La guerra de los botones
Al día siguiente, las exequias de Marie Segall congregaron a tantos vecinos que la basílica de Vannes parecía no poder acogerlos a todos. Henry y Gisèle soportaron con estoicismo el interminable desfile de condolencias y pésames a la entrada del nártex; después, de forma íntima, acompañados por los familiares más próximos, presidieron el sepelio en el cementerio municipal.
Henry había planeado regresar a París tras el entierro, pero su hermana insistió en que debían comer juntos, revisar algunos papeles y descansar un poco.
La primera parte de la comida transcurrió en un silencio apesadumbrado. Ni siquiera el pequeño Louis, el hijo de Gilles y Gisèle, de unos diez años, parecía estar para bromas. Era la primera vez que le veía el rostro a la muerte y el vislumbre le había dejado sinceramente impresionado.
—¿Por qué no te quedas en Vannes, Henry? —espetó Gisèle sorpresivamente mientras depositaba en el centro de la mesa una bandeja de carne estofada.
—¿Volver a Vannes?
—Sí.
—¿Para qué?
—Tienes casa en la que vivir. Y con Gilles habíamos hablado…
—¿De qué habéis hablado?
—No te faltaría trabajo —aseguró—. Nuestro negocio, a pesar de la crisis económica, funciona muy bien.
—¡Tuberías, calderas e instalaciones eléctricas no saben lo que es la recesión! —afirmó jocoso Gilles, alargando el plato—. Nadie quiere estar sin luz, ni pasar frío, ni dejar de cocinar.
Henry negó entre desconcertado y divertido.
—Yo no sé ni sustituir un enchufe, cuñado. No, gracias, te lo agradezco, pero no es lo mío —adujo—. Además, estoy pendiente de un trabajo…
—¿Te han hecho alguna oferta? —inquirió Gisèle—. Hace unas semanas me decías que el panorama estaba muy negro.
—Y lo está. No es fácil reubicarse en mi profesión en estos momentos, pero tengo alguna idea que podría funcionar. Ya te lo explicaré más adelante.
Gisèle asintió. Tras cruzar una mirada fugaz con su marido, puso sobre la mesa otra propuesta.
—Imagino que después de todo lo que te ha sucedido necesitarás dinero —comentó distraída—. Mamá no ha dejado más que unos pocos miles de euros, ya sabes que vivía de la pensión, pero Baussant, el constructor, lleva mucho tiempo insistiendo en comprar la casa de papá y mamá. Está dispuesto a pagar por ella. Eso supondría un alivio para ti…
Henry dejó de comer al escuchar eso. Depositó los cubiertos a un lado y encaró perplejo a su hermana.
—¿Baussant? ¿Pascal Baussant?
—Sí, Pascal, ¿no le recuerdas? —preguntó ella al tiempo que escanciaba vino en las copas—. Le conoces perfectamente. Fuisteis juntos a la escuela y al instituto. La mitad de las viviendas y locales del extrarradio de Vannes las ha construido él.
—¡Maldito cabronazo! ¡Así Dios le confunda, a él y a todos los de su ralea! —repuso Henry sulfurado, propinando una brusca palmada en la mesa—. Son toda una pandilla de sinvergüenzas, capaces de levantar un edificio de aluminio al lado de la catedral, o de la muralla, con tal de enriquecerse. No saben lo que es la dignidad, ni la decencia, ni la sobriedad. ¡Claro que recuerdo a Baussant! Hace treinta años, Olivier y yo le arrancamos todos los botones del abrigo. ¡Por Dios y la Virgen que nos equivocamos, deberíamos haberle cortado los testículos!
—Henry, por favor, te ruego que no hables así —reprochó Gisèle haciendo que su hermano reparara en la presencia de su sobrino.
—Es cierto. Lo siento. Disculpadme. Los de su calaña me dan náuseas.
Al oír eso, Louis, que hasta el momento se había mantenido ajeno a la conversación de los mayores dando buena cuenta de su plato, intervino.
—¿Por qué le arrancaste los botones a Baussant, tío Henry?
Henry soltó una gruesa carcajada. Tan espontánea que él mismo se quedó sorprendido. No recordaba haber reído en mucho tiempo. Se reprimió al pensar que no era momento para la hilaridad.
