Closing time
Henry Gaumont salió de París con la primera luz del día, mientras una copiosa nevada comenzaba a caer y la red viaria se convertía en un monumental caos. Apenas había dormido. Aferrado al volante como un ser sin alma, condujo hasta alcanzar la autopista. Tenía por delante cuatrocientos noventa kilómetros en dirección al Atlántico, atravesando Chartres, Le Mans, Angers y Nantes. La voz sobrecogedora de Tom Waits, cantando desde Closing Time, su insuperable ópera prima, parecía acompasarse con el descenso plácido de la lluvia cristalizada dispuesta a vendar con gasas limpias las heridas de un mundo absurdo.
Logró escuchar OU 55 con un nudo en la garganta, mordiéndose los labios y llenando su pecho de convicción. En las siguientes horas iba a necesitarla toda. Hasta el último ápice. Pero la determinación que intentaba insuflarse no resistió, minutos más tarde, la terrible embestida emocional de «I Hope That I Don’t Fall In Love With You» y «Martha». Sus ojos se fueron humedeciendo hasta que el llanto, que ya creía extinto, emergió una vez más.
Cuando ya Tom y su piano ebrio avanzaban dando tumbos en dirección a la resaca del amor, Henry extrajo el disco del reproductor y lo lanzó con furia contra la luneta posterior.
—¡Cállate, maldito hijo de puta, cállate! —gritó desaforado—. ¡Muérete, miserable bastardo, vete al infierno con tu piano y déjame solo!
Y en la perfecta soledad que propicia el silencio, con una dentellada en el estómago y el cerebro sedado por la nicotina, Henry atravesó la sábana blanca que se había extendido por todo el occidente de Francia hasta llegar a Vannes, en el departamento de Morbihan, en Bretaña.
La lluvia y la humedad tomaban allí el relevo a la nieve, envolviendo con su halo fantasmagórico las formidables murallas de la ciudad. Torres, adarves y troneras asomaban parcialmente entre el dédalo de fachadas y tejados de moderna construcción, ceñidos como un anillo a la arquitectura medieval.
Entró en la población y dejó el coche a pocas calles de su casa, al borde del casco histórico.
Al ponerse la gabardina notó el peso de la automática en el amplio bolsillo derecho. Había decidido llevarla consigo en el último momento, temiendo que la meticulosa señora Guiscard se topara con ella al hacer la limpieza de su apartamento. Además, y de eso no le cabía la menor duda, la mujer era fisgona hasta lo enfermizo. Hubiera dado con ella por mucho que él se hubiera esforzado en ocultarla.
Se envolvió en una suave bufanda de lana escocesa y recorrió la escasa distancia que le separaba del último acto de su particular drama. Las agujas de la catedral de Saint-Pierre de Vannes emergían entre el entramado de callejas que era la zona. El aire desapacible que llegaba del Atlántico transportaba en sus alas un familiar olor a salitre.
Un grupo de vecinos se resguardaba del aguacero bajo el soportal; parecían custodiar la entrada de la vivienda, de estilo bretón y suave color ocre. Entendió que sería inevitable saludarles.
Tai como temía, una mujer entrada en años le reconoció de inmediato.
—¿Henry? ¿Eres tú? —interpeló tomándole del brazo.
—Sí, hola…
—¿Sabes quién soy, hijo? ¿No me reconoces? ¡Es normal, hace mucho tiempo que no nos vemos!
—Claro que sé quién es usted, señora Lagniez; no ha pasado tanto tiempo —replicó con desgana—; además, no ha cambiado usted en absoluto.
La señora Lagniez era la madre de Olivier, su mejor amigo de la infancia.
Tras mirarle durante unos segundos con ojos vidriosos, se abrazó a Henry Gaumont y rompió a llorar.
—¡Qué desgracia, Henry, no sabes cuánto lo siento! —exclamó—. Precisamente vine a ver a tu madre hace una semana. Tomamos café y hablamos de los tiempos en que todos corríais por estas calles. Ya ves, se ha ido sin avisar.
Henry asintió apesadumbrado.
