Entre los ojos
El teléfono comenzó a sonar como una maldición cuando la luz del día apenas despuntaba, provocando que Claire se agitara sobresaltada. La inspectora no había conseguido dormir hasta bien entrada la madrugada, cuando después de dar muchas vueltas en la cama optó por recurrir a los somníferos. La pastilla la precipitó por un agujero negro, por el que cayó a plomo hasta aterrizar en un sueño breve, angustioso, que se repetía con frecuencia.
En la secuencia onírica se veía a sí misma, con cinco o seis años, avanzando por el sendero de un bosque, aferrando la mano de un hombre grueso, de piel transparente. Muy alto. Tenía la frente perlada por el sudor y le sonreía de un modo extraño. Sus ojos, hinchados como los de un sapo, giraban en las órbitas como las aspas de un ventilador. La obligaba a caminar a una velocidad que sus cortas piernas no podían mantener, tirando de ella con apremio. A lo lejos, en algún punto a sus espaldas, podía oír a su padre. Jules gritaba su nombre, una y otra vez, a pleno pulmón, quebrando el silencio que reinaba en el lugar y provocando el revuelo de los pájaros. También creía percibir un llanto histérico, entrecortado, que era el de su madre.
En ese punto, la pesadilla solía desvanecerse sin continuidad. Rara vez lograba vislumbrar qué seguía tras ese retazo deslavazado.
Entreabrió los ojos y se llevó las manos a la cabeza, intentando olvidar esa maldición incomprensible; a ciegas, palpó la superficie de la mesilla, dándole un manotazo al despertador, a las pastillas y al tedioso bestseller que llevaba dos semanas intentando acabar. Consiguió atrapar el teléfono.
—¿Sí?
—¿Claire?
—¿Eh? ¿Qué pasa?
—Buenos días, ¿duermes? ¡Soy Viviane!
Encendió la luz de la mesilla y se incorporó, retrepando hasta acomodarse contra la almohada y el cabezal. Sus neuronas parecían negarse a funcionar con la fluidez habitual. Un vistazo sesgado al reloj volcado no hizo sino acrecentar su desasosiego. Casi las nueve. No había oído la alarma.
—¿Claire? ¿Estás ahí?
—¡Sí, joder, sí, me he dormido! —exclamó—. ¡Mierda, tenía una reunión con Benoît Lauzier a las ocho!
—Si quieres podemos hablar más tarde, cuando llegues a tu despacho.
No era normal que Viviane llamara a esas horas. Nunca lo había hecho. Eran amigas desde hacía muchos años, cuando las dos coincidieron durante todo un curso de investigación criminal en la Academia de Policía de París. Viviane trabajaba como analista en el cuerpo de policía científica de Niza.
—No te preocupes. Dime qué pasa mientras me pongo en marcha —propuso poniendo los pies en el suelo y calzando sus zapatillas. Se dirigió a la cocina.
—Acabo de mandarte un correo con media docena de fotos vinculadas. Lo encontrarás al llegar a la prefectura.
—¿De qué se trata?
—Se trata de Le Club, tu club…
—¿Bromeas?
—En absoluto. Escucha. Anteayer por la tarde, sobre las cuatro, mataron a un hombre, de unos treinta y tantos, a siete kilómetros de Antibes, en la costa, en una exclusiva zona de mansiones de lujo —contó de forma atropellada—. Fue un tiro limpio, en el entrecejo, desde más de cuatrocientos metros de distancia…
—¿Un francotirador?
—Sin duda alguna. Algo así solo puede ser obra de un verdadero experto. Los de balística siguen trabajando en el asunto, pero ayer ya sabían que el asesino utilizó un Sniper SVD Dragunov, rifle de precisión aún vigente en cuerpos de élite del ejército ruso, y munición especial, capaz de perforar blindajes. Un verdadero misil. Ya lo verás en las fotos, el boquete parece un cráter.
