Nietzsching
Un mohín de enojo contrajo los labios de Claire Valéry, inspectora de homicidios de la Policía Nacional, nada más apearse del coche patrulla que la había conducido hasta las inmediaciones del rascacielos del hotel Concorde La Fayette, en la céntrica plaza del General Koenig, junto al Palacio de Congresos, en el corazón de la capital.
«¡Por Dios, todos juntos tienen menos cerebro que un mosquito!», se dijo.
Caminó a paso rápido hasta la zona delantera del hotel, sin preocuparse de abrir el paraguas. Soplaba un viento desapacible, racheado, que hacía que cualquier intento de zafarse de la lluvia resultara inútil. La temperatura había caído en picado. De seguir así, probablemente la nieve haría su aparición en breve.
Echó un vistazo a su reloj. El minutero escalaba veloz camino del mediodía.
Distinguió a un agente con el que recordaba haber cruzado alguna palabra. Departía animado con varios compañeros bajo la marquesina de acceso al vestíbulo. El lugar estaba abarrotado y era un incesante tráfago de clientes y turistas que llegaban o abandonaban el establecimiento, sorprendidos ante el vistoso despliegue policial y el revuelo que ocasionaba su presencia. A la derecha, un nutrido grupo de adolescentes se mantenía tras un cordón de seguridad. Enarbolaban pancartas, carteles y cámaras fotográficas.
—¡Hola, buenos días! Usted se llama Edgard, ¿verdad?
El policía, abriendo los ojos como platos, reconoció de inmediato a Claire Valéry y la saludó conforme a las ordenanzas. Abandonando el corrillo, dio un paso al frente y se desembarazó de forma discreta de un cigarrillo a medio consumir.
—Sí, Edgard, Edgard Vallaux —balbuceó—. ¡A sus órdenes, inspectora!
—¿Puedo pedirle un favor?
—Por descontado, lo que usted quiera.
—Encárguese personalmente de que todos nuestros vehículos sean retirados de inmediato —ordenó señalando la batería de coches patrulla estacionados a pocos metros.
—¡Ah, ya! Ocurre que no hay lugar donde aparcarlos, esto está fatal —se excusó.
—¡Pues llévelos a un parking si es preciso, pero sáquelos de aquí! ¿Es que no lo entiende? ¡Tendremos aquí a la prensa y a la televisión de un momento a otro! ¡Menudo zafarrancho, esto parece el desembarco en Normandía! ¿No podemos usar la megafonía del hotel para llamar un poco más la atención? —atizó Claire cáustica.
—Mucho me temo, inspectora, que la prensa ya ronda por aquí —repuso el agente ladeando el rostro—. ¿Ve a todas esas adolescentes?
—Sí. Las veo, ¿qué hacen aquí?
—Están esperando la llegada de Justin Bieber…
—¿Quién es ese?
—Un cantante canadiense; uno de esos que encandilan a las niñas.
Durante unos segundos, la mirada de Claire se enfocó en una docena de rostros de teenagers alteradas. Lucían camisetas de su ídolo, sostenían discos a la espera de ser firmados y se agitaban devoradas por la ansiedad, con las mejillas encendidas.
Sonrió levemente al recordar a una Claire Valéry lejana, de catorce años, haciendo exactamente lo mismo en otro lugar de París; dispuesta a todo con tal de conseguir los autógrafos de The Pólice durante la visita del grupo a raíz de la edición de Synchronicity.
Todo seguía igual. Las mismas actitudes, el mismo entusiasmo. «Solo la música ha ido a peor», pensó irónica.
—¡Hoy es un gran día para ellas! —susurró finalmente entre dos suspiros—. Bueno, Edgard, dígame: ¿dónde está ese cadáver?
—En una suite, en la planta treinta.
Sin mediar más palabras, Claire accedió al hall del hotel. Sonaba en el ambiente una pieza de música clásica que, dadas las circunstancias, más parecía un réquiem que un divertimento para cuarteto de cuerdas. Se dirigió a la zona de ascensores, asegurando el bolso en el hombro e intentando ordenar los pliegues del paraguas. En el descansillo se encontró con Jean-Louis Pitrel, un ayudante de la central recién salido de la Academia de Policía. Llevaba solo tres meses colaborando con el departamento de homicidios. No tenía más de veinticuatro o veinticinco años, pero había demostrado poseer un don natural para el análisis, ganándose en poco tiempo el respeto por parte de todos.
El joven esperaba el ascensor mientras repasaba un amasijo de papeles desordenados, de todos los tamaños, que pugnaban por escapar de una carpeta proporcionada por la gerencia del Concorde La Fayette.
—¿Qué llevas ahí? —espetó la inspectora a sus espaldas. Jean-Louis giró sobre sus talones y esgrimió una sonrisa encantadora.
—¡Buenos días, inspectora! —saludó—. En las oficinas del hotel me acaban de proporcionar todo esto. Son comprobantes de llamadas, cargos de cafetería, lavandería y plancha, relación de comidas en el restaurante…
—Entiendo, ¿cómo se llamaba ese hombre? —indagó.
