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La primavera parisina de Pierre Cassel

La maravillosa talla de Francisco Salzillo representaba a un joven san Sebastián maniatado a la argolla del poste de tormento. Tres flechas, hincadas bajo la clavícula, junto al esternón, y lacerando el costado derecho, no bastaban para que el pretoriano se amedrentara y claudicara, abjurando de su fe; más bien al contrario: curvaba su espalda, en un doloroso escorzo, ofreciendo el pecho con valentía, desnudo, despojado de la clámide, que había resbalado por el torso hasta sostenerse parcialmente en la cadera. Se diría por su ademán que reclamaba el dardo definitivo que le permitiera reunirse con Cristo.

Pierre Cassel, fascinado, llevaba casi una hora examinando hasta en sus más mínimos detalles esa magistral escultura polícroma, dando vueltas alrededor de la peana que la sustentaba al igual que un gato giraría sobre un ratón acorralado.

Una sonrisa triunfal le iluminaba el rostro.

Fabián Lecrerc, su mejor especialista en prospección de obras de arte, había realizado un excelente y agotador trabajo de asedio y derribo. No había cejado en su empeño hasta lograr que la reticente señora Dubuisson accediera a desprenderse de la valiosa pieza, que había pertenecido a su familia durante generaciones, a fin de poder mantener su ostentoso nivel de vida, mermado, en los últimos tiempos, por una crisis que no hacía distingos entre clases sociales.

Cassel bendijo mentalmente a la anciana, y al punto maldijo a Lecrerc. Dos días atrás, con retintín altanero, el empleado le había comunicado que acababa de aceptar una oferta para trabajar en exclusiva para Sotheby’s. De nada había servido tentarle con más dinero. El muy traidor valoraba el hecho de que la sede de la firma internacional de subastas, en el 76 de la calle Faubourg Saint-Honoré, quedaba a dos pasos de su domicilio. Además, como quien restriega un trapo sucio por la cara, añadió que como incentivo ponían a su disposición un lujoso automóvil, y que le bonificarían con el 1% del precio de salida de las obras, cosa que a él, y en ese punto le calificó de cicatero, no se le había ocurrido ofrecer jamás, pese a los años de buen servicio prestado.

Suspiró resignado. Ya encontraría algún buen recambio. Al fin y al cabo, Fabián era obra suya. El le había formado en todos los aspectos.

Cría cuervos.

Caminó hasta la imponente mesa taraceada que ocupaba el extremo del enorme despacho y tomó una pequeña agenda Moleskine y una estilográfica de laca china con las que regresó hasta la figura. En una hoja escribió: «Martirio de San Sebastián, de Francisco Salzillo. Barroco español. Sin estudios previos conocidos en yeso o arcilla. Entre 1745-1750. Colección Dubuisson. Precio de salida: 150 000 euros».

Y ya se disponía a guardar la libreta en un bolsillo de su americana cuando la volvió a abrir, liberando la goma elástica.

Esos ojos de san Sebastián se le antojaban puro éxtasis; escudriñaban el cielo en busca de un dios sin rostro, que asistía complacido a la inmolación.

Con letra apretada y armoniosa, Cassel consignó: «Existe un sutil deleite oculto, sexual, en el martirio propiciatorio. Acaso comparable a la pulsión del esclavo que se somete abiertamente al capricho de su dueño».

Y al pie de ese renglón, entre paréntesis, añadió: «Desarrollar la idea».

El sonido de unos nudillos golpeando levemente en la puerta precedió a la irrupción tímida de Muriel Martin, su secretaria. Una nariz respingona y unas gafas de concha rectangulares asomaron en el umbral.

—Buenas tardes, señor Cassel…

—¡Ah, Muriel, adelante, pasa! ¿Qué tal va todo?

—Bien. Los operarios están acabando de colgar los últimos cuadros de la exposición de Marc Dupontel —informó—. Por cierto, ha llegado hace unos minutos y ha preguntado por usted. Ha visto los dípticos y carteles y parece encantado. Está abajo, en la galería…

—¡Hay que ayudar a los jóvenes, Muriel!