Claire tragó saliva mientras vaciaba, sin prestar la más mínima atención, cuatro cucharadas colmadas de azúcar en una taza de leche fría y café soluble. Esa era la primera vez, hasta donde podía recordar, que Le Club utilizaba ese método para eliminar a un objetivo. Se juró comprobarlo.
—¿Qué más sabéis?
—La identidad de la víctima. Si no estás sentada, siéntate, porque no te lo vas a creer… —sugirió Viviane—. Se trata de Ernesto Carrillo Reyes, mexicano, sobrino del capo del cártel de Juárez, reclamado por numerosos delitos: secuestros, asesinatos y tráfico de órganos.
—¿Estás segura de lo que dices?
—Totalmente. Había llegado al aeropuerto de Niza esa misma mañana, con pasaporte falso, a nombre de Ignacio Robledo Martín, fallecido hace tres años. Parece ser que era invitado de unos italianos, de los que aún no tenemos demasiada información. Solo sabemos que la villa fue alquilada a principios de año por una empresa de Cosenza, en Calabria. En eso estamos…
Algo no cuadraba en el relato. Un interrogante se dibujó en el cerebro aturdido de Claire.
—Perdona, Viviane, pero todo lo que me explicas encaja más con un ajuste de cuentas entre clanes mafiosos, ¿cómo sabes que es obra de Le Club?
La risa contagiosa de la mujer llegó desde el otro lado de la línea.
—Tú me lo has contado cien veces, Claire. Lo sé por el telegrama…
—¿Telegrama, de qué telegrama hablas?
—Aunque parezca raro, la gente todavía los manda. En este caso con mayor motivo. Tengo aquí, conmigo, en una bolsa de plástico, un telegrama. Llegó algo tarde, eso sí; una hora después de que mataran a Ernesto Carrillo. Se presentó un motorista de la oficina postal en la casa, al poco de llegar nosotros —aclaró—. También estamos investigando eso. Parece que quien lo envió lo hizo desde una estafeta en Burdeos.
—¡Basta de preámbulos!, ¿qué dice el maldito telegrama?
—Escucha, te lo leo literalmente —anunció Viviane—: «Te pondremos de cara a un buen muro. Stop. Y te dispararemos con una buena bala de una buena pistola. Stop. Y te enterraremos con una buena pala en la buena tierra. Stop. Sit Tibi Terra Levis. Stop. Bertold Brecht».
Claire, obnubilada, hizo un esfuerzo para no ser engullida por el remolino vertiginoso que suponía esa sentencia de muerte, dura e implacable, dramática y teatral. No cabía duda alguna. A pesar de que la cita distaba de las utilizadas habitualmente por esa sociedad de asesinos, presentaba la indeleble impronta de Le Club, como la marca de aguas en un billete de curso legal.
Tragó saliva y respiró hondo.
—Escucha, Viviane, tengo que dejarte, no sabes la que me va a caer hoy. Te llamaré luego, ¿te parece bien?
Colgó el teléfono. Y durante unos segundos se quedó obnubilada, mirando la taza vacía, escindida entre dos órdenes imperiosas: asimilar la información que Viviane le había proporcionado, y que hacía hervir su cerebro, o bien dejarse de cavilaciones y salir precipitadamente de su domicilio en dirección a la central. Podía imaginar la expresión avinagrada con que Benoît Lauzier la recibiría. Odiaba esa cara de acelga cocida.
El sonido de una llave al girar en la cerradura de la puerta de entrada vino a confirmar que el retraso era inevitable.
El rostro jovial de Marie Sein asomó en la cocina. Venía cargada con dos atestadas bolsas de plástico, a punto de romperse. Las depositó sobre el mármol.
—Buenos días, me he retrasado un poco —se excusó comenzando a descargar la compra—, había mucha cola en la tienda, ¿todavía está usted aquí?, ¿tiene el día libre?