—Laurence Gourvest, de Lyon; cincuenta y ocho años, socio de una firma dedicada a la importación de productos de lujo.
Las hojas del ascensor se abrieron. En el largo trayecto hasta la planta treinta Jean-Louis explicó lo poco que sabía. Laurence Gourvest llevaba tres días en París. Al parecer, había llegado en un vuelo regular procedente de Estambul. Una encargada del servicio de limpieza le había encontrado muerto hacia las diez y media de la mañana.
—¿Quién hay arriba, ha llegado el forense?
—Sí.
—¿Daniel Boillot?
—Sí, creo que se llama así: Boillot, del Instituto Anatómico.
—Es el mejor de todos, un encanto, ya le irás conociendo, ¿quién más?
—Un detective de la policía científica y un fotógrafo, y, ¡ah, sí, el director del hotel, Francis Poiré! El hombre está hecho un manojo de nervios. Dice que nunca había ocurrido nada parecido desde que él ocupa el cargo. Le he intentado tranquilizar, pero… ¡mierda! —exclamó de súbito chasqueando los dedos.
—¿Qué pasa ahora?
—Al bajar he olvidado pedir a los de la entrada que retiren los vehículos. A Poiré le preocupa que la imagen del establecimiento…
—Tranquilízate. Ya me he ocupado de eso.
Un sonido de campana de cristal les advirtió de que el viaje tocaba a su fin.
Varios agentes custodiaban el pasillo que conducía a la suite.
La puerta estaba abierta de par en par. Se detuvieron durante un minuto a fin de enfundar sus zapatos en unas bolsas de plástico.
Al penetrar en la estancia, Claire reconoció la decoración y distribución del lugar. Cuatro años atrás, durante una breve relación mantenida con un abogado, había pasado una agradable noche de vino y velas en una de esas exclusivas suites.
Un mínimo y amplio pasillo desembocaba en un lujoso salón acristalado, desde el que la totalidad de la capital podía ser contemplada a vista de pájaro. La pieza constaba de varios ambientes delimitados por gruesas alfombras que revestían la moqueta como una segunda piel. Cada uno de esos espacios estaba ocupado por modernos sofás, butacas, mesas bajas y plantas ornamentales. A la izquierda, una puerta de madera noble permitía acceder al dormitorio, a un acogedor despacho y a un fastuoso cuarto de baño.
En pocos segundos Claire hizo una detallada composición del lugar.
Un fotógrafo con aspecto adormilado, que seguía diligente los pasos e indicaciones de un detective de la policía científica, se dedicaba a capturar hasta los más insignificantes detalles de la escena. Iban los dos de un lado al otro, como los gatos, hollando levemente, hablándose en voz queda. Sentado en un escabel, próximo a un abastecido mueble bar de caoba, Daniel Boillot cumplimentaba el informe forense usando sus rodillas como improvisada mesa. En un discreto rincón sumido en penumbras, y con aspecto de no querer hacerse notar, permanecían plantados como dos estacas el director del hotel, Francis Poiré, y un agente de seguridad del establecimiento.
Finalmente, cubierto por una sábana blanca, que le tapaba de la cabeza a los pies, el cadáver de Laurence Gourvest parecía presidir la estancia. La caída de esa improvisada mortaja dejaba entrever que se hallaba sentado en una moderna y pesada butaca, de la que solo se distinguía parte de un reposabrazos metálico y el respaldo de piel.
Claire deslizó entonces unas palabras en el oído de Jean-Louis.
—Escucha, Jean-Louis, pídele a Poiré y al que le acompaña que salgan de la habitación. Pregúntale si en los accesos a los ascensores y en esta planta tienen instaladas cámaras de seguridad…
—Sí, las hay. Las he visto. Al menos en las plantas reservadas a las suites Júnior y Presidencial —repuso el ayudante—. Había pensado solicitar las imágenes.
—Perfecto, hazlo. Yo hablaré mientras tanto con Boillot.
Daniel Boillot alzó la vista al intuir la presencia de la inspectora. Sonrió afable. Alzándose, dejó los papeles sobre el reposapiés y recibió a Claire con un abierto abrazo.
—¡Caramba, mi niña, qué guapa estás, precisamente el otro día me acordaba de ti y del tiempo que hace que no nos vemos!
—¿Dos meses?
—No, más, más… —corrigió él.
—Bueno, las cosas han estado bastante tranquilas últimamente —contestó Claire tomándole por los brazos—. ¡Oye, te veo muy bien! ¡Incluso diría que has engordado algo!
Boillot se miró en dirección al ombligo y se propinó un par de palmaditas en la barriga. Después se echó a reír entre dientes.
—Ya sabes que mi mayor vicio es el coñac. Y el buen paté. También el paté al coñac… —bromeó con expresión encantada—: ¡Demasiadas calorías!
—No hace falta que lo jures. Siempre has sido un tragaldabas. Dime: ¿a santo de qué te acordabas de mí? ¡Tú mucho hablar, pero tampoco coges el teléfono ni que te maten, tunante!
Un destello de añoranza brilló en las pupilas del médico.