—¿No le disteis al niño aquella película que compré para él hace dos años, en Navidad? —preguntó extrañado.
Su hermana y su cuñado pusieron cara de circunstancias.
—No. No se la dimos —se excusó Gilles—. Verás, Henry, tu hermana y yo decidimos que esa vieja película no es adecuada para él. Esa Francia ya no existe. Recuerda: en esa película los padres calientan el trasero a sus hijos cuando la hacen gorda. Y los niños se ponen las botas atizándose unos a otros.
—¿De qué película estáis hablando? —husmeó Louis perspicaz, consciente de que le habían ocultado algo de suma importancia—. ¡Yo quiero verla!
—Esa película es una joya. Y tiene un premio a la mejor película del año 62 —gruñó Henry molesto—. Sí, es verdad, no es políticamente correcta, pero nadie debería dejar de verla.
Un silencio molesto flotó en el ambiente durante unos instantes. Gisèle, intuyendo lo que seguiría a continuación, se levantó alegando tener que preparar los postres. Henry, entonces, se arrellanó contra el respaldo de la silla y encaró con complicidad a su sobrino, que le miraba expectante.
—Verás, Louis. En 1962 se estrenó una película fantástica, aunque te advierto que es en blanco y negro y no tiene efectos especiales…
—No me importa, también me gustan. He visto más de una.
—Muy bien. Esa película, llamada La guerra de los botones, fue un éxito absoluto —explicó Henry—. En ella se cuenta la guerra que los niños de Longeverne y Velrans, dos pequeños pueblos muy próximos el uno del otro, libraron durante un tiempo. Ocurre que estaban enemistados y se la tenían jurada.
—Ya. Yo también se la tengo jurada a dos de mi colegio. No paran de chincharme y de poner a todos en mi contra. Les odio —aseguró el pequeño con voz agria.
—Entiendo. Entonces espera, porque esto te va a gustar. Un día, al salir de la escuela, los chavales de Longeverne decidieron ir a por los de Velrans, con tirachinas, espadas de madera y cañas. Se atizaron a base de bien unos y otros. Y a partir de ese momento, cada tarde, tras las clases, se buscaban y se desafiaban en un arenal, en el bosque. Se declararon la guerra. No era nada grave ni sangriento; simplemente se zurraban un poco. Todo se limitaba a unos cuantos forcejeos y algunos buenos revolcones; después regresaban a sus casas, donde sus padres les pegaban, pero esta vez, de verdad.
—¿Por qué?
—Pues porque siempre volvían con los tirantes rotos, los ojales cortados, los cordones de los zapatos arrancados, y sin botones en chaquetas y camisas. Tal vez hayas visto alguna película en la que a un soldado le quitan los galones o los distintivos, ¿no?, eso se llama degradar.
—Creo que sí…
—Pues ellos cortaban los botones a sus enemigos para deshonrarlos. Los vencidos volvían a sus casas con los pantalones en los tobillos. Los botones eran su botín de guerra.
—¡Genial!
—Cuando mi amigo Olivier y yo vimos esa película, decidimos hacer lo mismo aquí, en Vannes. Había muchos repelentes en aquella época, te lo aseguro. Espera, te enseñaré algo.
Henry se levantó y caminó hasta el recibidor de la casa, donde había dejado sus cosas. Regresó ufano, portando su caja metálica. La abrió ante los ojos maravillados de Louis.
—Estas fueron todas nuestras Victorias —aseguró removiendo el contenido.
El niño hundió sus manos en aquel mar de botones. Los había de nácar, carey, hueso, madera y metal.
Gilles, que había escuchado la historia con expresión torcida, aprovechó la irrupción de su esposa en la sala para reconvenir abiertamente a su cuñado.
—Estarás orgulloso, Henry, ¡ya solo nos faltaría que Louis decidiera imitarte y meterse en líos! —reprochó.
—A veces pienso que no has crecido, Henry, que sigues siendo un eterno adolescente —añadió Gisèle haciendo espacio a una bandeja de galletas y bizcochos—. ¿Qué didáctica, qué conclusión positiva, qué lección crees tú que se puede extraer de esa película?
Henry cerró la caja y esbozó una sonrisa amarga.
