ¿qué pasa con los homosexuales?

—Bueno…, cualquier homosexual millonario matará por hacerse con ella —espetó mordaz el publicista—. A los homosexuales les encantan estos escorzos, a medio camino entre el tormento y el éxtasis. Este santo es un icono para los gays. También lo veneran sádicos y masoquistas.

—¡Me encanta tu humor negro, nos parecemos mucho en ese aspecto, creo que nos entenderemos a las mil maravillas! —exclamó Pierre encantado ante el derrotero morboso que tomaba el asunto.

—¿Recuerdas a Lorca?

—¿Lorca, el poeta español?

—Sí. Refiriéndose al san Sebastián de Mantegna, dijo que la postura que adopta el mártir en su suplicio es la más bella de todas las que pueda adoptar el hombre. Un orgasmo, un estallido de belleza andrógina floreciendo en el momento de máximo dolor.

—Sí, brillante apreciación. Pienso lo mismo. Es un asunto digno de estudio, pero vamos a lo que importa: ¿podrías deducir algo más sobre la época y autoría de la talla? —husmeó Cassel con indisimulada ansiedad.

—Algunas cosas me parecen bastante obvias: es una obra de imaginería religiosa, típica del Barroco; diría que con cierta influencia italiana, neoclásica. Apostaría a que es obra de Nicolás Salzillo, o quizá de su hijo, Francisco —tanteó Henry dando un par de vueltas alrededor de la talla—. Posiblemente de este último. En cuanto a la fecha, es difícil, no estoy seguro…, ¿tal vez alrededor de 1780? ¡De esa época es su Cristo atado a la columna!

—La máxima autoridad en escultura barroca del Louvre ha concluido que nuestro san Sebastián debe ser datado entre los años 1745-1750 —corrigió Pierre—. De todos modos, ¡asombroso, has dado en el clavo! Examina ahora este boceto: ¿te recuerda algo?

Henry posó la mirada en un apunte preservado entre dos impolutos cristales. Se trataba de una hermosa sanguina que mostraba a un gladiador invicto; un mirmillón, aferrando espada y escudo, pisoteando el cuerpo maltrecho de un reciario que solicitaba la clemencia de la plebe alzando el brazo hacia lo alto.

—¡Extraordinario! ¿Es auténtico? ¡Parece un estudio postural de Jean-Léon Gérôme para Pollice Verso!

—Exacto. Vuelves a acertar. Te felicito.

—Adoro a Gérôme… —balbuceó Henry inmerso en un éxtasis reverente—. Los pintores prerrafaelitas y los orientalistas siempre han sido mi debilidad. Daría cualquier cosa por poseer esta joya.

—No te obsesiones… —aconsejó Pierre en inflexión guasona—, muy pocos se pueden permitir un capricho así. El precio de salida se ha fijado en 250 000 euros. Y superará casi con total seguridad los 700 000 en la puja.

A lo largo de los siguientes minutos, y siempre a dictado de Cassel, Henry identificó sin titubeos una figura en bronce de Émile Picault de comienzos del siglo XX, un óleo de exquisita factura del austríaco Rudolf Ernst y una bellísima escena de harén pintada por Godefroy de Hagemann hacia 1860. Así se sucedían sus aciertos, los ojos del marchante se iban abriendo con desmesura.

—¡Eres un pozo sin fondo! ¿Qué me dices de esta mesa de cartas, estilo Luis XIV? ¡Observa la taracea del borde, realizada en nácar!

Un rictus de contrariedad quebró los labios de Henry.

—Sí, fantástica, aunque no puedo decirte nada. Entiendo bastante de pintura, escultura y objetos de arte decorativo, pero no sé demasiado sobre mobiliario. Créeme, soy incapaz de distinguir la escribanía de un notario del tocador de una cortesana —se excusó, echándose al punto a reír.

—Bueno, no importa. Esas son cosas que se aprenden. Y yo estoy dispuesto a enseñarte, si es que aceptas lo que ahora te propondré… —resolvió Pierre dando por concluida la prueba.

—Te escucho.

—Creo que charlaremos mucho mejor si nos sentamos —sugirió señalando dos pequeñas butacas de piel situadas frente a su mesa de trabajo.

A Henry le sorprendió el hecho de que su anfitrión optara por acomodarse junto a él, con absoluta naturalidad, como un candidato más al puesto, y no al otro lado del despacho. De algún modo —pensó—, todo en Cassel denotaba un tacto exquisito. Era de modales pulcros, gestos comedidos y elegantes, y poseía, además, un don innato, casi teatral, en todo lo referido a la mise en scéne, el control de los tiempos y las distancias, que modelaba a su antojo, como un arte sutil capaz de propiciar la complicidad.

—Verás, hace unos días sufrimos una deserción —comentó cruzando los dedos en actitud reflexiva—: Fabián Lecrerc, uno de los mejores ojeadores que he tenido, salió por esa puerta. Y lo hizo de malos modos, irritado por mi negativa a satisfacer sus excesivas pretensiones. Digamos que los humos se le habían subido a la cabeza. Algunos nunca tienen suficiente.