—No. Ojalá. Me he quedado dormida… ¡Llego tarde!
—¿Aurélie aún no se ha levantado?
—Sigue en la cama. Le costó conciliar el sueño anoche, como a mí. Te he dejado su ropa preparada, colgada de una percha en el pomo de su puerta.
—Muy bien.
—No olvides que tiene hora con el logopeda a las doce y media. He dejado unas notas para que se las entregues. Dile que ayer habló, bueno…, balbuceó, en tres ocasiones —contó Claire mientras intentaba poner en solfa sus cabellos mesándolos con los dedos a guisa de peine—. Solo monosílabos, pero algo es algo.
—No se preocupe. Se lo diré.
—Tienes dinero en la cajita de mi despacho. Coged un taxi. Juraría que hoy hace mucho frío. No olvides la bufanda y los guantes.
Quince minutos más tarde, cuando la inspectora se disponía a marcharse, Aurélie salía del baño envuelta en una pequeña toalla con la que Marie la había fajado. Claire la aupó en volandas y la besó.
—¿Qué hará hoy mi niña? ¿Jugarás todo el día? ¿Aprenderás sílabas nuevas? ¡Anda, vamos, cuéntame tus planes!
Por toda respuesta, Aurélie deslizó sus dedos regordetes por el rostro de su madre, sin que sus facciones denotaran emoción alguna.
—Adiós, mi amor, te veré esta tarde. Pórtate bien…
Tres cuartos de hora más tarde, cuando las manecillas del reloj escalaban en pos de las diez, Claire llegaba a la puerta principal de la jefatura superior de Policía, en el número 7 del boulevard du Palais, en la Île de la Cité.
Observó que el acceso a las dependencias parecía haber sido tomado al asalto por una empresa de mudanzas. Una veintena de agentes se ocupaba de descargar el contenido de dos pequeños camiones, formando una larga cadena humana que trasladaba, de mano en mano, cajas de cartón; voluminosos archivadores; cables, pantallas y discos duros, y una montaña de abultadas carpetas que amenazaban con aligerar su contenido de un momento a otro.
Mientras pugnaba por abrirse paso entre el revuelo, Claire intuyó que ese era todo el material incautado en las dependencias de la Société Genérale d’Investissement et Finances. Su máximo responsable, el banquero Jean-Marc Poncelet, había pasado a disposición judicial la tarde anterior, acusado de estafa y malversación de capitales. La televisión y la radio no hablaban de otra cosa en las últimas horas. De hecho, y como por arte de magia, los medios de comunicación, siempre atentos a los acontecimientos, se habían presentado ante las dependencias policiales creando un considerable alboroto. Un enjambre de cámaras, de cadenas públicas y privadas, y numerosas agencias de noticias, se disputaban las imágenes del desembarco.
Con una maldición en los labios, Claire enfiló las escaleras. No estaba para esfuerzos, pero no cabía otra posibilidad: los ascensores y el montacargas estaban siendo utilizados para trasladar todo lo confiscado a los archivos del sótano del edificio. Al llegar a la cuarta planta se detuvo medio doblada por el esfuerzo, sin resuello. Sorteando el laberinto de mesas, se encaminó al despacho de Lauzier.
A través del cristal pudo ver a su superior puesto en pie. Parecía despedir a Frédéric Péchenard, el director general de la Policía de París, tras haber mantenido con él una entrevista. Probablemente el alto cargo había decidido efectuar una de sus inesperadas y rutinarias visitas al departamento, aunque también cabía la posibilidad de que un asunto grave justificara su presencia.
Intentando mantener los nervios bajo control, llamó suavemente a la puerta y entreabrió la hoja.
—¡Ah, Claire, adelante, llegas tarde! —saludó mordaz Benoît Lauzier.
«Maldito cabrón, tenías que soltarlo», renegó la inspectora.