—Gracias. No llore, se lo ruego. Dígame: ¿cómo está Olivier?
—¿Olivier? ¡Bien, muy bien! Ya sabes que se casó. Vive en Montreal. Él y su mujer esperan su segundo hijo, otro chico —contó enjugando el llanto—. Vino a vernos hace dos navidades.
—Prométame que le dará muchos recuerdos de mi parte.
—Sí, lo haré, lo haré… ¡Ay, qué pena, Señor, qué pena!
—¿Sabe si mi hermana está en casa?
—Sí. Está atendiendo a la gente, con tu cuñado.
Henry penetró en el zaguán y subió por la escalera hasta la primera planta. Una docena de personas cuchicheaba en el comedor, a la derecha, al final de un amplio pasillo. Reconoció la silueta de Gisèle, recortada a contraluz en la salita posterior, sentada junto al ataúd.
—Hola, hermanita, he venido lo más rápido que he podido.
Gisèle se puso en pie, y entre gemidos fue a refugiarse en el pecho de su hermano. Se quedaron los dos un eterno minuto en silencio, entrelazados, sin intercambiar palabra alguna. Henry, hundido, con la mirada clavada en el rostro de su madre, luchó por sepultar su emoción garganta abajo.
—¿Cómo ocurrió? —interpeló con voz mortecina.
—Fue ayer por la mañana, a eso de las diez y media. Después del desayuno encendí la chimenea y la dejé viendo la televisión. Me fui a la tienda, a ayudar a Gilles con la contabilidad —explicó entre sollozos—. La llamé más tarde, varias veces, y no me contestaba. Eso me extrañó mucho. El teléfono está al lado del sillón. Vine pasado el mediodía y la encontré…
—Tranquila, cariño, no llores, ya no tiene remedio ¿Qué ha dicho el médico?, ¿fue un infarto?
—El doctor Crozet cree que fue un derrame cerebral. Hace un mes le había hecho un electrocardiograma y su corazón funcionaba bien; también tenía la tensión bastante estable, ya sabes que se medicaba…
—Al menos no ha sufrido, eso ya es mucho.
—Ayer te telefoneé un montón de veces, pero no conseguí contactar contigo.
—Estuve prácticamente fuera todo el día, no llevaba el móvil.
Gisèle deshizo el abrazo que le mantenía unida a su hermano y se acercó al ataúd. Deslizó sus dedos por la frente de Marie Segall, viuda de Gaumont, que parecía estar sumida en un sueño beatífico, y atusó sus cabellos plateados.
—No me hago a la idea. Hace cuatro años, papá; ahora…, ahora ya estamos solos, Henry, ¡qué broma más cruel!, ¿verdad?
—Sí. Lo es. No hay compasión para nadie en este mundo.
—Mucha gente ha preguntado por ti. Ha venido hasta el alcalde. Ya sabes que papá y mamá tenían amistad vieja con él y con su familia. Deberías acercarte al salón y saludar a todos. Gilles les está atendiendo.
Henry sintió que el suelo se abría bajo sus pies. No se veía con ánimo de zambullirse en una catarsis de condolencias y reencuentros, en un océano de sentimientos desaforados. Emocionalmente apenas se mantenía a flote, en el centro de una desvencijada almadía, con una vela hecha jirones, soportando el embate de una tempestad inclemente que amenazaba con mandarlo a pique. De hecho, en todas las ocasiones en que había regresado a Vannes, a lo largo de los años, había procurado eludir los encontronazos sorpresivos con su pasado. En su situación, afrontarlo por entero, y de golpe, se le antojaba imposible.
—Dime, Gisèle, ¿cuál es el plan?, ¿qué sigue ahora? —indagó.
—¿Ahora?, pues no lo sé. A última hora de la tarde llevarán el féretro a la catedral. Ya sabes que mamá era muy devota de san Vicente Ferrer. Mañana por la mañana se oficiará el funeral, y a mediodía la enterraremos.
