El peso del fracaso
Claire Valéry revisó por enésima vez la docena de imágenes que había seleccionado de entre el centenar largo que el servicio fotográfico de la policía le había proporcionado a primera hora del día. Escogió por fin una de ellas: un plano medio de Laurence Gourvest, desplomado en la butaca que le había servido de cadalso, y la fue a clavar en el mural que revestía una de las paredes de su despacho.
Permaneció durante un par de minutos cruzada de brazos frente a esa galería de estrepitosos fracasos. Lo cierto es que costaba posar la vista en algún punto. Toda la superficie estaba abarrotada de docenas de retratos, mapas, notas escritas sobre cualquier fragmento de papel, máximas filosóficas, recortes de textos forenses, páginas de periódicos y un sinfín de observaciones que ella misma había ido consignando en un lateral del panel.
Al pie del tablón, descansando sobre un largo mueble negro de puertas correderas, se alineaban en perfecta formación más de una docena de archivadores numerados en el lomo. En todos aparecía rotulado, en mayúsculas y en vertical, Le Club.
Suspiró con desasosiego, maldiciendo la hora en que aceptó hacerse cargo de los expedientes que ya habían traído de cabeza a su predecesor en el cargo, el inspector Émile Gaudin. Al instante, le imaginó jubilado, sin afeitar, retirado en su casa en las afueras de Burdeos. Era un hombre encantador. Y muy guasón. Cada año solía enviarle un par de postales o fotografías que él mismo tomaba. Llegaban poco antes de las vacaciones de verano, y en los días previos a las fiestas navideñas. En todas ellas hacía referencia a la delicia que supone cambiar crímenes por ostras y estafas por buenos reservas.
Como si lo viera: Gaudin descorchó la mejor de las botellas de su bodega el día en que supo que no debería ocuparse en lo que le restara de vida de ese maldito galimatías.
Le Club. La pesadilla de cualquier investigador.
Un sonido apagado, que recordaba al del sonar de un submarino, sacó a Claire de sus pensamientos. Acababa de recibir un correo. Echó un vistazo a la bandeja de entrada del programa en el portátil y se encontró con un mensaje de Benoît Lauzier, su superior. Lo mandaba desde el otro extremo de la planta. Desde donde ella estaba, a través de la persianilla, podía ver su despacho, o mejor dicho, su pecera de cristal, más allá del laberinto imposible que eran las mesas de detectives, analistas y personal especializado del departamento criminal.
Lo abrió. Eran solo un par de líneas.
Buenos días. Tengo algo para ti.
Pasaré a verte antes de las doce.
Benoît
La inspectora blasfemó entre dientes. Lauzier siempre le complicaba la vida. Cada una de sus llamadas, notas o visitas le suponía a ella un nuevo dolor de cabeza. Era un verdadero maestro en el arte de escabullirse entre las bambalinas antes de verse implicado en cualquier asunto. Solía presentarse, grave y ceremonioso, exponía los hechos, con voz pausada, y se retiraba dejando invariablemente el cadáver sobre la mesa para que lo embalsamara otro, propinando, en la retirada, una palmadita afable en el omóplato del beneficiario. En el libro de normas para altos cargos, a ese proceder de manos limpias le llamaban saber delegar, requisito fundamental para vivir bien, estando en todas partes y en ninguna, y medrar hasta el techo de la incompetencia personal, o lo que es lo mismo: hasta ocupar la butaca de jefe de departamento. Benoît, que se ceñía al manual al pie de la letra, se pasaba la mitad del tiempo despachando a puerta cerrada con Frédéric Péchenard, el director general de la Policía de París, y la otra mitad devanándose los sesos con «Les mots croisés», de Philippe Dupuis, en la página de pasatiempos de Le Monde; crucigramas que, gracias al cielo, casi nunca lograba completar; vergonzosa derrota intelectual que permitía que Claire se riera por lo bajo y se ratificara en su opinión de que la cultura rara vez adorna a un superior.
Un maldito tecnócrata, en resumidas cuentas. Ni siquiera policía de carrera.
El golpear de unos nudillos en la puerta precedió a la irrupción de Jean-Louis Pitrel. Asomó eufórico.