—He tenido un pequeño problema, lamento mucho el retraso —se disculpó encogiéndose de hombros y restando importancia al hecho—. Buenos días, señor Péchenard, me alegra verle.
Frédéric esbozó una breve e impostada sonrisa a modo de saludo. Era un hombre menudo, aunque de complexión fuerte. Su rostro, un tanto enjuto, y su peinado, en forma de casquete, encajaban más con la imagen de un monje cisterciense mal alimentado que con la de un alto funcionario del Ministerio del Interior. Vestía un elegante traje oscuro y adornaba su corbata con un alfiler de oro, con el esmalte de la bandera francesa en el centro.
—Lo mismo digo, señorita Valéry. Siento no poder entretenerme más. Ya me iba. Les dejo, prosigan con su trabajo —repuso cortés. Antes de cruzar el umbral se giró durante un instante, dirigiéndose a Lauzier—. Ya seguiremos hablando, Benoît, pero no lo olvides: Belleville y solo Belleville. Eso es ahora lo más importante. No quiero oír hablar más de Le Club, ¿entendido?
—Sí, no te preocupes, así se hará. Yo me encargo de todo.
Al quedarse solos, Lauzier invitó a Claire a sentarse. Ella se desprendió del bolso y del abrigo y se acomodó con el desconcierto en la mirada, con la molesta sensación de que se había perdido algo importante. Era evidente que los dos habían estado hablando de Le Club.
—Dime, Claire: ¿sabes cuántos chinos hay en Francia? —inquirió de sopetón Benoît, tras unos segundos en silencio, cruzando los dedos sobre la mesa y adoptando el aire de un examinador.
La inspectora esperaba cualquier cosa, cualquier observación, reconvención o consejo. Todo menos esa pregunta surrealista.
—¿Chinos? ¡No sé…, caramba, no tengo ni idea de los chinos que hay en este país! —balbuceó reprimiendo la hilaridad—. Supongo que muchos.
—Un millón, à peu près…
—¡Joder, acabaremos todos comiendo cerdito agridulce! —exclamó irónica.
—Un millón. Y el ochenta por ciento, más de setecientos cincuenta mil, viven en el área de París. Sobre todo en el distrito XX, en Belleville…, ¿te suena?
—No sé qué ha ocurrido ni adonde quieres ir a parar. Ya sabes que no me gustan las adivinanzas; preferiría que me hablaras con claridad —propuso Claire.
—Como quieras. Te pondré en antecedentes —resolvió finalmente Lauzier—. Desde hace meses, las comisarías de París, y sobre todo las de Belleville, están acumulando cientos de denuncias por parte de la comunidad china. Deberían ser miles, pero ya sabes lo endogámicos que pueden llegar a ser los chinos. Muchos han entrado de forma ilegal en Francia; la gran mayoría no habla nuestro idioma, ni sale de los talleres o locales en los que trabaja de forma clandestina; además, apenas se relacionan con la Administración. Los chinos van a lo suyo, en silencio, sin estridencias: producen, viven y prosperan como las laboriosas hormiguitas que son. Y mueven muchísimo dinero. Millones de euros, en metálico, que no pasan por los bancos. Nunca firman cheques ni efectúan transferencias.
—Creo que empiezo a comprender.
—Belleville siempre ha sido un distrito multirracial, y hasta hace un par de años no había demasiados problemas. Ocurre que esta maldita crisis lo está poniendo todo patas arriba; de un tiempo a esta parte, delincuentes magrebíes y subsaharianos han comenzado a organizarse en bandas. Los chinos son un blanco fácil para esos cabronazos, pues siempre van de un lado a otro con sobres llenos de dinero. Los moritos saben que no opondrán resistencia, y que la mayor parte de las veces optarán por no formalizar denuncia alguna.
