6

Por capricho de Dios

La voz grave y apremiante parecía brotar de una sombra parda, gruesa, de contornos difusos, que oscilaba de un lado al otro como un tentetieso. Apenas una presencia recortada sobre un fondo luminoso, sumamente molesto.

—¿Puede oírme? —volvió a insistir aclarando la voz—. ¿Entiende lo que le digo?

El cerebro de Henry Gaumont recibió aquella retahíla de sonidos de modo distorsionado, doloroso, como si se tratara de una jerigonza. Toda su capacidad cognitiva permanecía sepultada en el fondo de un profundo pozo, sin que el más mínimo deseo de escalar hasta el brocal de la conciencia pusiera en marcha el motor de su voluntad.

—Estoy moviendo mis dedos delante de sus ojos, ¿los distingue? —apremió—. Si ve algo o comprende lo que le estoy diciendo, intente parpadear.

Un leve brillo de aquiescencia afloró en su mirada perdida.

—No se angustie, permanezca tranquilo. Todo va bien. Irá recuperando el habla y la capacidad de visión poco a poco —reconfortó el desconocido—. Use mi voz como si fuera una cuerda. Agárrese a ella.

A lo largo de los minutos que siguieron, reptando como una serpiente, los sentidos de Henry consiguieron arrastrarse hasta alcanzar la luz del día. Logró articular algunos monosílabos, mover ligeramente el rostro, notar un hormigueo afilado en sus extremidades, y descubrir, de forma paulatina, las facciones de aquel que con tanto empeño se había propuesto devolverle a la vida.

Era un hombre alto y corpulento, sonriente, de enormes pómulos. No dejaba de escrutarle mientras le tomaba el pulso, una y otra vez, y auscultaba su corazón, en los tiempos muertos, con un estetoscopio que llevaba enrollado al cuello. Cuando hacía esto último, su respiración poderosa, impregnada en nicotina, abofeteaba a Henry en el rostro.

Parecía complacido.

—Soy Francis Jaillot, jefe de internistas del Centro Hospitalario Henry Ey, en Chartres. Está usted recuperando sus constantes. Saldrá bien parado de este trance, aunque le confieso que no lo teníamos nada claro —confesó—. Ha pasado casi dos días en ninguna parte, en coma; unido a la vida por un hilo de seda.

Dos enfermeras que flanqueaban al médico asentían circunspectas a sus aseveraciones; la más alta, junto a la cabecera del lecho, no paraba de toquetear con expresión de desconcierto un gotero que parecía no vaciar su contenido a la velocidad correcta.

—¿Recuerda por qué está usted aquí? —interpeló Jaillot.

—No…

—Pero lo que sí recordará seguramente es su nombre, ¿verdad?

—Hen…

—¿Sí?

—Henry… Henry Gaumont.

—Eso está bien. Vayamos paso a paso. Todos sus recuerdos regresarán paulatinamente en cuestión de horas. Ayer le efectuamos una tomografía axial y no se aprecia ningún daño en su cerebro.

—Agua…

—¿Quiere beber?

—Sí.

—Dejaré que le humedezcan los labios, pero no puede beber todavía, lo siento —afirmó con desencanto—; le hemos zurcido un bonito agujero en el estómago. También le aviso: procure no moverse. Está inmovilizado. Se dio un golpe muy fuerte en la espalda, y, de resultas de eso, dos vértebras de la zona lumbar han quedado seriamente dañadas. Durante un tiempo notará algunas secuelas; sobre todo al andar. Así que reposo absoluto. Procure descansar, pasaré a verle a media tarde. Ahora le dejo, tengo un montón de visitas pendientes.

El facultativo salió de la habitación dispuesto a proseguir su ronda. Topó, al poco, con Jacques Laville, el director del centro hospitalario, que se paseaba por la planta como un turista despistado lo haría por la cubierta de un barco en día de mar gruesa.

—¿Qué tal va todo, Jaillot? ¿Sobrevivimos? —interpeló cuando estuvieron cara a cara.

—¡Sobrevivimos, monsieur Laville, sobrevivimos, e incluso, aunque parezca mentira, obramos milagros! Henry Gaumont ha salido del coma, pensaba comunicárselo por teléfono ahora mismo.