—¡Buenos días, inspectora, magnífico día! —aseguró con la satisfacción estampada en el rostro.
—¿Magnífico? ¡Bueno, dejémoslo estar!, ¿qué tiene de magnífico? —replicó en tono desencantado—. Está claro que Paul Simon tiene razón cuando dice eso de «One man’s ceiling is another man’s floor…».
—¿Paul Simon?, ¿uno de sus filósofos?
—Sí, uno bastante personal.
—¡Ah, ya! ¿Y qué quiere decir exactamente con esa frase?
—Que sobre las espaldas cansadas de muchos se yergue el júbilo indecente de unos pocos… —repuso cáustica—. Anda, siéntate y alégrame el día. Te compro lo que me quieras vender. No seré muy exigente.
Pitrel se acodó en la mesa y depositó un disco y una fotografía.
—Mire bien a este tipo. ¿No le recuerda a nadie?
Claire tomó el retrato y frunció el ceño. El hombre en cuestión le resultaba familiar. Era de rostro orondo. Llevaba una barba rala, algo más poblada en la zona del mentón, y un bigotito fino, bastante ridículo. Los ojos, ligeramente saltones, constituían la mejor de las referencias de las que disponía en su archivo mental. Recordaba a unos cuantos indeseables de primera división con ojos de sapo.
—¿Aún no?
—No lo sé. No estoy segura…
—Fíjese, inspectora: es Laurence Gourvest, nuestro masoquista favorito —reveló el ayudante tomando una de las fotos del cadáver que Claire tenía sobre su mesa y colocándola al lado del retrato frontal que él había conseguido.
—Es cierto. Es él. Aunque está muy cambiado.
—Laurence Gourvest, nuestro empresario, es, en realidad, Ives Givry. Con un largo historial criminal. Atracos, asesinatos y extorsión; casi siempre asuntos vinculados con el tráfico de drogas. Aunque poseíamos mucha información sobre él, incluso algunas fotos, jamás le pudimos echar el guante. Era escurridizo como una anguila. Los de estupefacientes le siguieron la pista durante bastante tiempo y fueron estrechando el cerco a su alrededor. Estaban a punto de cazarlo con las manos en la masa cuando se evaporó sin dejar rastro. Nada de él se ha sabido desde el año 2004. ¡Se volatilizó!
—¡El muy cabrón se sometió a una operación de cirugía facial! —exclamó Claire admirada, sin despegar la vista de las fotos—. ¿Cómo demonios lo has sabido?
Jean-Louis carraspeó y estiró el cuello, como un pavo real.
—Jamás hubiéramos podido relacionar a nuestro falso Gourvest con Givry. En su expediente no constan sus huellas dactilares. Su amigo, Daniel Boillot, proporcionó la clave. Ese forense no tiene precio. Ayer, en la morgue, en un examen mucho más detenido, bajo los focos, reparó en unas mínimas cicatrices en los pómulos, el mentón y las sienes, bajo el cabello, y me lo comunicó. Los especialistas en fisonomía, con su programita mágico, han hecho el resto en unas pocas horas. Aumentaron pómulos y barbilla, quitaron aquí y pusieron allá. Y luego hicieron todo lo que les pedí: combinaciones con patillas, con bigote, con barba… et voilà!
—¡Joder!
La inspectora se retrajo sobre el respaldo de su butaca. Cruzó los dedos sobre el regazo. Pitrel era sencillamente admirable.
—Eres muy bueno, Jean-Louis. Bueno y resolutivo —murmuró asombrada—. Y vas como una moto. Ojalá yo tuviera la gasolina que a ti te sobra.
—Hay más —apuntó señalando el disco—. ¿Puedo usar su reproductor?
—Adelante.
El ayudante se agachó frente a un carrito provisto de ruedas, deslizó el DVD en el magnetoscopio y encendió el televisor. A los pocos segundos la pantalla se iluminaba mostrando la grabación de una cámara de seguridad.
—Pedí que me grabaran varios discos. Recogen los movimientos de los clientes en las plantas ocupadas por las suites del hotel, entre las diez de la noche y las seis de la madrugada. Aquí se muestra lo captado por la cámara del descansillo de ascensores del piso treinta.