—Sí, sé que el índice de delincuencia se ha disparado en ese sentido, no me descubres nada nuevo…
—Hace una semana una de esas bandas irrumpió en una boda. Es bastante habitual. Cuando los novios despidieron a sus invitados, bien entrada la madrugada, los magrebíes penetraron en el restaurante y encañonaron a la pareja, que en esos momentos recontaba el dinero que familiares y amigos les habían regalado. El hombre, indignado, se intentó defender, y recibió dos balazos.
—Mierda. Son unos malnacidos.
—Sí, lo son. Y lo grave es que no se trata de un caso aislado. Lógicamente, la comunidad china está harta de tanta indefensión, y se está empezando a armar y a organizar a su vez. Ayer, uno de ellos se defendió y mató a un marroquí. La policía lo ha detenido. Y cientos de chinos han protestado apedreando una comisaría. Han convocado para mañana una manifestación que promete ser masiva… —concluyó Lauzier con gesto torcido—. Anda, dime: ¿cómo crees que va a terminar todo esto?
—¿Arde París? —repuso ella jocosa, echando mano de la novela firmada por Collins y Lapierre.
—¿Estás de guasa, Claire? ¡Una revuelta china, al más puro estilo banlieue, podría resultar catastrófica, la cosa no se presta a bromas!
—Es cierto. Discúlpame. No pretendía trivializar…
—Péchenard quiere que desarticulemos a esas bandas de inmediato. Exige mano dura, sin contemplaciones. Y tú vas a encargarte de eso. Utiliza a medio departamento si es preciso, pero quiere ver detenciones en menos de 24 horas. Arrestáis a todo bicho viviente, y luego preguntáis —concluyó ceñudo, propinando una sonora palmada a la mesa—, ¡por ese orden!
—Pero…
—No hay peros que valgan, ¡haz lo que te digo por una maldita vez en tu vida! —zanjó áspero Lauzier antes de que Claire pudiera articular la más mínima objeción—. ¿Sabes quién se beneficiaría de un estallido social, quién pescaría en aguas revueltas si cien mil chinos colapsan los Campos Elíseos? ¡Yo te lo diré: la oposición, por una parte, y la extrema derecha, que aún añora el discurso de Le Pen! ¡Entre todos pondrían al Gobierno en un brete, y eso es algo que Sarkozy nos haría pagar, al ministro del Interior, a Péchenard, y a mí! ¡Y por extensión, yo a ti, no lo dudes!
—No tengo inconveniente, Benoît. Te ruego que no te alteres. Solo quería pedirte un día para investigar algo importante antes de ocuparme del asunto…
—¿De qué se trata?
—Acabo de saber que Le Club ha asesinado a Ernesto Carrillo Reyes, un capo del cártel de Juárez, en Antibes, y…
—¡No, Claire, olvídate de eso! —gruñó el director con expresión hastiada—. Sé perfectamente lo que ha ocurrido. Aquí tengo toda la información, remitida por mi homólogo del Departamento de Alpes Marítimos. No pretendas ser más lista que yo…
—Escucha, Benoît, este crimen nos proporciona líneas de investigación nuevas. El arma utilizada no es fácil de conseguir; la destreza del tirador parece propia de un exmilitar, o de algún antiguo miembro del RAID o del GIGN, los cuerpos tácticos de intervención rápida… —razonó la inspectora.
—¡Basta, he dicho que no y es no! —ordenó Lauzier sulfurado, a punto de salirse de sus casillas—. ¿Cuántos años de trabajo has dedicado a ese club, Claire?, ¿y cuántos años dedicó tu antecesor, Émile Gaudin? ¡Incontables! ¿Y para qué? ¡Yo te lo diré: para nada! ¿Sabes lo que opina Péchenard al respecto, quieres que te lo diga? ¡Precisamente el tema ha salido a colación hace unos minutos!
—Haz lo que quieras, me lo dirás de todos modos, aunque por mí podrías ahorrártelo, me lo puedo imaginar perfectamente.