—¿Un ojeador? ¿Alguien que realiza trabajos de prospección?

—Exacto. Digamos que dispongo de una pequeña red de… ¡hurones con buen olfato! Olisquean para mí por todo el país, de madriguera en madriguera. Consolidarla ha supuesto unos cuantos años de trabajo y una pequeña fortuna. La fidelidad de la gente, eso ya lo sabes, solo se asegura con dinero. Y a veces, ni así.

—Entiendo.

—También cuento con algunos proveedores expertos en Alemania, Italia, Inglaterra y España. Localizan obras valiosas y tantean la predisposición de sus propietarios a desprenderse de ellas. O bien aparecen cuando los herederos de algún fallecido constatan con desencanto que las cuentas bancarias están vacías y todo su legado se reduce a un montón de antiguallas con las que no saben qué hacer. Varios de ellos son restauradores con los que he establecido pactos que nos benefician a todos. Cuando una pieza, por cuestión de gustos, no suscita suficiente interés en un país, la intentamos vender en otro. Fabián se encargaba de estudiar todos los informes y fotos que recibimos a diario; cribaba el material y recababa, cuando era preciso, la opinión de expertos, aquí, en París. También discutía conmigo las condiciones: tasación, precio de salida, posibles interesados. En algunas ocasiones llevaba todo el asunto personalmente, con clientes y proveedores, de principio a fin. Yo no puedo estar en todos los frentes. Y menos ahora, cuando el negocio está bien encarrilado.

—Dime, Pierre: ¿me estás ofreciendo el puesto de Fabián?

—Sí.

—¿Y qué te hace pensar que yo sirvo para ese cargo?

—Todo.

—Eso suena demasiado ambiguo, ¿puedes ser algo más explícito?

—Desde el mismo momento en que nos conocimos tuve claro que eres una persona culta, de impecable formación. Tienes buena presencia y eres elegante. Y si me quedaba alguna duda, hoy se ha disipado por completo —aseguró disparando las cejas en dirección al arsenal de obras de arte—. Eres un magnífico comunicador, tienes ideas, eres creativo; podrás supervisar nuestros catálogos, cerrar acuerdos, visitar a aquellos clientes a los que hay que adular y ofrecer ciertas piezas en primicia. A algunos no les gusta en absoluto el mundo de las pujas, ni siquiera las telefónicas. Necesito una mano derecha, alguien de confianza; alguien que me permita soltar las riendas y centrarme en otros aspectos del negocio. Además…

—¿Hay más?

—Algo más. Te confieso que me impresionaron tu sinceridad y tu coraje. Eres un tipo íntegro, honesto, al que el destino ha jugado demasiadas malas pasadas. Y tienes un par de huevos, como debe ser. Arrestos para embestir cuando se debe embestir; personalmente, no soporto a los pusilánimes —concluyó.

—¿Por qué me siento sumamente incómodo en estos momentos? —interpeló Henry adoptando una postura retraída, claramente abochornado.

Cassel esbozó entonces una sonrisa taimada. Y no dudó en contestar.

—Porque tal vez eres de esos que llevan mal el exceso de halagos —aventuró, encogiéndose de hombros y echándose a reír acto seguido.

—Quizá sea eso. No soy modesto en absoluto, aunque la adulación excesiva siempre me provoca cierto sonrojo. De todos modos, Pierre, me pregunto cuánto interés real, estrictamente profesional, hay en tu propuesta…

—¿A qué te refieres? —inquirió desconcertado el galerista.

—No lo sé muy bien, pero intuyo que hay algo más detrás de esa oferta. No tengo forma alguna de saberlo… —vaciló Henry, escudriñando la mirada entre divertida y atónita del marchante—. Supongo que tiene que ver con el modo en que se ha iniciado nuestra relación. Todo ha sido un tanto extraño, atípico, ¿no crees? Nuestro encuentro en el club, la muerte de Ferrat, lo que te conté, la empatía y la conmiseración que me dispensaste… ¡Ya lo entiendo, tal vez eres un filántropo! Dime: ¿eres un jodido filántropo, de los que van por la vida tendiendo la mano al primero que les sale al paso? Juraría que no es la primera vez que haces algo así, ¿me equivoco? ¡Posiblemente no se trate de filantropía, y tu oferta obedezca a razones que no alcanzo a comprender; solo sé que hay algo que no veo claro!

Cassel suspiró profundamente, con el desasosiego del que intenta explicarse sin lograrlo en absoluto. Enarcó las cejas y chasqueó los labios en señal de desaprobación.

—No sé qué quieres oír, pero está claro que no se te escapa nada, amigo mío… ¡Bueno, hablemos sin ambages, tú lo has querido, te lo voy a confesar y espero que puedas digerirlo: soy homosexual! ¡Sí, homosexual, y tú me has hecho perder la cabeza! ¡Desde el primer momento, Henry! —murmuró mortalmente serio—. Nunca me había pasado algo así. Nunca. Debes creerme. No es fácil decir estas cosas, pero entiendo que ocultarte mi verdadero motivo será una rémora en el futuro que no hará sino enrarecer nuestra relación. Cógelo como mejor puedas.