Claire se adelantó sobre la mesa, apuntalándose sobre los codos.
—Mire, aquí tenemos a Gourvest, bueno, a Givry, de regreso de su juerga —mostró Pitrel—. Sale del ascensor y se pierde por el pasillo que conduce a las habitaciones.
—Las once menos cinco… —constató la inspectora, atenta al contador de tiempo de la esquina inferior derecha.
—Sí. Ahora adelantaré la imagen. Pasa un buen rato hasta que nuestra asesina aparece; en el intervalo se ve como llega un matrimonio y un ejecutivo. He comprobado sus identidades. ¡Fíjese, aquí está!
A las once y treinta y dos minutos, y de forma fugaz, una mujer esbelta, de cabello castaño, cruzaba decidida, dando la espalda a la cámara. Llevaba un bolso, que más parecía un pequeño saco, al hombro, y un pañuelo oscuro envolviendo su cuello. Claire reparó en sus zapatos de tacón de aguja. Producían vértigo, pero ella caminaba con total soltura.
El ayudante pulsó el botón de fast forward y saltó de forma considerable en el tiempo. Vieron como la misma mujer abandonaba el lugar a la una y cuatro minutos. Parecía ser consciente de la presencia de la cámara, pues pasaba ante ella como una exhalación, con la mirada clavada en la moqueta, hasta alcanzar el ángulo muerto junto a las puertas de los ascensores.
La inspectora chasqueó los labios con evidente fastidio. Las imágenes aportaban escasa información. Gracias a ellas podrían determinar con bastante exactitud la altura de esa desconocida, pero poco más. Ni siquiera su perfecta melena podía ser tenida en cuenta. Probablemente se trataba de una peluca.
—Algo más… —apuntó Pitrel al captar el desencanto en la mirada de Claire.
—¿Qué?
—Nuestra misteriosa asesina no estaba sola. A la hora en que salió de la habitación, un hombre, un turista alto, de barba cerrada y acento extranjero, montó una buena en la conserjería del hotel. Protestaba a gritos reclamando una reserva que no constaba hubiera efectuado. Los de seguridad tuvieron que intervenir y rogarle que abandonara el establecimiento por las buenas…
—Parece una maniobra de distracción destinada a facilitar la huida de la mujer.
—Eso creo. Lamentablemente, no hay cámara en el mostrador de recepción. Y la descripción que nos han facilitado del alborotador no es muy precisa. De todos modos, todo apunta a que fueron dos los involucrados en la muerte de Givry.
Claire Valéry respiró hondo.
—Te felicito, Jean-Louis, pero no te lleves a engaño: no tenemos nada, casi nada. Esa gente siempre camina por delante, a más de mil metros de distancia. Y sus huellas son tan pocas, tan contadas, tan dispersas, tan insignificantes que resulta siempre imposible saber cuál debe ser nuestro siguiente paso… —reflexionó en tono resignado.
Pitrel se encogió de hombros y volvió a ocupar su asiento junto a la mesa.
—En las últimas horas he podido comprobar que casi todo el mundo en esta central ha oído hablar de esos asesinos. Son realmente famosos. Incluso los de administración saben de ellos —bromeó—. Todos menos yo. ¿No le parece que ya va siendo hora de que me ponga en antecedentes? Si me facilita información, tal vez pueda aportar algo…
Por toda respuesta, Claire señaló un pequeño mueble junto a la puerta del despacho.
—Estoy un poco destemplada. No me encuentro demasiado bien, la humedad me está matando. En esos dos termos hay agua caliente y leche. Y en las cajitas encontrarás sobres de café, infusiones y azúcar. Sírvete lo que te apetezca —propuso—. ¿Serías tan amable de preparar un té para mí? Esto puede ser un poco largo.
Unos minutos después, tras disponer lo necesario, Pitrel se acomodaba dispuesto a escuchar la historia de Le Club. Su ansiedad era evidente. Se quemó la garganta al vaciar media taza de un trago mientras curioseaba dos fotos enmarcadas que la inspectora tenía en un extremo de la mesa.