—Sus óleos me gustan, son realmente agradables a la vista. La verdad es que yo no consigo entender demasiado el arte abstracto, pero tiene gracia mezclando el pigmento…

—¿Pero es que hay alguien que entienda el arte abstracto contemporáneo? ¡Menuda tontería, lo cierto es que es imposible entenderlo por la sencilla razón de que ahí no hay nada que entender! —exclamó divertido Cassel—. Manchas, brochazos, borrones, impactos y caos cromático. Nada que ver con Mondrian y Klee, o con maestros precursores como Kandinsky —despotricó el director con sarcasmo, riendo entre dientes—. Sorprendentemente, esa paparruchada se vende tan fácilmente como se pinta. Supongo que es síntoma del estado de enajenación al que hemos llegado.

—Bueno, no es para tanto, lo cierto es que son lienzos muy decorativos —adujo Muriel.

—Idóneos en ambientes modernos, despojados de alma; espacios fríos e industriales. Ya sabes, casas cúbicas a base de toneladas de cemento pulido y metal, donde no hay otro modo de cubrir metros y metros de pared interminable —atizó Cassel descreído—, ¡menuda forma de decorar!, bueno, en fin, dejémoslo estar, ¿qué más?

—El catálogo de la próxima subasta. Ha llamado el señor Bascour, de la imprenta. Ya tiene las pruebas de color listas, pero reclama tres páginas de última hora que afectan a tres pliegos distintos. No puede meter nada en máquinas.

—¡Sí, es cierto! Llama al fotógrafo, que venga mañana a primera hora sin falta. Debemos incluir la talla de Salzillo, el cuadro de Hagemann y el boceto en sanguina de Jean-Léon Gérôme.

—Así lo haré…

—Algo más, Muriel. Encárgate personalmente de que esta vez nuestro logotipo sea el correcto —recomendó el galerista cuando ya la secretaria le daba la espalda—. En el último catálogo se usó el antiguo, ¿recuerdas?

—Sí, no se preocupe, será «Art & Auctions. París».

—Exacto. Y a propósito de antiguallas: pídele a Pascal que saque de una maldita vez esa horrible placa dorada de la fachada. Estoy harto de verla, se ha oxidado. Quiero que busque a un grabador que nos coloque un metacrilato con el anagrama serigrafiado, un poco más grande. Algo elegante.

Al quedarse solo, Cassel volvió a pasear por el laberinto de obras que poblaban su despacho. Se regodeó en la certeza de que las pujas marcarían un hito. Esa era la mejor forma de abofetear a su eterno rival, la casa de subastas Drouot-Richelieu, y, de paso, a esos malditos diletantes de Sotheby’s.

Echó un vistazo desde lo alto al animado tráfago de gentes, yendo y viniendo por la calle. Las hojas comenzaban a brotar en los árboles. Síntoma inequívoco de que la primavera llamaba con fuerza a la puerta. Consultó su reloj. Las cinco y media de la tarde. El momento perfecto para dejarlo todo y concederse unas horas de asueto.

Salió al distribuidor que separaba lo que antaño habían sido las dos amplias viviendas de la planta, ahora ocupadas por sus oficinas. El súbito estrépito producido por un objeto al caer le llevó a descender alarmado hasta el piso inferior.

Se asomó a la entrada de la galería de exposiciones, a la izquierda. Por lo visto, un cáncamo mal fijado a la pared se había desprendido, haciendo que uno de los óleos de Dupontel pivotara sobre el opuesto. El incidente parecía no revestir excesiva importancia. Un operario se disponía a arreglar el desaguisado taladro en mano.

Pierre se retiraba en dirección al ascensor cuando el artista, que había reparado en su presencia, le abordó.

—¡Señor Cassel, espere!

—¿Sí?

—Quisiera agradecerle la magnífica oportunidad que me brinda. Exponer en su galería es un lujo, la mejor promoción posible… —balbuceó.

—No me tienes que agradecer nada, pienso ganar dinero con tu trabajo. Esto es un negocio, no lo olvides. Y haz el favor de tutearme, solo tengo cuarenta y dos años, diez o doce más que tú, no soy tan viejo… —propuso Pierre condescendiente—. Estoy convencido de que lo venderás todo. Las secretarias están enviando cientos de invitaciones.

—¡Ojalá sea así!, ¿sabes?, ya estoy trabajando en una nueva colección. La tendré en poco más de un año —anunció eufórico Marc.

Cassel frunció el ceño y le escrutó divertido.

—¿Big Bang Galáctico de color contemporáneo, parte dos, a base de rodillo y salpicaduras?

—¡Oh, no, en absoluto! Se trata de una nueva tendencia que conjuga la abstracción y el simbolismo —corrigió el joven adoptando una postura grave y estirada—. ¿Conoces a Rocarols, el artista catalán?

