7

Todo el buen mal hecho

El agua de la cafetera comenzó a borbotear. Y pocos segundos después, un delicioso aroma, intenso y pegajoso, inundaba la cocina. Didier Laval se frotó los ojos, aún pegados por el sueño, ordenó sus cabellos y extrajo de la alacena una taza, en cuyo fondo arrojó dos colmadas cucharadas de azúcar de caña. Se dirigió con el brebaje en equilibrio hacia la sala, al otro lado de la casa, cazando a su paso por el recibidor el ejemplar del día anterior de La Dépêche du Midi. Lo dispuso bajo el brazo.

La estancia estaba atemperada. Media docena de gruesos troncos se consumían en silencio, como el tiempo, inundando de luz dorada el lugar. En el exterior, hasta donde la vista alcanzaba a distinguir, se desplegaba en perfecta formación un ejército de cepas torturadas por el viento y oscurecidas por los años, dispuestas en incontables filas. La nieve caída la noche anterior perfilaba sus caprichosas siluetas. Trazadas con tinta china y pincel, le recordaban invariablemente el rictus de horror de muchos rostros.

También el escorzo imposible que dibujan los cuerpos al desplomarse.

Apartó esos desagradables pensamientos de su cabeza, sin contemplaciones, y sorbió lentamente. El café quemaba como una bendición. Parado frente al ventanal, creyó ver al inefable señor Legrand aproximarse por el camino central, emergiendo como un fantasma entre los desgajados jirones de niebla. Legrand se presentaba cada mes, cabalgando su trotada motocicleta, con el recibo del alquiler garabateado sobre una cuartilla que doblaba hasta el enojo y colocaba en el bolsillo del chaleco; con el sempiterno liado de picadura chamuscada colgando de la comisura de los labios y la boina incrustada en la calva, como el corcho en una botella. A presión.

«Esta no me la quito, no vaya a ser que se enfríen las ideas», solía comentar jocoso al respecto, cuando él o Monique, por deferencia, y a fin de no levantar sospechas, le invitaban a pasar unos metros más allá del vestíbulo.

Legrand podía desprenderse del tabardo y la bufanda, dependiendo de las prisas, pero jamás de la boina. Aceptaba sin remilgos la copita de Martell que siempre le tenían preparada; hacía algún comentario sobre el frío o el calor, o contaba alguno de los insípidos chismes que corrían por las calles de la próxima Montgiscard; se embolsaba los billetes, doblándolos en un rulo, y, tras propinarse un par de palmadas complacidas en la barriga, se marchaba por donde había venido. En alguna ocasión lo veían trabajar a lo lejos, cortando algún sarmiento que despuntaba en las viñas, y que luego hincaba en cualquier ribazo de la finca a fin de engrosar su tropa, o bien arando con el tractor. Y poco más en lo referido a interferencias. Nadie merodeaba por los alrededores, a excepción de algún turista despistado, que tras atracar la barcaza en las inmediaciones de la esclusa del canal du Midi decidía darse una vuelta en bicicleta por los campos.

Didier se aproximó hasta la mesa, encendió un cigarrillo y pasó distraído las páginas del periódico, buscando la sección de clasificados. Allí encontraría, como de costumbre, la clave de conexión y la hora fijada por Pitágoras para la charla que ambos habían acordado mantener en su último contacto.

Sería ese mismo día. Seguramente sobre las doce.

El de Pitágoras era un sistema seguro, sencillo y magistral. De hecho, todo lo que planificaba resultaba inexpugnable. Ni un enjambre de analistas, contando con todos los recursos informáticos del planeta, conseguiría descifrar su modus operandi.

Didier se entretuvo en imaginar el aspecto de Pitágoras, los rasgos de su rostro, el tono de su voz, su porte y su manera de caminar o vestir. Se había entregado a ese juego en más de una ocasión, recreándolo de todas las formas posibles. Tras unos cuantos años de relación lo único que podía afirmar con seguridad es que era un tipo irónico, inflexible, meticuloso hasta lo enfermizo, dado a emplear el francés y el inglés por igual. Y que debía ser rico, inmensamente rico. Eso era obvio. Tal vez un industrial o un financiero, acaso un político retirado, o el heredero ocioso de una inmensa fortuna familiar.

Pitágoras jamás regateaba.

Resiguió el interminable serpentín de anuncios que conformaban las estrechas columnas del tabloide, intentando localizar el apartado referido a coleccionismo. Ese mes tocaba coleccionismo.