—Esos dos gamberrillos son mis sobrinos favoritos, los adoro —aclaró ella divertida, señalando a un par de arrapiezos de pinta temible—. El del otro retrato, el horroroso de cara enajenada, ojos desorbitados y mostacho de campeonato, es Nietzsche, ¿recuerdas?
—¡Sí, el de la disciplina alemana!
—Exacto, él. Tengo su foto aquí debido a la gran admiración que le profesan los miembros de esa secta que llamamos Le Club. Lo cierto es que parecen sentir debilidad por muchos filósofos, desde Sócrates, Aristóteles y Platón hasta Kant, Hegel, Hume, Rousseau o Voltaire; pero Nietzsche es recurrente, una constante. En once de sus veintisiete asesinatos nos han regalado frases de ese hombre impresas en pequeños papeles.
—¿Siempre con el acrónimo latino tras el texto?
—Sí, invariablemente. Son gente educada. Y muy cáustica: ¡Que el peso de la tierra te sea llevadero, púdrete, cabrón! —zanjó Claire pugnando por contener un insano conato de sarcasmo en los labios—. Y no me preguntes por qué dejan esas máximas, Pitrel, que te veo venir. No lo sé a ciencia cierta, aunque por lógica todos hemos concluido que sirven a un doble propósito. Las utilizan para remarcar la ignominia, la vileza del asesinado, y para justificar, de paso, su proceder.
—¡Lo nunca visto: criminales convencidos de su superioridad moral! —concluyó el ayudante admirado.
—Nada nuevo. Los nazis también estaban convencidos de su superioridad moral —corrigió Claire entre sorbo y sorbo. Mantenía la taza humeante entre las manos, intentando atrapar todo su calor.
—Sí, bueno…, pero esto es distinto. Al menos a mí me lo parece.
—Lo único que es distinto es que Le Club suele darle el pasaporte a verdaderos indeseables, porque no todos los casos están claros, como enseguida verás. De todos modos, te recomiendo que evites caer en la tentación de considerarles una sociedad de ángeles exterminadores. Es una imagen muy atractiva, pero errónea. Son criminales. Tanto o más que aquellos a los que liquidan.
—¡Un club de asesinos en serie, inaudito!
—¿En serie? No lo sé, muchacho. La respuesta es sí y no. Algunos aspectos indican que lo son. Las sentencias filosóficas son una impronta a la que no suelen renunciar. El noventa por ciento de los expedientes también apunta a que eligen a delincuentes de todas las categorías y condiciones. Han matado a traficantes de drogas, proxenetas, asesinos, violadores, terroristas, pederastas y mafiosos, pero también a financieros, industriales, abogados, banqueros, gentes de extrema derecha y algún que otro descerebrado, que tal vez merecía pudrirse en la cárcel pero no la muerte, ¿recuerdas el caso de aquella indigente que fue quemada en el banco de un parque, en Reims? Ocurrió hace cinco años.
—Sí, perfectamente. Una vergüenza…
—Era una pobre desgraciada, una mujer venida a menos. Marie. Dormía sobre cartones. Un grupo de jóvenes la insultó. Le arrojaron piedras. Y uno de ellos, sin lugar a dudas el tarado mayor del reino, la roció con gasolina y le prendió fuego. Tuvo un final terrorífico. La policía los detuvo en cuestión de horas. El responsable de aquella majadería alegó que estaba borracho y quedó en libertad provisional. El juez dictaminó que debería presentarse cada día, a primera y a última hora, en la comisaría de su distrito. Su juicio iba a celebrarse en las siguientes semanas, pero Le Club acabó con él…
Pitrel frunció el ceño. La afirmación de Claire Valéry no coincidía con la información que él tenía de ese asunto. Recordaba claramente que el autor de los hechos, un estudiante universitario, hijo de una acaudalada familia que logró evitarle la prisión preventiva pagando una enorme fianza, había desaparecido de forma misteriosa, sin dejar rastro. Al menos eso publicó la prensa en aquellos días. Se aceptó que se había fugado.