Dicho eso, y sin rehusar el encontronazo de su mirada con la del publicista, Cassel extrajo un cigarrillo de un paquete que estaba sobre la mesa y lo encendió. Aspiró profundamente y exhaló una vaharada cálida, como si lograra liberarse de una carga pesada. Un jirón de humo quedó suspendido en el aire, acentuando el estado afásico en el que ambos quedaron sumidos.

Henry hubiera sido capaz de encajar cualquier cosa. Todo menos una declaración de esa índole. Se quedó petrificado, preguntándose cómo reaccionar ante algo así.

Tras unos segundos eternos, y a la vista del efecto causado por sus palabras, Pierre rompió el maleficio, deshaciéndose en una gruesa e inesperada carcajada que le acarreó, al punto, un acceso de tos seca.

—Tranquilízate. Te estoy tomando el pelo a base de bien. Deberías verte la cara ahora mismo: ¡como para hacerte una foto! Soy tan heterosexual como tú, Henry. Jamás me ha interesado la homosexualidad. Bueno, miento: ¡la femenina me encanta! ¡Ya sé que es un contrasentido, pero qué le vamos a hacer! —espetó con mohín pícaro—. ¡Es difícil renunciar a algunas fantasías sexuales!, ¿no crees?

—Lo siento, pero no le veo la gracia por ninguna parte. Ni entiendo el propósito de tu juego —adujó enojado Gaumont revolviéndose inquieto en la butaca. De hecho, un instante antes de que Pierre comenzara a hablar, su cerebro ya había emitido la orden imperiosa de levantarse y abandonar el despacho como alma que lleva el diablo—: ¡Mariconadas, las justas!

—Solo era una broma, Henry, ¡una puta broma! Aunque ha sido interesante observar tu reacción. Eres sumamente suspicaz, desconfiado; de los que recelan por sistema. Y eso me parece normal, después de todo lo que te ha pasado —razonó Pierre—. Curiosamente, y ahí está la paradoja, eres de naturaleza crédula, sumamente confiado. Ese es tu talón de Aquiles.

—Lo sé perfectamente, no es necesario que me lo recuerdes.

—¡Venga, dejémonos de tonterías! No soy un filántropo —negó con expresión de fastidio—: ¡Más bien al contrario: soy un maldito egoísta que lo calcula todo con absoluta frialdad y solo piensa de modo obsesivo en el beneficio que obtendrá en cada jugada!

—¿Qué beneficio esperas sacar de esta?

—El beneficio será mutuo. Si aceptas el trabajo, estoy convencido de que formaremos un tándem formidable, de los que ganan siempre, por sistema. Y eso significará mucho dinero para los dos.

—Hablando de eso…

—Ha llegado el momento en que quieres que hablemos de dinero, ¿no?

—Supongo que es lo que procede.

—Tú y yo no vamos a discutir por dinero. Es un asunto menor. Igualaré, de entrada, lo que ganabas en G &H, y además…

—¿…?

—Si en seis meses logras cumplir los objetivos que fijemos, añadiré un tanto por ciento sobre el precio de salida de las piezas que tú hayas gestionado —anunció—. ¿Cómo suena eso en tus oídos descreídos?

—Sencillamente irresistible… —farfulló Henry, intentando mantener bajo control el sobresalto interior que le sacudía—. En honor a la verdad, es más de lo que esperaba.

—Pues no se hable más, ¡trato hecho! —propuso Cassel tendiéndole la mano como si no hubiera en el mundo mejor forma de rubricar una negociación. Sellado el apretón, se puso en pie con cara de haber obviado un detalle de suma importancia.

Caminó hasta lo que parecía un antiguo armario italiano, de extraordinaria filigrana, sostenido a media altura de la pared por dos ménsulas de madera. Entreabrió las puertas y extrajo un par de delicadas copas de cristal, de pie alto, y una botella de oporto.

—Esta tarde, Muriel le pedirá a nuestro gestor que prepare tu contrato. De todos modos, yo acostumbro a cerrar mis acuerdos así… —murmuró mientras escanciaba con generosidad—. ¡Salud y negocios, amigo!

Cassel alzó la copa, como si brindara su Victoria al sol. Una nota aguda, cristalina, selló el trato.

Henry se deleitó en el delicioso sabor del vino añejo mientras su cerebro disparaba una salva de endorfinas que era casi un grito de júbilo soterrado, una silente interjección de triunfo. Tras lo que se le antojaba una eternidad, pasada entre penumbras, una puerta se abría finalmente ante él. Y había luz en el exterior. Y un cómodo camino por el que transitar.

Entregado a esa plácida sensación, vencidas sus suspicacias, no podía intuir en modo alguno que el néctar más exquisito puede albergar, en su mismo espíritu, el más letal de los venenos.