—¡Caramba, esa es una buena noticia! Tengo ganas de que todo esto termine. Avisaré a la familia de ese hombre de inmediato, su hermana no ha dejado de llamar, una y otra vez, angustiada. Alertaré también a esa inspectora de París. Lleva dos días revoloteando por aquí. Está hospedada en un hotel, quiere interrogar a Gaumont a toda costa…

—Pues mejor que sea mañana, ahora apenas puede hablar —recomendó el médico antes de perderse por el pasillo con expresión atribulada.

Las dos enfermeras de la unidad de cuidados intensivos no tardaron en imitar a Francis Jaillot. Tras comprobar que todo estaba en orden, salieron discretamente, dejando al paciente adormilado, flotando apaciblemente entre dos aguas.

No obstante, a los pocos minutos, Henry volvió a abrir los ojos. Constató, de reojo, que no estaba solo. Un par de metros más allá, tras una maraña de aparatos y sondas, yacía derrumbado un anciano. Era evidente que su estado era infinitamente más lamentable que el suyo. Al menos eso parecía decir el pitido espaciado y agónico que emitía el monitor de constantes vitales al que permanecía anclado.

Clavó la mirada en un ángulo del techo, resistiéndose a aceptar la pesada broma que el destino le deparaba. Pensó en que quizá, si se esforzaba en soltar esa maldita cuerda que le habían lanzado desde lo alto, conseguiría desplomarse definitivamente en lo más profundo del abismo de la inconsciencia y morir en paz.

Poco a poco, sin ser convocados, los recuerdos comenzaron a adquirir concreción en su cabeza, tal como Jaillot había asegurado que sucedería. Logró rememorar de forma deshilvanada lo sucedido una eternidad atrás, en la cafetería de aquella gasolinera; la irrupción de aquellos bastardos; la ponzoña en los ojos de su agresor y el estruendo seco de los disparos, pero ni una sola imagen, luz o sensación del tiempo pasado más allá de los límites de la realidad.

¿Eso era la muerte? ¿Solo eso?

Al fin y al cabo, nada demasiado imponente.

Vacío insondable y silencio. Sin dolor.

Una sensación de triste derrota se propagó por su pecho como la onda creada por un guijarro en la superficie de un estanque, llenándole de ansiedad. El aleteo de la muerte, alejándose tras renunciar a su carga, le llevó de inmediato a visualizar el rostro apacible y mórbido de su madre. Se maldijo por no haber podido despedirse de ella cuando aún podía.

La certeza de que el mayor error estriba en creer que aún queda tiempo para cualquier cosa se presentó inexorable, en forma de desolación cognitiva.

Otra mentira. Otra más. Nunca queda tiempo para nada.

Entre la larga sucesión de imágenes que se colaron como sombras chinescas por el entresijo de su pensamiento asomó el rostro de Miriam. La evocó risueña, despreocupada, tal como lucía una tarde, muchos años atrás, durante un paseo por los muelles del Sena. Aquel día decidieron casarse. También Léopold acudió a la cita, como un invitado indeseable, con sus ojos astutos, calculadores; con esa sonrisa, taimada e inquietante. Y con la daga oculta a la espalda.

¿Cómo no había sido capaz de intuir la repugnante maniobra de ese cabrón?

Se sorprendió de que el incontrolable sentimiento de rabia e impotencia que siempre acompañaba el reencuentro con ese par de infames no hiciera acto de presencia, devorándole interiormente. De forma curiosa, todo su odio parecía diluirse en un océano de desencanto e inapetencia. En un recoveco perdido de su cerebro resonaron con absoluta claridad las palabras que su padre solía llevarse a los labios cada vez que constataba la vileza del proceder de muchos. Llegaron como si el mecánico de Vannes le aleccionara desde la tumba…

—El mayor honor del asesinado estriba en no ser el asesino… —se lamentaba en voz alta, parafraseando una frase de uno de los pocos libros que había leído en su vida, del poeta libanés Khalil Gibran. Y lo hacía como quien echa mano de un sortilegio capaz de sosegar al animal que reclama venganza bajo la piel de cordero impuesta—. Además, devolver mal por mal no es cristiano, hijo mío…

Respiró profundamente, con desazón.