El sonido de un coche avanzando por la gravilla frente a la casa le llevó a postergar su búsqueda. Monique estaba de regreso. Seguramente volvía cargada, con varias bolsas en cada mano.

Didier abrió la puerta cuando ella ya propinaba un puntapié a la hoja reclamando ayuda.

—¡Vaya, el señor marqués ya se ha levantado! —exclamó cáustica tendiéndole parte de la compra—. Te he dejado el fuego encendido, ¿ya has desayunado?

—Acabo de tomar un café, intentaba despejarme, ¿vienes de Toulouse?

Monique asintió. Diseminó todo lo que portaba por el piso y se quitó la cazadora, arrojándola sobre un banco con gesto cansado.

—Sí, de Toulouse. El mercado de la plaza Arnaud Bernard estaba lleno de gente, parece que regalen las cosas.

Didier esbozó una mueca de desaprobación.

—Sabes que no me gusta que vayas por esa parte de la ciudad. Es casi imposible encontrar a un francés. Solo hay tunecinos, marroquíes, argelinos…

—¿Y dónde se supone que debo ir de compras, chéri, a Saint-Cyprien? ¡Estamos en las mismas, allí solo hay negros, caribeños y antillanos! ¡Qué importa, no pasa nada, el futuro es ahora, y cuanto antes nos hagamos a esa idea, mejor, ya lo dijo el mustafá de los cojones! —gruñó entre dientes.

—¿Quién coño es Mustafá? —interpeló él desconcertado.

—Mustafá, el babuino ese, el libio de la jaima, con sus jodidas arengas…

—¿Muamar el Gadafi?

—Exacto…, Gadafi, ¿no recuerdas lo que soltó en televisión?

—¡Joder, Monique, querrás decir que es un beduino!

—Sé lo que digo, Didier, ¿me tomas por tonta? Sé distinguir perfectamente entre un beduino y un babuino. Él es un babuino y punto —zanjó la mujer en tono despectivo—. ¿Has olvidado lo que dijo ese puto babuino hace una semana?

—Ese hombre no para de decir cosas, no hay que hacerle mucho caso.

—Las dice muy gordas. Aseguró que la islamización de la Europa cristiana es un hecho irreversible, que no hace falta gastar en bombas ni mandar a mártires suicidas; que en quince o veinte años, con nuestros ridículos índices de natalidad, ellos serán mayoría, y todos nosotros estaremos con el culo en pompa y de cara a La Meca.

—Monique, desde que te conozco no te he visto pisar una iglesia jamás, ¿a santo de qué te importan esas cosas ahora?

—No me importan nada. Ya lo sabes. Eres tú quien ha sacado el tema con tus miedos: Monique, no hagas esto; Monique, haz lo otro; ve por aquí, no vayas por allá… —parafraseó encogiéndose de hombros. En un gesto rápido extrajo una goma de pelo que llevaba a guisa de pulsera en la muñeca y reunió su larga melena rubia en una cola de caballo. Después entró en la sala.

—Tú sabrás lo que haces, pero yo no me pasearía por ahí con esa blusa desabrochada y esa minifalda —aconsejó él siguiendo sus pasos—. Vas pidiendo guerra. Y la acabarás encontrando.

Monique no entró a la greña ante un comentario de esas características. Se abstrajo durante unos instantes en el fascinante e hipnótico baile de las llamas en la chimenea.

—O tal vez sí…, supongo que al fin y al cabo sí me importa lo que ocurra en este país —murmuró apacible calentando las palmas de sus manos—. No quisiera ver una Francia plagada de minaretes, ni que nadie nos diga qué debemos hacer en nuestra propia casa. Dime, chéri: ¿te gustaría verme con un burka, tapada de la cabeza a los pies, caminando dos metros por detrás de ti?

—Si el burka es de seda y sé que no llevas nada debajo, seguro que sí… —repuso Didier con una sonrisa lasciva en los labios—. Y un poco de sumisión, para variar, no estaría mal del todo.

La mirada de Monique se encendió al escuchar eso, como si una chispa, liberada por el crepitar de la madera, hubiera saltado hasta sus ojos. Arrugó los labios, entre enfurruñada y divertida, e hizo retroceder con decisión a Didier a base de pequeños empujones.

—Así que eso te gustaría, ¿eh, depravadillo? ¡Seguro que sí! Y aún te pondría más si debajo del burka escondiera un látigo, o un cuchillo de esos curvos que llevan los mustafás. Te pondrías como una moto, so marrano… —susurró en tono morboso, derribándole en el centro del sofá con un último empellón.

—Todas tus fantasías me excitan, ya lo sabes.