Henry sonrió levemente. La casa familiar estaba llena de imágenes de san Vicente Ferrer, el dominico español. Alzaba su dedo índice en figuras de escayola coloreada, y también en las añejas tablas de madera repartidas por los pasillos, tal como hacía cada vez que obraba uno de sus milagros. Lo azaroso de su vida le llevó a morir en Vannes, tras predicar por toda Francia. Recordó que en su infancia había visitado su sepulcro en innumerables ocasiones cada vez que acudía a la basílica con su madre. Ella siempre encendía una vela.
—Escucha, Gisèle, necesito que me ahorres esto. Hazlo por mí. No me encuentro demasiado bien, no me preguntes ahora —rogó—. Necesito estar solo. Ya saludaré mañana a todos los amigos y vecinos.
—Como quieras, ¿qué vas a hacer?
—Aislarme unas horas. Cenaremos juntos en tu casa esta noche. Si me necesitas, estaré arriba, en la buhardilla.
Gisèle no quiso indagar en el ánimo de su hermano. Conocía con detalle la situación por la que estaba atravesando. Prendió un beso en su rostro y fue a reunirse cabizbaja con su marido y con los allegados que iban sumándose al duelo hasta abarrotar la parte delantera de la casa. Henry, por su parte, escaló como un fantasma evanescente hasta el piso superior.
Al penetrar en su habitación, el universo de objetos de su adolescencia y juventud se desplegó ante sus ojos como un abanico. Cada uno de ellos traía a colación una circunstancia, un momento feliz, una imagen de un tiempo que ya no existía. Cerró la puerta con cuidado, asegurándose de que el mundo exterior quedaba contenido a lo lejos.
Hasta donde lograba recordar, nada había cambiado en esa estancia; todo estaba en su lugar, como una galería de incombustibles arquetipos fundacionales. Solo una pátina de polvo y tiempo, que parecía poder ser aventada de un soplo, enturbiaba la visión nítida de su propia vida. Con un nudo en la garganta, agradeció el hecho de que sus padres hubieran decidido mantener su madriguera tal como él la dejó, cuando a los diecinueve años se trasladó a París. En la capital había compartido piso y estudios universitarios con algunos buenos amigos de Vannes, cerrando la puerta a una arboleda perdida que siempre había añorado.
Deslizó los dedos por los estantes, acariciando a su paso los lomos de la colección «Que sais-je?», publicada por las Imprentas Universitarias de Francia. Había al menos doscientos de esos viejos títulos de divulgación. Su padre, que jamás los leyó, los compraba ocasionalmente; primero para él, luego para Gisèle, en el deseo de que su estudio empujara a sus vástagos más allá de los límites que a él le habían mantenido atado de por vida a un taller mecánico.
El mejor taller de Vannes, pero un taller al fin y al cabo.
«Léelos, Henry, seguro que te ayudarán a prosperar —solía repetirle—. ¿Quieres acabar con las manos llenas de grasa como yo? ¡Vamos, lee, maldita sea!»
Y Henry los leyó. Casi todos…, pero ¿de qué le había servido tanto libro y el haber cursado dos carreras?, ¿qué había sacado en claro de toda la historia del arte y la literatura que le sirviera para capear los vendavales de la vida? Muy poco. O nada. En esos momentos tenía claro que la felicidad es un pájaro esquivo que no se posa en rama alguna, incluidas las del saber. Más bien al contrario. Desde cierta óptica —y eso lo había meditado en más de una ocasión—, la cultura le había hecho frágil y vulnerable, sensible en exceso. Gisèle, por el contrario, no había seguido sus pasos, no había querido proseguir con sus estudios más allá de la enseñanza secundaria. Tras unos años de noviazgo terminó casándose con Gilles, un hombre afable, sin ningún afán intelectual, electricista. Y los dos llevaban una vida sin estridencias ni excesivos sobresaltos.
¿No era eso infinitamente mejor?
Sus ojos se posaron, al punto, en las viejas maquetas que había construido con la ayuda de su padre: una goleta y un avión biplano de la Primera Guerra Mundial, y también en el gran globo terráqueo culpable de empequeñecer progresivamente un mundo que él había llegado a considerar descomunal en sus sueños.
Levantó la tapa de su viejo y trotado tocadiscos monoaural y se preguntó si aún funcionaría después de tantos años.