—Creo que no…

—Lleva años trabajando en el llamado informalismo, más concretamente en la modalidad denominada pintura matérica, a base de colores, texturas, desechos industriales, telas, embalajes, vidrio, arena. Es discípulo de Antoni Tapies.

—¡Oh, claro, el inefable Tapies, ya entiendo!

—Vamos a crear una veintena de obras juntos, al alimón, algo que no se ha hecho nunca. El realizará su parte en Barcelona y después yo las concluiré aquí —explicó.

—Te deseo mucha suerte en la aventura; ardo en deseos de ver esos trabajos acabados —repuso solícito Cassel, mordiéndose los labios a fin de controlar la hilaridad que le sacudía interiormente. Propinó una afable palmadita en el hombro del artista y entró en el ascensor.

A medida que ascendía, una carcajada inarticulada deformaba su rostro, de oreja a oreja.

—Eres la peste, Pierre Cassel, un maldito cínico… —susurró al topar con su imagen en el espejo de la cabina. Aprovechó para ordenar con coquetería sus cabellos.

Nada más abrir la puerta de su vivienda notó el roce suave y cálido de Maude, su gata siamesa; atravesó ronroneando entre sus pies, con el lomo erizado, dándole la bienvenida.

—Dime, encanto: ¿qué opinas de Tapies y el informalismo matérico?

Por toda respuesta, Maude le obsequió con un diminuto maullido.

—Me alegro de que lo veamos igual. Media humanidad debería graduarse la vista… ¡Anda, deja de soltar pelo y vuelve a tu cesta!

Avanzó por un amplio pasillo hasta desembocar en el salón, que se extendía a lo largo de toda la fachada del edificio. La luz de la tarde, en abierta retirada, incidía oblicua a través de los cuatro altos ventanales de la estancia, arrancando destellos cobrizos a una bellísima escultura de Pablo Gargallo, una bailarina metálica que presidía una de las esquinas.

Tras comprobar que no había mensajes en el buzón de voz del teléfono, se desprendió de zapatos, americana, corbata y camisa con parsimonia. Cumpliendo con algo parecido a un ritual, deslizó en la bandeja del reproductor digital el álbum de cierre de la llamada trilogía berlinesa de David Bowie, Lodger, y puso a prueba la resistencia de sus pantallas Bowers & Wilkins. Hecho eso, se encaminó al ritmo de «African Night Flight» hacia la ducha.

Una hora más tarde cruzaba entre el fluido tráfico de la avenida Wagram y enfilaba a paso ligero en dirección a la plaza Charles de Gaulle, alzando el cuello de su abrigo de paño. A lo lejos, el Arco de Triunfo, bañado en luz amarilla, se recortaba sobre el telón azabache del cielo. Hizo un alto para comprar los ejemplares del día de Le Monde y Le Figaro. Las portadas de los tabloides destacaban la misma noticia: Jean-Marc Poncelet, máximo responsable de la Société Genérale d’Investissement et Finances, había sido detenido por la policía judicial de París, acusado de un fraude de descomunales proporciones que amenazaba con salpicar a media docena de entidades bancadas.

Cassel dobló los periódicos y los puso bajo el brazo. Al llegar a la calle Beaujon entró en el club La Flamme. Como de costumbre, y eso era lo que él más valoraba, no había demasiada gente; apenas algunas parejas acarameladas, en los sofás, y un ejecutivo consultando el cierre de la Bolsa en la pantalla de su portátil.

Se acomodó hacia el centro de la barra, en uno de los altos taburetes de terciopelo granate. El propietario, un verdadero diablo preparando todo tipo de combinados, se acercó solícito.

—Buenas tardes, señor Cassel, ¿todo bien? —inquirió—. ¿Le preparo algo?

—Todo muy bien, gracias. No sé…, ¿qué me aconseja?

—Estaba a punto de preparar un Manhattan para otro cliente.

—¡Uh, no! Mejor un daiquiri Floridita, con unas gotas de marrasquino…

—¡Eso está hecho! —exclamó atrapando una botella de ron blanco al vuelo.

Cassel se disponía a entregarse a la lectura cuando un recién llegado fue a sentarse a su izquierda. Era un hombre elegante, alto y bien parecido, de poco más de cuarenta años. Caminaba apoyándose en un breve bastón de madera de arce, para compensar lo que parecía ser una leve cojera.