—Sé lo que estás pensando, pero te equivocas. Sus padres aún alimentan la esperanza de que esté vivo; creen que salió de Francia y que fue a ocultarse en algún lugar remoto, pero no ocurrió así. No escapó para eludir el proceso, Jean-Louis. Le Club le secuestró. Encontramos su tarjeta de visita, el resguardo habitual de recogida de paquete. Ese caso sigue, evidentemente, abierto, pero te aseguro que a día de hoy no queda de él ni el polvo. Al formar ese hecho parte de un enorme expediente reservado, no resuelto, recibimos desde arriba orden de no desmentir la hipótesis de la huida; posibilidad, por otra parte, bastante lógica.
—¡Joder!
—Eso suelo decir yo siempre. Algunos de los crímenes de nuestros filósofos parecen ceñirse a un patrón meticuloso, frío, astuto y paciente. Eligen a un cabrón de amplio historial delictivo y buscan la mejor forma de retirarle de circulación; en otras ocasiones, como la que te acabo de explicar, se diría que actúan al calor de la indignación. Pero hay mucho más…
—Admito que estoy en ascuas…
—La forma en que han matado a Ives Givry encaja con su proceder analítico. De algún modo le conocían, o dieron con su paradero; siguieron su rastro y estudiaron sus costumbres. Sabían que era amante de juegos perversos y se los sirvieron en bandeja. Un disparo entre las cejas y ni una sola huella. Bueno, tenemos el cadáver, a esa mujer enigmática, al barbudo de la recepción, y sabemos que utilizaron una nueve milímetros. Algo es algo. Ocurre, y ahora deja que te proporcione algunas estadísticas, que en trece de los veintisiete casos que contienen esos archivadores —advirtió señalando la formación de carpetas bajo el mural de la pared— no tenemos arma del crimen. Durante una época llegaron a utilizar cuchillos o punzones de hielo, cónicos, gruesos. Solo encontramos agua en el pecho de las víctimas. Y de otros nueve expedientes, ni el arma, ni tan siquiera el cuerpo. Los secuestraron. Oficialmente no están muertos, pero ellos dejaron su tarjeta de visita y…
—¿Y…?
—Y algunas esquelas. En ocasiones, aunque no siempre, insertan esquelas en la sección de necrológicas de algún diario, nacional o regional. Puedes leerlas si quieres, son puro cinismo —propuso la inspectora. Y al punto parafraseó un hipotético obituario de Givry—: «Rogad por el alma de Ives Givry, que tanto bien hizo por este, por aquel y por el de más allá, y que falleció a la edad de no sé cuántos, tras haber sido reconfortado con los Santos Sacramentos».
Al oír eso, Pitrel se deshizo en una gruesa carcajada. Se dobló literalmente sobre la mesa. Rió hasta quedarse sin aire.
—Sí, adelante, ríete; la verdad es que resulta muy gracioso visto desde fuera. De todos modos, si te metes en esto, te vaticino que acabarás frustrado. Te lo aseguro. Llevo unos cuantos años centralizando toda la información sobre Le Club y debo reconocer que he fracasado estrepitosamente.
—Lo siento, inspectora —se excusó Jean-Louis recuperando la compostura—. Entiendo que el asunto no se presta a bromas, pero…
—No bromees, te lo ruego —solicitó en tono abatido—. Para mí todo esto constituye una auténtica pesadilla. Cada día, cuando entro en este despacho, esos expedientes me abofetean, se burlan de mí; crecen de año en año, sin llevarme a ninguna parte, sin que se produzca ningún avance significativo.
—Entiendo… —murmuró el joven eludiendo la mirada frustrada de Claire.
—Ni pistas significativas ni respuestas. Ninguna. Cuando mi antecesor, Émile Gaudin, dejó el cargo, el dossier de Le Club ocupaba algo más de cinco volúmenes. Ahora, con la muerte de Givry, empezaré a llenar el decimotercero. Dime: ¿qué criterio siguen a la hora de seleccionar a sus víctimas?, ¿cuántos son y dónde están?, ¿cómo se comunican entre ellos?, ¿qué sacan de todo esto?, ¿dónde actuarán la próxima vez, en Francia, en Inglaterra, en España?