Cristianismo.

Por definición, una camisa de fuerza, de tela estoica, cosida con hilos de impotencia y sumisión, que recomienda devolver el denario de oro al César, pero no revolverse con uñas y dientes ante su veleidosa crueldad.

Agotado por el descomunal esfuerzo que suponía hurgar en los archivos de su conciencia, Henry Gaumont dejó de bracear y se hundió como un pecio en las aguas del olvido.

Cuando volvió a abrir los ojos, sin que supiera con exactitud cuánto tiempo había transcurrido, descubrió el rostro bermejo de Jaillot a pocos centímetros del suyo. Le zarandeaba afable la mano, al tiempo que chasqueaba la punta de su lengua como un periquito, reclamando atención. Su aliento, como una vaharada de aire cálido del desierto, despertó en Gaumont el irrefrenable deseo de encender un cigarrillo a cualquier precio.

—¿Hola?

El publicista le enfocó con expresión de beodo.

—¿Me escucha? Vamos, despierte, todo está yendo muy bien —anunció—. Le hemos trasladado a una habitación, en planta. Tiene dos visitas. Afuera aguarda Gisèle, su hermana, deseando verle. Y aquí, conmigo, está una mujer que quiere hacerle unas cuantas preguntas. ¿Le parece bien, se ve capaz de hablar?

Gaumont asintió, buscando con la mirada a la desconocida. No consiguió verla claramente hasta que el médico se hizo a un lado y retrocedió unos pasos, dispuesto a intercambiar su posición con la de ella. Al encararla, el publicista no logró sustraerse a un viejo vicio, un juego obsesivo que llevaba años practicando. Las incontables horas pasadas en procesos de selección de rostros le habían dejado como bagaje una fina capacidad de análisis fisonómico. El proceso comparativo se desencadenaba de forma automática cada vez que unas facciones reclamaban su atención. De inmediato, equiparó los rasgos marcados y secos de la mujer con otros que siempre estaban presentes en su galería de recuerdos; esos ojos lánguidos, tocados por la melancolía, del color glauco y suave del liquen, remarcados por unas cejas ligeramente despobladas y esbeltas; ese mentón enérgico; esos pómulos ligeramente huesudos; el recogido estudiado del cabello, del que se desprendían algunos tirabuzones; los labios, trazados con tiralíneas.

Todo en ella le llevó a recordar a una actriz; en absoluto despampanante, ninguna beldad, pero sí una mujer decididamente atractiva.

—Me alegro de que se esté recuperando bien, señor Gaumont. Me llamo Claire Valéry. Soy inspectora de la jefatura superior de Policía de París. Tengo que hablar con usted. Procuraré no cansarle en exceso… —dijo con una voz que, para colmo, era el triunfo de lo eufónico.

Jaillot se retiró discretamente, dejándolos solos, y ella se acomodó resuelta junto a la cama. Tras desabotonar su chaqueta, rebuscó en el bolso y extrajo un pequeño cuaderno de notas, una estilográfica y una grabadora de voz que depositó sobre la mesilla. Al entender el desconcierto en el rostro de Henry, sonrió de forma leve y se apresuró a aclarar…

—Espero que no tenga inconveniente en que registre nuestra conversación. Es un procedimiento habitual. A todos los efectos deberá considerar que lo que diga formará parte de su declaración, ¿lo entiende?

Henry asintió.

—Supongo que ahora, como en las películas, debo preguntar si necesito un abogado, ¿no? —bromeó.

—No. No se preocupe por eso. No se ha formulado acusación alguna contra usted dadas las circunstancias; aunque el caso, inevitablemente, será visto en un tribunal. Está en su derecho de desdecirse en el futuro de lo que ahora pueda contarme. En su estado, ningún juez pondría reparos a cualquier rectificación —tranquilizó ella con voz pausada—. Dígame, señor Gaumont: ¿recuerda con claridad lo que sucedió en esa cafetería de la autopista?

—Vagamente… —mintió—. Solo imágenes inconexas, borrosas.

—Permítame refrescarle la memoria. He tenido que investigar algunas cosas sobre usted. También he estado conversando, hasta hace unos minutos, con su hermana. Corríjame si me equivoco. Usted regresaba de un breve viaje a Vannes…

—Sí. Mi madre falleció hace unos días. Acudí al funeral.