El marchante recordó haberle visto en varias ocasiones a lo largo de las últimas semanas; de hecho, cuando él acostumbraba a llegar al club La Flamme, a eso de las siete, solía encontrarle acodado en la barra, abstraído delante de un vaso de whisky, que tomaba siempre sin hielo. Casi se podría decir que ese desconocido se había convertido en parte del decorado.

Al parecer, se había retrasado. Uno de los camareros, sin mediar palabra, le sirvió un Lagavulin, y él se cruzó de brazos en el brocal de ese pozo de color ámbar, como si estuviera sopesando lo conveniente de arrojarse de cabeza en su interior.

El barman no tardó en regresar con el daiquiri. Avanzó dando tumbos, agitado. Plantó la copa sobre un posavasos, y, sin previo aviso, encendió un pequeño televisor medio oculto entre el caos de botellas.

—¡Acabo de escucharlo en la radio, hace un minuto! —exclamó justificando su proceder.

—¿Ha ocurrido algo grave? —husmeó Cassel arreglando la monda de lima que se había desprendido del cóctel.

—Jean Ferrat…

—¿Qué pasa con Ferrat?

—¡Jean Ferrat ha muerto! —anunció el propietario chasqueando los labios.

La noticia devastó el ánimo de Pierre Cassel, trayendo a su recuerdo los encantadores y cómicos arrebatos románticos con que su padre obsequiaba de tarde en tarde a su madre cuando él era solo un niño. Acostumbraba, en esas ocasiones, a clavar la rodilla en la alfombra del salón, frente a ella, aflojando el nudo de su corbata, o bien se sentaba ante el piano, y le proclamaba su amor cantando con voz desaforada «Le mal-heur d’aimer», «Que serais-je sans toi?» o cualquiera de los bellísimos poemas que Louis Aragón había dedicado a su esposa, Elsa Triolet, y que Jean Ferrat había sublimado con su voz elegante y aterciopelada.

Ninguna cadena dedicaba, a esa hora, un especial a Ferrat. El barman apagó el aparato con gesto asqueado y optó por cambiar el disco que sonaba en esos momentos, un álbum de smooth jazz clónico, dispuesto a rendir su particular homenaje al inmortal chansonier. Seleccionó «Nous dormirons ensemble».

Que ce soit dimanche ou lundi

Soir ou matin, minuit, midi

Dans l’enfer ou le paradis

Les amours aux amours ressemblent

C’était hier que je t’ai dit

Nous dormirons ensemble…

Cassel se percató de que la mirada de su misterioso vecino de barra se había difuminado bajo una pátina acuosa. Era evidente que luchaba por contener su emoción. Probablemente la pérdida de Ferrat, o acaso los recuerdos vinculados a esa canción que ahora sonaba, le afectaban sobremanera.

—Demasiado romántico, ¿no? —susurró buscando entablar conversación.

—Sí, es excesivo… —repuso el desconocido sin alzar el rostro—. Casi duele.

—Todo ha cambiado demasiado, la gente, el mundo, la política, la literatura y la música. Todo. También el amor. Se diría que el espíritu de una época saltó por la borda en algún momento —divagó Cassel entre sorbo y sorbo—. Ya sé que decir esto puede interpretarse de modo erróneo, porque ni usted ni yo somos tan viejos como para lamentarnos por cosas que solo hemos vivido de prestado…

—Mi madre siempre cantaba esa canción; esa y otras, de Brassens y Brel, de Aznavour y Moustaki. Murió hace tres meses…

—Lamento oírlo. Ahora comprendo su estado. En mi casa pasaba lo mismo, crecí escuchando esos discos… —rememoró el galerista con un deje de añoranza. Guardó unos segundos de silencio y decidió imprimir un giro más convencional a la charla—. Disculpe que me haya inmiscuido en sus cosas, suelo hablar demasiado. Hace varias semanas que coincidimos aquí y todavía no nos hemos presentado. Me llamo Pierre.

Henry Gaumont pronunció su nombre y le estrechó la mano sin demasiado convencimiento.

—En algún momento, días atrás, me entretuve en intentar adivinar su profesión. Concluí que posiblemente era usted profesor, o catedrático…

El publicista enarcó las cejas, escéptico.

—¿Tengo pinta de catedrático?

—No lo sé, solo fue una sensación. Suelo divertirme con esos juegos a menudo —aclaró.