Ella se sentó sobre él a horcajadas e hincó los muslos en sus costados, como si fuera una montura que necesita ser espoleada; al punto, desabrochó los botones de su blusa, provocando una explosión en el todavía aletargado cerebro de Didier.

—Ahora es cuando tienes que ponerte chovinista y soltar esa expresión tan trasnochada: sacrebleu! —sugirió Monique jocosa, introduciendo los dedos por la cintura del pijama y buscando su sexo al tiempo en que lo fijaba por el cuello contra el respaldo—. Encomiéndate a Dios, chéri, porque cuando haya acabado contigo no te conocerá ni tu madre…

—Sacré Bleu, impossible de se défendre, il faut déposer les armes! —exclamó él en un épico rapto teatral, conteniendo la hilaridad—. ¡Vamos, quítate la ropa, putita!

Monique se alzó y bajó la cremallera lateral de la falda, mostrando un diminuto tanga negro. Se disponía a deshacerse de él cuando se detuvo llevándose los dedos a los labios.

—¿Qué haces, mon amour?

—¡Oh, mierda, Didier, mierda!

—¿Se puede saber qué pasa?

—¡Lo que pasa es que he comprado a primera hora un montón de cosas y llevan casi tres horas en una bolsa de plástico!

—¡Es igual, olvídate de eso ahora!

—¿Olvidarme? He ido a buscar tus malditos calamares, los buñuelos y las croquetas artesanas de jamón del colmado de Éluard, al otro lado de la ciudad; me he dejado más de cincuenta euros en caprichos, ¿te lo vas a comer todo hoy? —interpeló enojada, devolviendo la falda a su cintura—. No pongas esa cara, luego seguiremos. Y si no puedes esperar, hazte un apaño provisional, que para eso te las pintas sólito.

—¡Pero si está helando! —arguyó él.

—Precisamente por eso: he vuelto con la calefacción al máximo —zanjó ella alejándose a paso rápido.

Didier, resignado, se cubrió el rostro con las palmas de las manos y suspiró profundamente, extinguiendo su deseo. Durante un minuto permaneció con cara de pasmarote, siguiendo el rastro dejado por la carcoma en las vigas. Súbitamente se incorporó, como si un resorte invisible le proyectara.

Había olvidado su cita con Pitágoras.

Sobresaltado comprobó la hora en su reloj de pulsera, y también en la antigualla de péndulo que colgaba junto a la chimenea. Había marcado el tiempo de la familia Legrand, generaciones atrás, pero asombrosamente seguía oscilando con la exactitud impecable de un marcapasos.

Se centró en los clasificados del periódico. Las inserciones que aparecían en el apartado de coleccionismo eran escasas. Localizó a vuelapluma la de Pitágoras.

«Compro a buen precio ejemplares antiguos de Paris Match. Especialmente los números 12 y 43, y todos los del año 1972. Interesados, contactar con el apartado de correos 30123».

Encendió el portátil y abrió un navegador. Un segundo más tarde tecleaba en el campo de direcciones la url de una página: tetractys.org.

La homepage del sitio era, en apariencia, una imagen estática que parecía no conducir a parte alguna. Mostraba un sobrio fondo, del color suave del liquen, sobre el que destacaba un gran triángulo equilátero compuesto por diez círculos negros, distribuidos en cuatro líneas. El cero marcaba el vértice superior, y la secuencia 6-7-8-9 conformaba la base de la pirámide.

Movió el cursor sobre ellos sin que mostraran ningún vínculo. Echó un nuevo vistazo a su reloj. Faltaban cuatro minutos para la hora. Rebuscó en un cajón de la mesa y sacó una libreta en cuyas páginas se amontonaban centenares de nombres relacionados con otros tantos códigos numéricos.

Encendió un cigarrillo y esperó.

A las doce y cuarenta y tres, con precisión suiza, el triángulo pareció cobrar vida. Cada uno de los círculos mostró su número oculto.

Didier sabía perfectamente que la puerta solo podía ser franqueada durante un minuto y que no admitía posibilidad de rectificación. Pulsó cuidadosamente 1-9-7-2-3-0-1-2-3.

La pantalla, al punto, se refrescó proponiendo una frase y un nombre.

«Pensar en otra vida, más allá de esta, es el más irracional de los caprichos».

David Hume

Al pie del texto aparecía un campo vacío. Didier se apresuró a consultar la lista de su libreta, ordenada alfabéticamente. No tardó en localizar a David Hume. Ignoraba quién era o quién pudo haber sido. Seguramente —se dijo con ironía—, alguien ilustre que en un momento de inspiración logró decir algo de monumental trascendencia, para acto seguido, como todos los mortales, largar una tremenda sarta de sandeces. Se juró comprobarlo buscando en alguna enciclopedia.