—Lo lamento de veras.

—Era…, era ya muy mayor. Hacía meses que no la veía. De regreso a París me quedé sin gasolina al sobrepasar Chartres —recapituló con mirada ausente—. Tras repostar, entré en ese establecimiento. Recuerdo que había muy pocas personas.

—Incluyéndole a usted, seis exactamente —puntualizó Claire.

—No lo sé. Estaba casi vacío. Luego irrumpieron esos tipos…

—Eran tres, ¿los recuerda?

—Solo a dos de ellos. No logré ver al tercero.

Henry proporcionó una descripción de los dos asaltantes, más detallada, si cabe, en todo lo referido al matón que le encañonó.

—¿Por qué disparó a ese hombre?, ¿no cree que hubiera sido mucho más sencillo darle el dinero que llevaba encima?

—Ese hombre iba a matarme.

—¿Está seguro de eso, cómo puede afirmarlo con tanta certeza?

—Lo sé. Me golpeó en la frente y me encañonó. Estaba rabioso.

—Llegamos ahora a un punto delicado. Usted, sintiéndose en peligro, disparó primero, ¿correcto?

—Lo hicimos a la vez…

—No fue así. Él lo hizo cuando ya se desplomaba. Así lo ha atestiguado el propietario. Estaba a menos de dos metros y lo presenció todo.

—¿Qué importancia tiene eso?, ¿es un koan japonés?, ¿un galimatías como el de la gallina y el huevo? —replicó Henry con desganada sorna.

—Aunque no lo crea, mucha. Dígame: ¿por qué llevaba usted un arma? —indagó Claire cambiando de tercio—. ¿Va siempre armado?

En ese punto Henry se sumió en un largo silencio. Evitó enfrentar la mirada inquisitiva de la inspectora y enfocó al vacío. Tenía claro que no podía justificar la tenencia del arma sin meterse en un buen embrollo. No sabía de qué modo podría zafarse del lío legal que supone matar a alguien, siquiera en defensa propia, pero sí era consciente de que la menor alusión a sus deseos de vengarse de Miriam Fournier y Léopold Leveque complicaría terriblemente el asunto. Sus verdaderos motivos debían quedar a buen recaudo, bajo siete candados.

—Compré el arma hace un par de meses…

—¿Dónde y a quién?

—Alguien, en un tugurio del cinturón industrial de París, me habló de un tipo que podía conseguir viejas automáticas en buen estado: un tal René, hijo de un pied-noir de origen corso, de los que salieron de Argelia tras la independencia del país en el 62. Conseguí localizarle. Es un tipo dicharachero, parlanchín. Conduce camiones, eso creo…

La inspectora asintió con expresión complacida. Sabía que Gaumont estaba diciendo la verdad. El tal René tenía antecedentes policiales por tráfico de drogas a pequeña escala, y no era la primera vez que trapicheaba con armas de fuego; normalmente, verdaderas antiguallas que conseguía en sus desplazamientos por Europa y que posteriormente vendía en el mercado negro.

—¿Para qué necesitaba usted una pistola, señor Gaumont? —disparó a quemarropa Claire.

Henry se mordió discretamente el labio. Tenía la desagradable sensación de estar adentrándose más y más en una ciénaga de la que le resultaría muy difícil salir. Comprendió que debía sopesar cuidadosamente cada una de las palabras que brotaran de sus labios. No tenía ninguna explicación plausible en la recámara. Nadie, se dijo, mientras carraspeaba y ganaba unos segundos preciosos, necesita una pistola, a no ser que se dedique al comercio de objetos valiosos, al mundo de la seguridad personal o al transporte de fondos bancarios. Ninguno de los supuestos era su caso. Y las automáticas de colección, al menos eso tenía entendido, requerían un certificado que los armeros tramitaban en la jefatura de policía.