—Ojalá me hubiera dedicado a la docencia. Al salir de la universidad llegué a planteármelo; estudié Historia del Arte en la Sorbona, también Literatura Francesa, pero por cuestiones que serían muy largas de explicar terminé trabajando en publicidad. Ya sabe: anuncios, campañas gráficas, comunicación de empresa… —enumeró Henry—. Toda esa mierda. Me despidieron. Llevo más de un año sin empleo.

—La crisis está siendo despiadada con ese sector. Yo mismo he rebajado el presupuesto que dedicaba a publicidad. Ahora solo me anuncio en un par de revistas especializadas e inserto módulos de forma esporádica en prensa.

Henry asintió. Dio un largo trago de whisky y encendió un cigarrillo.

—En mi caso, el despido no tuvo nada que ver con la crisis. Trabajaba en Gauvain & Hervé Advertisement. Mi jefe me jugó una mala pasada…

—¿G & H? ¡Esa agencia mueve las cuentas más importantes del país!

—La mayoría de esas cuentas se las proporcioné yo: Nike, McDonald’s, Peugeot, Intermarché…

—¿Y le despidieron? ¡Me parece incomprensible!

—Tutéame, por favor. No hay nada que entender. Fue una de esas repugnantes maniobras empresariales… —zanjó Gaumont—. Verás, hace unos cinco años yo dirigía la creatividad de Publicis Groupe. Ganaba mucho dinero. Me entendía muy bien con la dirección de la empresa, que era, pese al volumen de facturación, muy familiar, y con todos esos clientes que he mencionado. Estaban encantados con las campañas que les presentaba. Acabé haciendo buena amistad con muchos de sus directivos. Un día recibí la llamada de Léopold Leveque…

—Creo que le conozco, ¿no es el director gerente de G & H?

—Sí, exacto. Me citó para una entrevista. Me hizo una oferta irresistible. ¡Un cincuenta por ciento más de lo que ganaba en Publicis! Amén de una interminable lista de incentivos fáciles de alcanzar.

Pierre Cassel esbozó una sonrisa taimada. Casi podía intuir el derrotero de la historia. Pidió un segundo daiquiri y encendió, a su vez, un cigarrillo.

—El cebo perfecto, me temo… —musitó.

—El cebo perfecto para estúpidos ambiciosos como yo —convino Gaumont—, acostumbrados a un tren de vida cada vez más alto. Pura vanidad. Acepté. Al principio todo fue sobre ruedas. Así iban venciendo los contratos de todos esos grandes clientes con Publicis, yo los captaba sin problema alguno. La mayoría cambiaron de agencia por amistad. Léopold los ató bien atados a G & H con lisonjas y largos contratos.

—Y cuando los tuvo a todos en su poder…

—Au revoir, les enfants! —exclamó con sorna el creativo parafraseando el título de la película de Louis Malle.

—Lo siento por ti, de veras. Este es un mundo de alimañas. Una pocilga. Conozco historias parecidas… —afirmó compungido.

Gaumont asintió levemente. Apagó el cigarrillo y apuró el dedo de Lagavulin que restaba en el vaso.

—En mi caso, ese fue solo el primer capítulo de una larga serie de desastres personales…

A lo largo de la siguiente hora, con voz monocorde, despojada de emoción, Henry relató todo lo que le había ocurrido desde su salida de G & H. El rostro de Cassel, a medida que la historia avanzaba, se convertía en el perfecto reflejo de la incredulidad más absoluta. Interiormente, no pudo evitar interrogarse acerca de los motivos que llevaban a ese hombre de aspecto pulcro y desamparado a compartir con él una historia tan íntima como terrible, pasando del más absoluto anonimato a la confesión sin cortapisa.

Entendió, finalmente, que Gaumont necesitaba, más allá de su aparente estoicismo, desembarazarse de un pesado lastre arrastrado en absoluta soledad durante mucho tiempo. Nadie cuenta ciertas cosas, de no ser a un perfecto extraño en el desierto perfecto de un bar.

Cuando Gaumont puso punto final a su terrible peripecia, Cassel estaba exhausto y fascinado a un tiempo. Y con una montaña de preguntas buscando el mejor modo de ser articuladas.