El joven arqueó las cejas, sorprendido.
—¿Han actuado fuera de nuestro país?
—Sí. En varias ocasiones, en Inglaterra, Italia y España. El primer crimen de Le Club que me tocó en suerte fue el de un anciano, en un pueblo catalán, próximo a Barcelona.
—¿Un anciano?
—Un octogenario. Apareció ahorcado en el bosque por el que solía pasear, con una máxima sobre la avaricia y la iniquidad en el bolsillo, y dos pesados sacos, llenos de calderilla, suspendidos de sus tobillos. La policía española trabajó durante mucho tiempo en el asunto, intentando resolver el caso, remitiéndome informes mensuales. Yo les asesoré en todo lo que pude, pero lo único que llegaron a averiguar fue que aquel hombre se había llevado a la tumba algún secreto relacionado con algo sucedido en los últimos días de la Guerra Civil española, entre enero y febrero de 1939, después de la caída de Barcelona y antes de la entrada en Gerona de las tropas franquistas. Algunos estaban enterados del pasado turbio de ese anciano, pero nadie quiso abrir la boca. En otras dos ocasiones actuaron en el País Vasco, eliminando a dos terroristas de ETA.
En ese preciso instante, sin mediar aviso previo, la puerta del despacho de Claire Valéry se abrió de forma abrupta, interrumpiendo la conversación. La figura de Benoît Lauzier, director del departamento, se recortó en el umbral.
—Buenos días, ¿qué tal todo por aquí? —fisgó con una sonrisa impostada en los labios—. ¿Interrumpo algo importante?
Claire negó con un carraspeo y se retrajo de inmediato. A Jean-Louis no se le escapó el hecho de que la gestualidad de la inspectora se encogía, adoptando una postura claramente defensiva ante el superior. No le extrañó en absoluto. Había tenido oportunidad de comprobar que eran muchos en la central los que se sentían incómodos en presencia de Lauzier.
—No molestas en absoluto, Benoît, adelante… —invitó ella, jugueteando con su estilográfica—. Estaba poniendo a Pitrel en antecedentes sobre Le Club.
El director avanzó hasta ir a situarse en un lateral de la mesa. Vestía un impecable traje de paño azul marino y olía a colonia cara. Estrujaba media docena de hojas enrolladas que parecían la vara de mando de un legado imperial.
—¡Ah, sí, Le Club! —convino con un chasquido de indiferencia—. ¿Algún progreso?
—No. De momento nada significativo.
—Bueno, ya me lo contarás con calma; escucha: hay algo de lo que tengo que hablarte, un asunto del que quiero que te ocupes personalmente —adelantó, propinando, al punto, unos golpecitos a la mesa con el tubo de papel—. Pitrel, ¿te importaría dejarnos a solas?
El ayudante asintió y se levantó en el acto. Se disponía a salir por la puerta cuando giró sobre sus talones y formuló una petición.
—Perdone, inspectora, ¿me permite coger algunos archivadores de Le Club? Me gustaría estudiarlos.
Claire asintió y le dio vía libre. Jean-Louis abrazó entonces los primeros cinco volúmenes, sin reparar en su peso y dimensiones, y abandonó el despacho dando tumbos, ante la mirada inquieta de la inspectora, que ya veía todos los expedientes y pruebas alfombrando el suelo del departamento.
—¡Parece un buen elemento este Pitrel! —exclamó Lauzier dejándose caer cansino en la silla vacante—. Tengo buenas referencias de él.
—Sí, es un buen elemento. Su mejor activo es la juventud. Y es listo, muy listo. Un excelente analista. Bueno, dime, ¿de qué se trata?
El director dejó los papeles sobre la mesa y se frotó las manos, haciendo crujir, de paso, todos los nudillos.
—Tal vez no estés muy al tanto de que en los últimos meses una banda de atracadores ha estado actuando en diversos puntos del país, en carreteras y autopistas —comentó—. ¿Has oído algo de eso?
—Sé algo por la prensa y la televisión, pero no gran cosa. Esos casos son competencia de la Gendarmerie —repuso la inspectora haciendo girar su butaca en un leve vaivén a derecha e izquierda—. Entiendo que buscan botín rápido y fácil, asaltando a conductores adormilados en áreas de descanso y gasolineras, ¿no?