—Ayer, cuando encontré la caja en mi habitación, pensé que en todas esas chiquilladas que hacíamos existía un sentido de la dignidad y del honor, un espíritu de camaradería y solidaridad —argumentó en voz pausada, mortalmente serio—. Cuando alguien nos atacaba, se burlaba de nosotros, nos acusaba, o perjudicaba, íbamos a por él. Le propinábamos un par de bofetones y le arrancábamos los botones. De algún modo nos rebelábamos contra todo lo que nos parecía sucio e injusto. Después, al crecer y aceptar que el mundo es como es y que no tiene remedio, dejamos de revolvernos contra lo que está mal y no nos gusta, contra todo aquello que es ofensivo e intolerable, y nos acostumbramos a ser agredidos y maltratados, y a que nos arrancasen los botones del alma, uno por uno, en una vida anodina, exenta de valor.
—¡Oh, vamos, no sabes lo que dices! —reprobó Gisèle—. Hablas al calor de todo lo que te ha ocurrido, no eres objetivo en absoluto.
—Sé muy bien lo que digo, hermanita. Todos acabamos siendo unos corderos aquiescentes, dispuestos a ir al matadero, comulgando día tras día con ruedas de molino, dejándonos vapulear —replicó Henry vehemente—. ¿Es que no lo veis? Nos mienten los políticos; admitimos que nos roben los banqueros; que nos traicionen los amigos; que nos la jueguen en el mundo profesional, incluso en el familiar; aceptamos leyes y órdenes ilógicas, sufrimos la incompetencia y la ambición de otros, nos dejamos manipular. Y hemos perdido el don de llamar a las cosas por su verdadero nombre, sin eufemismos. Las calles están llenas de miseria, de drogas, de gente abandonada a su suerte, de mafias. Y todo aquello que considerábamos sagrado es profanado de manera sistemática sin que nadie mueva un dedo. Por eso no quiero que ese miserable de Baussant se quede con la propiedad de nuestros padres. No os preocupéis por mí, no voy a necesitar dinero en el futuro. Conservad la casa. La podéis alquilar al ayuntamiento por unos años. Sería magnífica como centro de acogida, o residencia de día para ancianos. Solo habría que recuperar el jardín trasero, la verdad es que está muy abandonado…
—Muy bien, como quieras… —aceptó Gisèle—. Veremos qué se puede hacer.
Henry se levantó. No tenía deseos de prolongar la conversación.
—Me voy, ya casi es de noche y tengo mucho camino por delante.
Se despidió de Louis. Le alzó en brazos y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Escucha: no dejes que nadie te maltrate nunca. Si te la juegan, arráncales los botones —deslizó en su oído.
—¡Lo haré! —aseguró el chaval con la determinación brillando en los ojos.
Gisèle decidió acompañar a Henry hasta el coche en el último momento. Se cubrió con un echarpe y caminó a su lado, encogida por el frío.
—Escucha, Henry, me parece bien que no vendamos la casa familiar… —dijo tras recorrer un trecho en silencio—, pero no lo niegues: vas a necesitar dinero. Tu situación no es tan buena como para rehusarlo, y el subsidio no durará siempre. Pondré a la venta los dos terrenos de las afueras. Hemos recibido más de una oferta por ellos. Eso te permitirá mantenerte unos años holgadamente mientras las cosas se van arreglando, ¿te parece?
Henry se detuvo junto a su vehículo y abrazó a Gisèle, emocionado e incómodo a la vez por la preocupación que el mal momento por el que atravesaba suscitaba en todos.
—Te quiero mucho, ya lo sabes. Lo que hagas me parecerá bien… —aceptó.
—Llámanos cuando llegues a París. Conduce con prudencia, puede haber hielo —recomendó ella cuando él ya ponía el motor en marcha.
—No correré. Tranquila.
—Y…
—¿Sí?
—No, es igual, nada…
—Vamos, dime lo que quieras decirme —apremió Henry calzando la primera.
—Me gustaría volver a recuperar a ese Henry bondadoso y feliz al que adoro. La verdad es que últimamente me cuesta mucho reconocerte.
—Te entiendo perfectamente. A mí me pasa lo mismo.