Hinchó su pecho de aire. Probablemente esa mujer, ese clon mejorado e impasible de Frances McDormand ya lo sabía todo sobre él. Toda su vida y todos sus milagros: el estado de sus cuentas bancarias; sus declaraciones al fisco; la cantidad que percibía mensualmente en concepto de subsidio por desempleo; informes médicos que le habrían permitido, a buen seguro, deducir lo precario de su equilibrio mental y el vaivén emocional que le zarandeaba. Y lo que aún era peor y más inquietante en esos momentos: la maldita denuncia interpuesta por Miriam, en la que una única y merecida bofetada había terminado por convertirse en una somanta de palos.

Sí, ella sabía todas esas cosas. Y solo esperaba, impertérrita, a que él cometiera el más mínimo desliz para ponerle en un brete, contra la pared. No cabían mentiras. Decidió contestar, en última instancia, con la verdad. Al menos con la parte final de su verdad, aquella referida al destino último que se había reservado una vez completada su venganza.

—Había decidido…

—¿Sí?

—Había decidido suicidarme.

Al oír eso, Claire Valéry enarcó una ceja. Durante unos segundos observó a Gaumont con cara de circunstancias, a medio camino entre la incredulidad y la sorna. Alargó la mano hasta la grabadora y detuvo la cinta.

—Escúcheme bien, señor Gaumont. Voy a hacerle un gran favor. Solo uno. No habrá otros. Así que aproveche esta súbita benevolencia —informó en tono conmiserativo—. Diré que en este punto se agotaron las baterías y terminé mi interrogatorio tomando notas. Intuyo que es usted una buena persona, que está aturdido y no tiene las cosas demasiado claras. Hago esto porque tengo la sensación de que no me está contando la verdad. Empiezo a detectar algunas incongruencias en su discurso…

—¿Qué incongruencias?

—Usted no adquirió esa automática para quitarse la vida.

—Lo hice. Quería suicidarme.

La inspectora esbozó una sonrisa misteriosa, acentuando la intranquilidad de Gaumont.

—Ha dicho que la compró hace dos meses, ¿no?

—¿Eh? ¡Sí, es cierto, se lo aseguro!

—Pero no con la intención de volarse la tapa de los sesos. ¿Sabe?, he visto muchos casos de suicidio en los años que llevo en el departamento. Y sé perfectamente que existen dos tipos de suicidas —explicó con un brillo taimado en la mirada—. Aquellos que lo son de verdad, resuelven mientras esperan con su gabardina y su maletín en medio de un andén abarrotado, que lo mejor es arrojarse a las vías y poner fin a su angustia, humillación, soledad o desamor; o bien optan por saltar desde lo alto de una azotea, o por invadir de madrugada, completamente borrachos, la calzada contraria en una autopista, pateando el acelerador. Por descontado, existe un largo historial de desencanto, frustración secreta y hastío en todos ellos. No tienen ningún interés por la vida. A posteriori, esa es la explicación psicológica. Todos parecían normales, pero no lo eran. Le contaré una historia, para que entienda que esa decisión final, ese acto sin marcha atrás, raramente se planifica. Difícilmente se puede preparar. Simplemente, sucede.

—Yo soy un tipo metódico, ceremonial, de los que se entretienen por el camino; planificar es mi verbo favorito —repuso Heny incómodo, maldiciendo su postración. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por poder incorporarse y nivelar el desequilibrio de altura que existía entre los dos. La superioridad de esa mujer se le antojaba insufrible.

—Escuche…, tuve una muy buena amiga. Se llamaba Michelle Badouard —contó ella, haciendo oídos sordos a la ironía de Gaumont—. Habíamos estudiado juntas, habíamos compartido miles de cosas. La conocía muy bien. Era optimista, extrovertida y encantadora. La vida nos separó, al menos en lo físico. Ella vivía en Limoges. Estaba casada con el propietario de un concesionario de Citroën, tenía una casa magnífica, en las afueras, y ningún problema económico o de relación. Nos veíamos de tarde en tarde, pero los reencuentros eran siempre felices. Se quedó embarazada hace cuatro años. La visité cuando dio a luz al niño, un bebé precioso cuyo único problema es que lloraba a todas horas debido a una pequeña malformación estomacal. Nadie dormía en esa casa. Una noche, Michelle se levantó de la cama. El niño, curiosamente, no lloraba, pero ella parecía seguir oyendo su llanto. El marido le preguntó si se encontraba bien, si quería que él se ocupara del bebé. Mantuvieron una conversación breve. Michelle, finalmente, tras comprobar que todo estaba bien, bajó a la cocina y se bebió un vaso de leche. Después, abrió un cajón, eligió un cuchillo y se lo clavó en el corazón…

El demoledor relato de la inspectora dejó a Henry temblando como una hoja. Intentó articular alguna palabra sin éxito. Entendió que no había nada que decir que no sonara estúpido en esas circunstancias.