—Pues imaginas bien. Aunque te joda oírlo, debes saber que admira lo que hacen, y que si por él fuera, a día de hoy, ese o esos asesinos tendrían un monumento o una avenida en su honor, en el centro de París… —escupió.
—Por mí como si queréis promover una candidatura al Premio Nobel de la Paz… —concluyó Claire destemplada, recogiendo sus cosas. Entendía que había topado con un muro infranqueable y que cualquier intento por expugnarlo no solo resultaría infructuoso, sino que acabaría colocándola en una posición insostenible. El maldito Lauzier llevaba meses efectuando un impecable trabajo de zapa en ese sentido, oponiéndose de manera sistemática a cualquier progreso en la investigación de Le Club, colocando palos en las ruedas y vetando cualquier nueva vía de trabajo. En esa tesitura desfavorable resultaba más inteligente retroceder y rearmarse con vistas a proseguir la contienda en otro momento.
—No lo olvides: ¡Belleville, magrebíes, detenciones! —taladró el director con retintín, horadando el cerebro de la inspectora—. Tienes un día. Y si no obtienes resultados, toda una vida para buscarte trabajo en alguna empresa de seguridad.
A duras penas Claire logró contener toda la rabia que incendiaba su estómago. Salió del despacho absteniéndose de propinar el formidable portazo que reclamaba su ánimo a gritos.
Se mordió los labios. Necesitaba pensar. Tomarse un café cargado. Aislarse.
Pasó junto a la mesa de Jean-Louis Pitrel. El joven permanecía absorto frente a la gran pantalla de su ordenador, poblada de gráficos de atractivos colores. Sus dedos se movían por el teclado con la levedad de una araña.
—¿Qué son todos esos gráficos, Pitrel? —preguntó ella con desgana.
El joven enlazó sus dedos en la nuca y la miró satisfecho.
—Hum, bueno…, tras un primer repaso a todos los expedientes de Le Club decidí que tal vez sería buena idea convertir toda la información disponible en números —comentó con un destello de astucia en los ojos.
—¿Números?
—Sí, valores numéricos; del modo en que se hace cuando se estudian las características de un mercado a fin de colocar un producto. En el caso de Le Club, todo lo referido a áreas de actuación geográfica, tipología de sus asesinatos, sistemas y armas, épocas del año de mayor actividad, características de las víctimas. Todo eso, convertido en números, nos proporciona gráficos muy visuales, ¿entiende?
—Sí, seguro, pero dime: ¿de qué nos servirán todos esos gráficos?
El ayudante se rascó la coronilla y trajo al frente una de las ventanas.
—Si los estudiamos atentamente nos permiten inferir cosas que de otro modo podrían pasar inadvertidas.
—Dime solo una y me moriré en paz… —bromeó ella.
—Por ejemplo, fíjese en este…
—¿Sí?
—Es un mapa que muestra todos los asesinatos cometidos por Le Club en Francia; cada punto rojo representa uno… —explicó el ayudante—; sobre la silueta del país puedo superponer, gracias a este programa, otros gráficos, ¿me sigue?
—Brújula en mano.
—Cuando superpongo el referido a los secuestros y a los casos en los que nunca apareció el cadáver, me encuentro con que todos parecen concentrarse en una zona, ¿ve? —inquirió punteando con el índice en la pantalla—: Aquí, en el suroeste, en el trapecio formado por Limoges, Lyon, Toulouse y Burdeos.
—Es cierto…
—Y eso me hace pensar en que tal vez no sea algo casual. Acaso Le Club tenga su cuartel general en esa zona, o posea algún tipo de madriguera que le permita mantener en cautividad a sus víctimas antes de liquidarlas. Bueno, no sé, solo estoy divagando.