Incumpliendo lo prometido, Henry Gaumont pisó a fondo el acelerador. La carretera estaba despejada. Las máquinas quitanieves habían hecho bien su trabajo. En poco más de dos horas había recorrido casi dos tercios del trayecto. Tras rebasar Chartres, el indicador luminoso del nivel de gasolina comenzó a parpadear. El publicista se detuvo en una gasolinera en la que ya había hecho alto en otras ocasiones. Tras llenar el depósito, decidió estirar las piernas durante unos minutos. El cielo nocturno era de un intenso color azabache; las nubes se habían desgarrado en jirones, revelando un insondable lienzo salpicado de estrellas, tan gélido como acogedor.
Decidió entrar en la pequeña cafetería del área antes de reemprender camino. El cuerpo le pedía a gritos algo caliente.
El establecimiento estaba prácticamente desierto. Una pareja sentada en la barra conversaba tranquilamente. Parecían un par de tortolitos de regreso de un fin de semana idílico. En una mesa algo apartada, junto a la pared, dos hombres consumían unas cervezas y seguían con absoluta atención las incidencias de un partido de fútbol en la televisión.
El dueño del local, un tipo grueso con el trapo al hombro, se entretenía en levantar un muro de tazas limpias sobre la cafetera. Al ver a Henry acomodarse en uno de los taburetes, le encaró con la guasa en los labios.
—Una paliza…
—¿Cómo?
—Tres a uno. El Niza está machacando al París Saint-Germain, ¡tres a uno! —recalcó—. Así no iremos a ninguna parte. Están jugando fatal.
—¡Ah, ya!
—Bueno, ¿qué va a ser?
—Un café. Bien cargado. Y muy caliente.
—Eso está hecho.
—¿Puedo fumar?
—Está prohibido, pero hágalo. Yo también fumo cuando esto está medio vacío. Hace demasiado frío para ir a echar el pitillo fuera —confesó en tono cómplice.
Echando un rápido vistazo al lugar, puso un cenicero delante de sus narices.
Henry se abstrajo en los caprichosos dibujos del humo en el aire. Se quedó durante unos intensos segundos alelado, ajeno a la realidad, pensando en lo que había dejado atrás, en Vannes, y en todo lo que debería resolver así llegara a París. Se preguntó si tendría valor para hacer todo cuanto había jurado hacer. Como un autómata vertió el azúcar en el café y se llevó la taza a los labios.
En ese preciso instante se escuchó el sonido familiar de un coche al detenerse. Llegó a buena velocidad y frenó bruscamente delante de la puerta de la cafetería. Acto seguido, bajaron tres hombres. Dos de ellos entraron en el local, mientras el tercero se quedaba al pie de las escaleras de acceso mirando a izquierda y a derecha, con el motor en marcha.
—Esto tiene mala pinta… —susurró el propietario en voz queda al entender que la precipitada irrupción de los desconocidos no auguraba nada bueno.
Acodado en la barra, Henry les miró de soslayo, con desgana, pero no tardó en darse cuenta de que el hombre estaba en lo cierto: tenían todo el aspecto de ser gente de baja estofa. Llevaban el cuello de los abrigos alzado. Su mirada infundía intranquilidad. Ambos eran de piel muy blanca, no excesivamente altos, de complexión fuerte; seguramente caucásicos, de algún país del Este.
El que había entrado en primer lugar empuñó al instante una automática. La blandió para que todos la pudieran ver. Después apuntó en todas direcciones, como si la cafetería estuviera abarrotada.
—¡Todos quietos, que nadie se mueva y aquí no pasará nada! —gritó nervioso.
Mientras se encaminaba en dirección al encargado, el que le guardaba las espaldas se detuvo junto a la pareja de enamorados sentados al principio de la barra. Sacó una navaja y la colocó en el cuello de la mujer. Henry se fijó en su rostro. Era joven y parecía asustado. Tal vez lo que estaba haciendo, lo hacía por vez primera.
—¡Vamos, quiero todo el dinero, carteras, relojes, anillos y cadenas!, ¡no lo voy a repetir, hagan lo que les digo y esto se acabará en menos de un minuto! —insistió el que llevaba la voz cantante—. ¡Y tú, venga, mueve el culo y vacía la caja!