La inspectora guardó silencio durante unos instantes. Ya no quedaba el más mínimo atisbo de reto en su mirada. Era evidente que rememorar esos hechos le costaba lo indecible. Parecía tener un nudo en la garganta.

—Por eso digo que nadie que haya tomado una decisión de esa índole busca a alguien que le venda una pistola, y se pasa dos meses con ella, jugando a imaginar qué sentirá, o cuándo y dónde lo hará. Es una impostura —afirmó, sepultando su emoción cuello abajo—. Ese tipo de falso suicida se coloca el cañón en la sien, crispa el dedo sobre el gatillo, y decide, en el momento cumbre, que tiene hambre, que mejor sería comer algo, pues no se trata de entrar con las tripas vacías en el más allá. Y tras saquear la nevera, al sentir sopor, opta por dormir unas horas. Y al despertarse, se mete en la ducha, porque necesita despejarse y pensar con claridad: decidir si escribe una carta de despedida, o una nota a la policía; si tiene todos los papeles en orden; si su mujer, o sus hijos, sabrán encontrar esto o aquello. Nuestro falso suicida termina acodado en una barra, bebiendo whisky y sublimando su propia desgracia, complaciéndose en imaginar qué dirán amigos y deudos en su funeral. El suicidio, señor Gaumont, es un alarido escalofriante. Si usted hubiera querido realmente poner fin a su vida, se habría ahorcado o cortado las venas, en una bañera, como hacían los romanos, como hizo Petronio…

—¿Petronio? ¡Petronio celebró una buena despedida con sus amigos, les obsequió durante horas; incluso les leyó la jocosa relación de consejos que había escrito para joder a ese crápula de Nerón! —tronó disconforme Henry, irritado por la larga reconvención—. Petronio dejó en orden todos sus asuntos, inspectora. Además, al menos en la novela clásica, tenía a Eunice. Murieron abrazados los dos…

—¿Qué motivo tenía usted para desear quitarse la vida? —contraatacó Claire incómoda—. Le recuerdo que le estoy haciendo un favor. El juez será mucho más inquisitivo que yo. Si piensa ratificarse en esa declaración, le recomiendo que sea sólida y sin la más mínima fisura…

—¿Quiere una historia? Muy bien, la tendrá: ponga ese maldito cacharro en marcha —retó Henry furioso.

—¿Seguro?

—Totalmente.

—Muy bien —convino Claire activando la grabadora—. Cuando guste…

—Seguramente sabrá que mi mujer me abandonó hace unos meses…

—Lo sé. Su hermana ha estado explicándome algunas cosas. Además, usted tiene expediente abierto por maltrato. Su esposa le denunció, y eso da mucho que pensar. De entrada, justifica la existencia de nuestra automática.

—Olvídese del maltrato y preste atención. El maltratado soy yo.

—Le escucho.

—Me enamoré perdidamente de mi mujer, Miriam Fournier. Era esbelta, muy guapa, de las que atraen todas las miradas. Los hombres no tenemos remedio en ese aspecto. La belleza nos pierde. No deberíamos prestarle tanta atención, pero lo hacemos. Por si eso fuera poco, Miriam es sencillamente brillante. Siempre ha destacado por su inteligencia; una inteligencia, ahora lo sé, aunque demasiado tarde, malsana… —empezó a narrar Henry crispado—. Desde el principio tuve claro que no era una mujer tierna, afectuosa, pasional. En lo social resultaba frívola, encantadora, de las que coquetean con todos, yendo siempre de flor en flor, impecable en las formas. Cualquiera que la haya conocido en una de las muchas fiestas a las que acudíamos, le diría que estoy loco al decir lo que digo, pero es así. De puertas adentro, los asuntos de piel, la confidencia, la intimidad, las emociones, parecían no interesarle demasiado. Nuestros encuentros eran pocos, contados, como quien cumple con una papeleta o un mero trámite.