—¿Cómo se ha resuelto el proceso judicial? —inquirió intrigado—. Imagino que ha sido complicado…

—Tres semanas después del tiroteo, la policía capturó a los dos que lograron huir. Esa banda poseía un largo historial delictivo, extorsión, asesinatos y vinculación con mafias del Este; además, con dinero y un buen abogado todo resulta más fácil. El juez resolvió que disparé en defensa propia, en un mal momento. Tuvo muy presente el informe psicológico, en el que se me presentaba como a un hombre normal, empujado al límite de lo soportable, zarandeado por las circunstancias —repuso Henry con voz cansada—. Estoy en libertad, sin cargos, intentando recomponer mi vida, recogiendo los trozos que han quedado repartidos por el suelo. Me mantengo sin problemas gracias a la herencia que dejó mi madre al morir…

—¿Y esa cojera? —señaló Cassel reparando en el bastón de arce apoyado contra la pared de la barra.

—Es pasajera, fruto de la caída. Tengo un par de vértebras algo tocadas. Llevo dos meses en recuperación; por suerte, no es demasiado molesto…

El galerista se adelantó ligeramente, buscando mayor proximidad con Gaumont.

—¿Puedo preguntarte algo un tanto, eh, delicado?

—Todo lo que he contado hasta ahora lo es. Adelante, no me importa.

—¿Crees que habrías sido capaz de asesinar a Léopold y a Miriam a sangre fría? Entiendo que matar a alguien, por abyecto que pueda ser, es algo terrible, horroroso. Me cuesta creer que tuvieras la absoluta convicción de ser capaz de hacer algo así.

Gaumont dudó. Se mantuvo durante unos instantes en silencio, reflexivo. Su mirada se tornó asertiva. Pierre había puesto el dedo en la llaga.

—Durante un tiempo pensé que podría hacerlo. Incluso me recreaba imaginando la expresión de pánico de ese par de puercos. Los veía suplicar, arrastrarse. Ahora sé que no hubiera sido capaz. Ocurre que el odio es un motor tan poderoso como el amor. Acaso mucho más poderoso. Y en los momentos terribles, cuando no hay otra balsa a la que aferrarse, nos mantiene a flote…

—Entiendo.

—… nos proporciona determinación, deseo, arrestos. Y un objetivo por el que vale la pena seguir en pie —reflexionó Henry taciturno—. El odio es como un veneno que uno ingiere en pequeñas dosis diarias, con la errónea idea de que acabará matando al otro.

—Supongo que lo más dulce de la venganza, por tanto, es calcularla, no ejecutarla —comentó Pierre.

—Exacto. Seguramente soy demasiado pusilánime para eso. Solo un perro, que como la mayoría de perros ladra y no muerde. No tengo madera. Tampoco valor para suicidarme…

—¿Perros, dices? ¡Ni siquiera somos perros, Henry, solo un rebaño de corderos! —apuntó Cassel irónico—. Corderos paciendo en el prado, a la espera de ser llevados al matadero. De todos modos, en tu caso te revolviste ante el destino: no dudaste en disparar a ese asaltante en la gasolinera.

Henry se encogió de hombros y le miró de soslayo.

—Estaba enajenado, fuera de mis cabales, en lo peor de mi tormenta. Ese desgraciado tuvo verdadera mala suerte al topar conmigo.

—¿Sentiste algo al matarle?

—No lo sé. Todo ocurrió demasiado rápido. Curiosamente, cuando ahora lo recuerdo, no siento nada especial. ¿No has aplastado alguna vez a una cucaracha o a una mosca? Cuando lo haces, lo haces. No te planteas cómo quedará alterado el universo sin ese bicho. Y un segundo después, lo olvidas.

—En conclusión, eliminar a un cabrón no te ha quitado el sueño…

—¿Me estás preguntando si tengo algún sentimiento de culpabilidad?

—Sí.

—No, ninguno. Desearía no haberlo hecho, esa es la verdad; nadie merece morir, pero al mismo tiempo no me supone el más mínimo remordimiento.

Permanecieron los dos sumidos en un silencio cómplice, reflexivo, durante un largo minuto. Cassel lo rompió con una última pregunta.

—¿Por qué me has explicado todo esto, Henry?

Gaumont sonrió de un modo extraño. Se puso en pie, dejó un billete sobre la barra y aferró su bastón.

—Conoces perfectamente la respuesta, Pierre. Te lo he contado porque con toda seguridad no nos volveremos a ver —deslizó en su oído a modo de despedida. Le tocó levemente en el hombro, en señal de gratitud, y salió del club La Flamme con la ingravidez de un fantasma.