Aupándose en el reposapiés de la barra, encañonó al camarero con crispación y le tendió una bolsa de plástico.
—¡Tranquilo, por el amor de Dios, no me apunte, se lo suplico, no haga ninguna tontería! —se apresuró a decir el dueño del establecimiento tragando saliva—. Le daré todo lo que hay, pero no dispare.
—Así me gusta. Pórtate bien y todo saldrá bien. ¡Vamos, rápido, pon los billetes en la bolsa! —exigió—. ¡Y también las monedas!
Henry Gaumont depositó la taza en el plato. Respiró con ansiedad, como si el aire no le llenara el pecho. Su corazón latía con extraordinaria violencia. De forma instintiva, lentamente, se llevó la mano al bolsillo derecho de la gabardina. Sus dedos reconocieron las formas suaves de la pistola. Con un preciso movimiento del pulgar quitó el seguro del arma y acarició el gatillo.
—¡Y tú, a qué estás esperando! —le increpó el matón al reparar en lo insidioso de su mirada—. ¿No me has oído? ¡No te hagas el tonto, esto también va contigo, saca lo que lleves y ponlo sobre el mostrador!
Henry asintió levemente. La totalidad de su cuerpo tembló como una hoja zarandeada por el viento. El muy cabrón sabía cómo infundir pánico; tenía una profunda cicatriz en la ceja derecha y una nariz de púgil, chafada, más torturada que la de Jean-Paul Belmondo. Seguramente llevaba toda la vida de trifulca en trifulca.
—Sí, sí, ya voy… —balbuceó.
Sin entretenerse, consciente de que le iba la vida en ello, el camarero vació toda la recaudación del día en la bolsa y la dejó sobre el mármol. El matón la recogió con una mueca complacida, y, girando una vez más sobre sus talones, enfrentó a Henry nuevamente.
—¿Estás sordo, imbécil, no has entendido nada de lo que te he dicho? —voceó desabrido—. ¡Vamos, dame la cartera, quítate el reloj, no lo repetiré! —Y rubricó su exigencia propinando en la frente de Henry un golpe seco y contundente con la culata del arma.
A pesar de que el cerebro de Henry emitía una orden imperativa, la señal se perdía en algún punto de su sistema nervioso. Parecía haberse quedado petrificado bajo la influencia de un poderoso hechizo, incapaz de mover un solo músculo. Ni siquiera parpadeó cuando el malhechor, harto de esperar, le clavó con saña la automática entre las cejas y le obligó a alzar el rostro.
Curiosamente, en ese momento dramático, Henry solo veía una cosa.
Un objeto redondo, metálico, brillando sobre un fondo de raído paño azul, anulaba su voluntad como el péndulo de un hipnotizador.
En una fracción de segundo fuera del tiempo ordinario, espesa como la melaza, Henry Gaumont supo que no regresaría a París esa noche, que no liquidaría a ese cerdo de Léopold Leveque, ni dispondría de tiempo añadido para vengarse de la infame Miriam Fournier.
Tampoco debería volarse la tapa de los sesos en el epílogo del drama.
«No importa. Todo está bien, Henry. Déjalo así. Déjalo ahora. Ahora».
De vuelta a la realidad, un brillo feroz iluminó sus pupilas al tiempo que en sus labios se perfilaba una sonrisa trágica.
Con un movimiento impredecible, rápido como un zarpazo, arrancó el botón plateado del abrigo de aquel malnacido. Al punto, recreándose en la expresión perpleja del agresor, abrió fuego a través del bolsillo de la gabardina.
Disparó dos veces. A quemarropa.
El matón, atravesado de parte a parte, se tambaleó. Pugnó durante un instante por aferrarse a la barra, pero sus rodillas cedieron como los cimientos de un edificio dinamitado. Antes de desplomarse, disparó a su vez.
Henry cayó de espaldas, con extraordinaria violencia. Sintió el tremendo topetazo de su cuerpo al impactar contra las losas del suelo, el crujir de sus huesos al quebrarse y el acceso de sangre en la boca.
En pocos segundos, el mundo se disolvió en un amasijo de colores extraños.
Después, la oscuridad avanzó, cubriéndolo todo por completo.