—Suena muy coherente, Jean-Louis. Recuerdo que Émile Gaudin, el inspector retirado, me comentó en una ocasión esa posibilidad, aunque no se llegó a investigar seriamente. Era una idea demasiado vaga. Sigue así, creo que vamos por buen camino —recomendó Claire—, pero escúchame bien, esto es importante: si el metomentodo de Lauzier se interesa o te pregunta por tu trabajo, cuéntale que me estás ayudando en la investigación de los asaltos a chinos en el distrito de Belleville, pero no se te ocurra decirle que te ocupas en investigar cualquier cosa que tenga que ver con Le Club, ¿entiendes?, ¡ya te lo explicaré más tarde con calma!
Dicho eso, la inspectora fue a refugiarse en su despacho. Colgó sus cosas en el perchero y se sentó con la desolación estampada en el rostro. A través de la cortinilla de láminas metálicas alcanzaba a ver a Benoît a lo lejos, hablando por teléfono, gesticulando con su acostumbrada autosuficiencia.
«Jodido tecnócrata, puto diletante, maldito cabrón».
Se preguntó en qué momento de la lucha se decide tirar la toalla, claudicar, enterrar las ínfulas y aceptar la realidad como un imponderable contra el que no vale la pena malgastar ni un ápice de energía.
En las últimas semanas esa sensación la invadía por completo, hundiéndola en la desazón. De toparse de bruces con la Claire de antaño, siempre dispuesta a remover cielo y tierra a fin de llegar hasta el final, seguramente no la reconocería.
En medio de esa maraña de pensamientos grises emergió la imagen de Jules Valéry, su padre. De él siempre había admirado su integridad y aplomo. Era un hombre irreductible. No recordaba circunstancia o hechos que hubieran conseguido quebrar su determinación.
«Nunca permitas que nada ni nadie te ponga nunca de rodillas. Si has de morir, hazlo puesta en pie», solía decirle cuando la adversidad llamaba a la puerta.
El eco distante de esas palabras desdibujó la grácil línea de sus labios hasta trocarla en un trazo de profundo asco.
Descolgó el teléfono y marcó el número de Viviane mientras accedía a la página de Air France.
Tras una larga espera acabó saltando el buzón de voz.
—¿Viviane? ¡Soy yo, Claire! —anunció con determinación—. Escucha, necesito que me hagas un gran favor. El sábado cogeré un avión e iré a verte. No me han autorizado a intervenir en el caso; es más, me lo han prohibido, pero quiero ver con mis propios ojos ese lugar. Tengo alguna idea que tal vez permita avanzar en la investigación…, ¿podrás ayudarme?
Tras colgar, formalizó la reserva del vuelo.
La impresora vomitaba la página con la información del localizador cuando el teléfono sonó.
—¿Claire? ¡Acabo de escuchar tu mensaje, estaba en una zona sin cobertura!, ¿va todo bien?
—¡Sí, todo bien! ¿Me puedes ayudar o te voy a meter en un lío? —espetó la inspectora sin rodeos.
La risa abierta y contagiosa de Viviane llegó desde el otro lado de la línea.
—Ya sabes que disfruto metiéndome en líos, pero no te preocupes, nada de líos esta vez: el inspector al frente del caso es Florent Le Bras, y…
—¿Y…?
—Florent y yo llevamos juntos cuatro meses, estoy entusiasmada, ya te lo contaré, hasta donde se puede contar, claro… —puntualizó divertida—. Dalo por hecho, yo me encargo. Podrás husmear a placer.
—Me alegro por ti. Eres un amor. Mil gracias. Te llamaré al aterrizar.
—No. Llámame al embarcar, iré a buscarte al aeropuerto —propuso Viviane despidiéndose.
El rictus de derrota que había ensombrecido la expresión de Claire minutos antes dejó paso a un brillo feroz e insano en sus ojos, todavía clavados en el detestable Lauzier.
—Maldito bastardo. Nunca me digas lo que debo o no debo hacer. Voy a llegar hasta el final. Y si por el camino te puedo hundir en la miseria, lo haré… —maldijo entre dientes.