—En pocas palabras: el arquetipo de mujer fría y calculadora.

—Sí. Podría contarle muchas cosas, a riesgo de eternizar esto: de qué modo me convenció para que pusiera a su nombre muchos de nuestros bienes, algunas propiedades que me dejó mi padre al morir, varios activos y fondos de inversión. Mi abogado, a la vista de cómo había hecho ella las cosas, me llegó a tildar de ingenuo. Realmente quería decir imbécil, pero fue piadoso y lo dejó en ingenuo.

—Todos nos comportamos como incautos en ese estado…

—Desatendí las advertencias que algunos me hicieron. Sobre todo Gisèle. Mi hermana siempre tuvo claro qué tipo de juego se llevaba Miriam entre manos. Yo, sencillamente, no lo supe o no lo quise ver —lamentó Henry apesadumbrado—. Para mí la confianza ha sido siempre la base de mis relaciones. Jamás he entendido el amor o la amistad si no existe esa condición de por medio. No creo en muchas cosas; seguramente, a estas alturas, en nada, pero sí en la confianza.

—¿Qué pasó con Miriam?

—¿No se lo imagina? ¡Sencillamente, urdió un plan magnífico, meticuloso! ¡Más de un año invirtió en preparar la pantomima, el escenario de nuestra separación! Nuestros encuentros íntimos se fueron espaciando en el tiempo hasta desaparecer casi por completo. Siempre había una excusa plausible para darse la vuelta en la cama y dejarme solo. La mejor de todas, cocida a fuego lento, fue una falsa dolencia, de difícil detección. Contó con la ayuda de su mejor amiga, Yolanda Boudin, una doctora del hospital Georges Clemenceau.

—¿A qué tipo de enfermedad se refiere?

—Los síntomas son muy parecidos a los de la fibromialgia, aunque sin aquellos que impiden llevar una vida más o menos normal. Decía sentir un continuo dolor de articulaciones, jaquecas, cansancio. Terminó pidiéndome que durmiéramos en habitaciones separadas…

—Entiendo.

—Mi vida empezó a perder sentido. Una de mis grandes ilusiones era tener un hijo, y en esa tesitura la posibilidad se alejaba cada día más. Incluso llegué a pensar en adoptar uno, como ya habían hecho algunos de nuestros amigos. Tiene gracia, ¡el estrés nos está convirtiendo en una sociedad de impotentes! —apuntó Henry cáustico, abandonando por instantes el tono confesional de su relato—. Estaba decidido a aceptar cualquier solución, cualquiera, menos…

—Menos dejar a Miriam —presupuso Claire.

—Sí. Nadie debe romper un vínculo a las primeras de cambio. Nunca he entendido a los jóvenes de hoy, capaces de casarse un lunes y mandarlo todo a paseo el martes. A la adversidad hay que responder con soluciones. Además, a pesar de todo, yo seguía enamorado de ella.

—Admito que la historia se vuelve interesante por momentos… —reconoció Claire acomodándose contra el respaldo de la silla. Se llevó el índice a los labios de modo expresivo. Parecía una psicoanalista a punto de abrir brecha en un paciente—. ¿Qué más?

—Entonces apareció Claude, una mujer muy atractiva, de unos treinta años; soltera, empeñada en disfrutar de la vida al máximo. Yo la había visto en alguna que otra ocasión, siempre en fiestas y reuniones. Un día provocó…, insisto, provocó, un encuentro. Parecía casual, pero no lo era. Luego lo supe. Nos topamos cerca del Teatro Nacional. Yo salía de una entrevista de trabajo en una pequeña agencia. Ella había estado de compras. Cargaba con unas bolsas con ropa y zapatos. Me pidió que la ayudara a llevar los paquetes hasta el coche y después me propuso tomar algo. Acepté.

—Empiezo a entender.

—Se mostró encantadora, me hizo reír con sus bromas y ocurrencias. En la distancia corta resultaba absolutamente irresistible. Me descubrí relajado y feliz, llegué a olvidar todos mis problemas. Tras dos copas empezamos a hacernos confesiones. Me contó, sin rubor alguno, que trabajaba ocasionalmente para una agencia de escorts…

—Bonita forma de referirse a la prostitución de lujo.