Junto al nombre halló una interminable retahíla de números que introdujo pacientemente: 0-7-0-5-1-7-1-1-2-5-0-8-1-7-7-6. La fecha de nacimiento y muerte del filósofo.

Hecho eso, accedió al ámbito virtual en que Pitágoras y él se daban cita. Un simple y sencillo chat, exento de cualquier atractivo gráfico. En una columna, a la derecha, se amontonaban todos los apodos de aquellos que lo utilizaban de forma regular. Un punto rojo junto al nick de Pitágoras indicaba que su interlocutor le estaba esperando.

Didier instaló el programa, que había descargado previamente. Dropbox permitía crear un folder al que se podía acceder en remoto, desde la red, o desde cualquier ordenador, compartiendo de manera instantánea todo tipo de archivos. En cada ocasión, tras copiar los documentos, Pitágoras los eliminaba de su carpeta y los dos se desembarazaban de la utilidad; de ese modo, el fabricante del software no guardaba copia de seguridad en el servidor.

Didier Laval cerró el navegador y activó el reposo de pantalla. La conversación con Pitágoras le había dejado estampado en el rostro un aire torvo, insano, y un evidente malestar golpeando en la boca del estómago. Ordenó sus cabellos y se dirigió hacia la cocina, siguiendo un agradable rastro de cebolla frita y laurel. Sin duda Monique estaba preparando pescado, como acostumbraba a hacer cada vez que se aprovisionaba en Toulouse.

La encontró disponiendo dos merluzas frescas, sobre las que había extendido una fina capa de mantequilla y especias, en una bandeja de horno. Tras ordenar la compra, se regalaba con una copa de Château d’Yquem, blanco y dulce. Una obra maestra a 600 euros la botella; anticipo del paraíso que les esperaba en Bali.

Un capricho demasiado dulce, a decir de Didier, y solo apto para acompañar un buen foie o grandes postres.

Monique le descubrió espiando sus idas y venidas, apoyado en la jamba de la puerta. Le sonrió.

—¿Aún estás en pijama?, ¡deberías vestirte para comer, Didier, pareces un cavernícola! —regañó divertida, regando el pescado con el dedo final de vino que restaba en su copa—. ¿Qué tal tu charla con Pitágoras, tenemos más trabajo?

—Sí. Y estoy seguro de que este te gustará especialmente.

—Voy a cocinar la merluza con una variante en la receta. No te diré de qué se trata, deberás adivinarlo.

—Lo cierto es que no tengo hambre. Además, lo que me ha contado Pitágoras me provoca náusea…

Monique se encogió de hombros y enarcó las cejas, de forma harto gráfica. Los encargos de Pitágoras, más allá de la tentación que suponía el dinero, siempre afectaban al ánimo de su pareja.

—Esa sensación, a base de repetirse, se ha convertido en un clásico… —adujo restando importancia al asunto—. No le des más vueltas, anda, sírvete un poco de vino.

Didier abrió la nevera, y, tras dudar un instante, optó por una cerveza bien fría. Sentado en un taburete, ausente, vació la mitad de la lata de un largo trago.

—Nunca te lo he dicho, Monique, pero algunas veces siento miedo.

—¿Tú, miedo?

—Aunque te parezca extraño, es cierto. Temo encontrarme en sueños con alguno de los que he matado. Por eso, en ocasiones, ya lo sabes, me despierto sobresaltado…

—¡No digas tonterías!

—¿No te ha ocurrido nunca?

—¿Dejar que esos indeseables se cuelen en mis sueños? ¡Jamás! Yo solo sueño con Bali. En un par de años dejaremos todo esto. Ya tenemos más dinero del que necesitamos para vivir.

—También pienso en si alguien nos juzgará algún día… —murmuró.

—¿Te refieres a Dios, Didier? —interpeló ella sin salir de su asombro.

—Supongo…

—¡Oh, vamos, deja a Dios en paz! En alguna ocasión te he dicho lo que pienso acerca de eso. Sabes perfectamente que solo existen dos posibilidades —recordó ella. Situada ante él, le obligó a alzar el rostro hasta enfrentar sus ojos—. Recuerda: si no existe Dios, y eso es más que probable, todo está permitido.

—¿Y de existir?

—De existir, chéri, seguro que nos perdonará por todo el buen mal que hacemos.