Funcionaba. Echó un vistazo a la aguja y sopló, barriendo el olvido.
Repasó entonces su colección de discos, una larga relación de sencillos y álbumes de larga duración. Así los examinaba, iban emergiendo los rostros descoloridos de Johnny Hallyday, Jane Birkin, Sacha Distel, Michel Fugain, Gilbert Montagné y muchos más.
Se quedó encandilado mirando las facciones perfectas de una jovencísima Françoise Hardy, a la que siempre había adorado, y no pudo evitar tararear con añoranza aquella canción que su madre solía cantar mientras preparaba la comida…
Tous les garçons et les filles de mon âge
Se promènent dans la rue deux par deux.
Tous les garçons et les filles de mon âge
Savent bien ce que c’est qu’être heureux.
Et les yeux dans les yeux, et la main dans la main
Ils s’en vont amoureux, sans peur du lendemain
Oui mais moi, je vais seule, par les rues, l’âme en peine
Oui mais moi, je vais seule, car personne ne m’aime.
Tras vacilar durante unos segundos, terminó dejando que el pick-up se posara en los surcos del maravilloso álbum en que Jean Ferrat cantó poemas del eterno Louis Aragón. Las canciones de Ferrat, junto a otras de Moustaki, Brasens, Brel y Ferré, habían sido la banda sonora de sus primeros años de universidad, a comienzos de los ochenta. Miriam, la que había sido su esposa, las odiaba. Dejaron de sonar cuando ella apareció en su vida.
«Demasiado romántico, demasiado político», solía zanjar con desdén.
De súbito, cuando la voz grave y aterciopelada del irrepetible chanteur inundaba el ambiente, los ojos de Henry se abrieron con desmesura. El acceso a una cripta cerrada, oculta en algún rincón de su memoria, se abrió de improviso, de par en par.
«¡La caja! —recordó sobresaltado—. ¿Dónde dejé la caja?»
Se puso a buscar por toda la estancia invadido por un súbito afán. Miró en el altillo del desvencijado armario, en los cajones del secreter, y también en una vieja cómoda que sus padres habían colocado en un rincón del cuarto porque molestaba en su emplazamiento original.
Nada. Ni rastro. Seguramente la caja había terminado en la basura, muchos años atrás, como tantas otras cosas inservibles. De hecho, él había pasado media vida sin recordar su existencia.
Se sentó en una esquina de la cama intentando enhebrar sus recuerdos, pero eran muy vagos, apenas adquirían concreción. Llegó a la conclusión de que él jamás habría aceptado desprenderse de su mayor tesoro. Imposible. Debía estar en algún sitio. Volvió a remirar de principio a fin. Finalmente, cuando ya se daba por vencido, reparó en que solía guardar muchas cosas en un par de viejas arquetas que su madre siempre empujaba bajo la cama al hacer la limpieza.
«¡Sí, maldita sea, ahí están!», comprobó mientras el corazón le daba un vuelco en el centro del pecho.
Las arrastró hasta el centro de la habitación. Abrió la primera. Estaba llena de viejas fotos y postales, revistas, su primera cámara fotográfica, y un sinfín de objetos de la más diversa índole. Con evidente temblor procedió a abrir la segunda, algo mayor.
La caja estaba allí. Cuadrada, metálica, de unos veinticinco centímetros de lado, con un desleído dibujo de las chocolatinas que en su día contuvo; bombones que elaboraba monsieur Monbillard, el mejor repostero de Vannes.
La tomó entre sus manos y la depositó sobre la cama. Al punto, con un temblor de impaciencia en los dedos, retiró la tapa. Sí, ahí estaban. Más de un centenar. De todos los tamaños, colores y materiales. Los extendió sobre la colcha y rememoró el origen de muchos de ellos. Era el gran botín que Olivier y él habían logrado reunir a los doce años. El fruto de innumerables Victorias debidas a la audacia y al arrojo.
Una hora más tarde, cuando entendió que la casa estaba vacía, descendió y se despidió de su madre.
—Te quiero. Lo sabes. No tardaré en reunirme contigo… —murmuró.