—Compañía para hombres de negocios —matizó Henry—. No siempre el sexo está de por medio o es el asunto principal. Le aseguro que Claude es una mujer sumamente culta.

—Dejémoslo en azafata de cena, copa y cama, con un libro de Dan Brown por toda biblioteca. Odio los eufemismos. El cebo perfecto para un incauto como usted.

—Yo le dejé entrever el mal momento por el que atravesaba. Había perdido mi empleo poco antes, mi relación estaba en vía muerta, sin expectativas de cambio. Tras escucharme, ella…, ella dijo saber claramente lo que yo necesitaba.

—¿Un poco de terapia sexual? —atajó Claire sin poder salir de su asombro.

—Entiéndalo como quiera.

La inspectora se deshizo en una sonora carcajada. Rió de forma abierta y contagiosa, olvidando, por momentos, que estaba en un hospital.

—Lo siento, no es mi deseo ofenderle, pero empiezo a pensar que su abogado es muy diplomático. Deberían nombrarle embajador.

—Llámeme estúpido, no se prive —zanjó Henry malhumorado esquivando el encontronazo de su mirada.

—Y usted, como si lo viera venir, se tragó el anzuelo… —presupuso ella pugnando por contener la hilaridad.

—Entero. Y no una sola vez.

—Ahórrese el resto. Lo que sigue es muy francés. Un día, Miriam, desolada, detectó maquillaje, perfume, o un resto de carmín en su camisa; contrató a un detective y con las pruebas de su infidelidad en la mano solicitó el divorcio.

—Quedándose con toda mi herencia, nuestra casa y la mitad del efectivo que restaba en las cuentas. Así sucedió. Todo había sido un montaje. Una encerrona. Ahora mismo esa arpía repta alrededor de otro incauto, un tipo maduro, forrado de dinero y colesterol. Le apuesto lo que quiera a que se casa con él antes de un año…

Claire Valéry respiró profundamente. Desconectó la grabadora y la guardó en el bolso, junto a la libreta de notas. No necesitaba oír más. Sus años de experiencia, en todo tipo de interrogatorios, y sobre todo ese halo de indefensión y agravio en los ojos de Henry Gaumont, habían golpeado, al unísono, su cerebro y su ánimo. Sabía perfectamente que ese proceso simpático, en que razón y emoción se reconcilian, era infrecuente. Cuando ocurría, de tarde en tarde, era prueba clara, casi empírica, de que el testimonio recogido era cierto de principio a fin. Sintió una vaga sensación de empatía pasearse por su pecho. Una conmiseración que de ningún modo podía manifestar.

Pensó, incluso, que si el amante que no tenía llegara a hacerle a ella algo similar, le mataría sin contemplaciones.

—¿Ya está? ¿No quiere saber nada más? ¡Puedo contarle algún que otro naufragio personal, arrastro un saco repleto de experiencias nefastas! —exclamó con expresión asqueada Henry—. De hecho, son tantas que tenía previsto suicidarme tres o cuatro veces seguidas…

—No más pistolas. Es usted un peligro público.

—La próxima vez meteré la cabeza en un horno y abriré la espita del gas. O seguiré su recomendación y lo resolveré al estilo romano. No tema, nadie pagará las consecuencias —rezongó mortalmente serio—. ¿Algo más?

—No, nada más. Es suficiente. Daré por buena su historia. Manténgase en lo dicho cuando sea citado a declarar —recomendó la inspectora poniéndose en pie—. Busque un buen abogado. Solicitaré un informe de su estado psicológico al director del hospital. Estoy convencida de que será todo un poema, pero también un atenuante en el inevitable proceso legal por el que deberá pasar.

Claire dedicó una breve mirada a Henry antes de dirigirse hacia la puerta. Había ladeado el rostro, con gesto esquivo, y enfocaba el lienzo gris y desapacible de un cielo invernal, recortado en el marco de la ventana.

Comenzaba a nevar.

—Buena suerte. Recupérese… —deseó ella con voz suave, entreabriendo la puerta. Y ya cruzaba el umbral cuando se detuvo y añadió por encima del hombro—: Joyeux Noël, monsieur Gaumont!