—Sí, exactamente —convino Benoît—. Son gente muy peligrosa. Ayer volvieron a las andadas, en la zona de Chartres; aunque esta vez la cosa acabó muy mal. Entraron en una cafetería y encañonaron a la gente. No contaban con que uno de los clientes iba armado. Hay un muerto, un hombre en estado crítico y dos heridos de pronóstico reservado.
—¿Y qué quieres que haga yo? —interpeló Claire—. No entiendo por qué me lo explicas, ¿no es una investigación abierta, en manos de la Gendarmerie?
—Sí, ya se están ocupando, pero parece que no es suficiente. Dos de los asaltantes lograron escapar, y antes de eso, uno de ellos, en el forcejeo, asestó varias puñaladas a la pareja que había retenido hasta el momento.
—¿Y…?
—Esas dos víctimas, Claire, son la hija y el yerno de Jean-Serge Trinquier, el ministro de Economía. Seguramente no lo sabes, pero Trinquier es amigo personal de Nicolás Sarkozy. La joven, que además es ahijada del presidente, estaba embarazada de dos meses. Ha perdido al bebé. Imagínatelo.
—¡Mierda, empiezo a comprender!
—Me alegro. Ayer por la noche, Sarkozy llamó a Péchenard, nuestro mandamás. Al parecer, está furioso; le ha pedido que intervengamos de inmediato. Quiere que esos cabrones estén ante un juez antes de que acabe la semana.
La inspectora entendió que no habría forma humana de librarse de un regalo tan inesperado e indeseable. La orden venía desde muy arriba. Imposible escabullirse.
—Está bien, no sigas, ¿qué quieres que haga? —musitó resignada.
—Que metas la nariz en el asunto. Moviliza todos los recursos que consideres necesarios; habla con Monbillard, de la Gendarmerie; interroga personalmente a los testigos, y encárgate de que mañana, sin falta, todas las unidades de París y de las principales ciudades del país cuenten con una descripción detallada de esos hijos de puta —ordenó Lauzier.
—Muy bien. Haré todo lo que pueda.
—Eso espero. No me falles en esto. Ya sabes cómo son los políticos. Y ahora te dejo, tengo unas cuantas cosas por resolver —dijo alzándose—. Por cierto: ¡cuídate, tienes mala cara!
Al quedarse sola, la inspectora hundió su rostro entre las palmas de las manos, como si esa cortina pudiera hurtarle de los problemas del mundo, o aún mejor: hacer desaparecer el mundo de una vez por todas. Deslizó suavemente los dedos por sus cabellos y suspiró con desánimo, apartando todas las fotografías y papeles referidos al asesinato de Ives Givry. De inmediato procedió a desplegar la documentación que le había dejado Benoît Lauzier.
Era un primer informe elaborado por la Gendarmerie.
—¡Maldita sea tu estampa, Lauzier!, ¿por qué me toca siempre a mí limpiar tu mierda? —masculló aturdida.
Se enfrascó en la lectura pormenorizada de los hechos haciendo un esfuerzo considerable. Le dolía la cabeza. Hubiera dado cualquier cosa con tal de poder dormir siquiera unas pocas horas.
Dormir, qué bendición. Dormir un día entero.
Al terminar, descolgó el auricular del teléfono y marcó el número del Centro Hospitalario Henry Ey de Chartres. La centralita parecía estar saturada, pues la llamada fue desviada de forma automática tras un breve mensaje pregrabado en el que se advertía de la demora y se recomendaba paciencia.
Claire se abstrajo al reconocer la célebre y edulcorada Serenata de Joseph Haydn que llegaba a través de la línea, dejando, en el forzado compás de espera, que su mirada paseara de forma errática por la espesa maraña que era el panel de notas de la pared de su despacho, sin sospechar que el engorroso regalo que le acababa de hacer Benoît Lauzier terminaría abriendo, de modo incomprensible, una puerta al final de un oscuro corredor.
Una pequeña brecha. Un resquicio de luz.
En un muro inexpugnable.