—La semana pasada me puse a ordenar cajas. Ya sabes, montones de cosas que todos guardamos sin ton ni son: papeles, postales, cartas —contó rascándose el mentón—. Y me encontré con una foto de la que ya ni me acordaba. ¿Recuerdas aquel año en que pasamos unos días de vacaciones en los Alpes?
—Perfectamente.
—Tú debías de tener ocho o nueve años. En la imagen estás en mis brazos y me tiras del pelo. El que ya casi no tengo. Y tu padre y tu madre se ríen. Íbamos cargados con mochilas, doblados de tanto peso.
Claire recordaba vagamente el momento, diluido por el paso del tiempo.
—Lo único que recuerdo es que os pasabais el día andando, visitando iglesias y aldeas perdidas, y que mi padre y tú os turnabais cargándome a la espalda o al cuello —rememoró.
Daniel suspiró y sus ojos se empequeñecieron, como si enfocara un pasado claramente mejor.
—Echo mucho de menos a Jules, Claire. Ya lo sabes. Fue el mejor médico forense de toda Francia, y el mejor de los compañeros. Aprendí mucho con él. Ahora las cosas ya no son lo mismo. Mucha tecnología y poca capacidad de análisis. En un par de años me jubilaré. Debí haberlo hecho en su momento. Voy camino de los setenta. Por eso estoy ordenando cosas en casa. Pienso ponerla en alquiler e irme a un lugar más pequeño y soleado.
—También le añoro yo. Se fue antes de tiempo.
—¿Cómo está Viviane, tu madre?
—Bastante mayor, con algún que otro achaque sin importancia. Vive con mi hermana, en las afueras de Arnés. Está muy bien atendida.
—Dale un gran beso de mi parte cuando la veas, ¿y qué tal tu pequeña Aurélie?, ¿progresa?
—Lo cierto es que sí, pero son avances mínimos, apenas perceptibles en el día a día. Ya sabes lo poco que saben los especialistas sobre autismo.
—Persiste. No dejes de luchar.
—Lo haré, ella es lo que más quiero en este mundo… —prometió Claire esbozando una sonrisa agridulce—. Bueno, Daniel, cuéntame: ¿qué ha pasado aquí?
Boillot asintió, recuperó sus papeles y encaró la fantasmal presencia de Laurence Gourvest. Tomando a la inspectora por el brazo, la invitó a aproximarse hasta el cadáver.
—No es muy agradable. Está desnudo, ¿entendido? —alertó.
—No te preocupes. Estoy curada de espantos.
El forense retiró la tela, dejando al descubierto el cuerpo de un hombre grueso, macilento, cincuentón; de piel brillante y cabellos castaños. Tenía un agujero limpio de bala en el entrecejo. Los ojos habían quedado abiertos de par en par, desorbitados. Permanecía atado de pies y manos a la butaca, con lo que parecían ser pañuelos de seda negra.
—No hay signos externos de violencia, golpes o hematomas. Solo el disparo. Nueve milímetros, a simple vista. La bala salió por el occipital, tras atravesarle el cerebro, y se incrustó en la parte baja de ese sofá que ves ahí —informó Boillot.
—¿A qué hora ocurrió?
—Bueno, diría que entre las doce y la una. No más tarde de la una y media de la madrugada en cualquier caso.
Jean-Louis Pitrel se unió a ellos de forma silenciosa. Había convencido al director y a su agente de seguridad para que se retiraran y les dejaran trabajar.
—Dime, Daniel: ¿qué dirías que son esas marcas que se distinguen en el pecho y en el estómago de Gourvest? —husmeó Claire señalando una veintena de pequeñas y limpias muescas repartidas por la piel del difunto, como un bajorrelieve. Constituían cuadrados perfectos, de unos cuatro o cinco milímetros, con uno de los lados dibujando una suave curva en muchos casos.
—No lo sé. Me lo he preguntado, pero no lo tengo muy claro. Cuando prosiga el examen en el laboratorio tal vez pueda decirte algo más.
—¡Trampling! —exclamó Pitrel asomando la nariz. Boillot y Valéry miraron al joven de soslayo, con cara de póquer.
—¿Trampling?, ¿qué es eso? —interpeló la inspectora.
Jean-Louis se echó a reír.
—Eso quiere decir que una mujer, seguramente de muy buen ver, se paseó con sus zapatos de tacón de aguja por encima de este tipo. A algunos depravados les encanta que los usen como alfombras… —explicó.
—¡Claro, una práctica sadomasoquista! —convino el médico con cara de caerse del árbol.
—Sí. Hay muchas. El trampling es una de ellas. Está bastante de moda.
—¿Y tú cómo sabes esas cosas? —preguntó Claire sin poder disimular su estupefacción.
—¡Hay que estar al día! —repuso Pitrel con absoluta desvergüenza—. Siempre se ha dicho que el sexo, cuanto más sucio, mejor.
—¡Ah, ya!
—Internet está lleno de estas cosas, inspectora. Algunas noches me meto en chats en los que todo el mundo cuenta sus experiencias —aclaró el ayudante—. Lo de vendar los ojos con un pañuelo de seda ya está anticuado. Ahora se lleva el facesitting, el smothering, el spanking, ¿saben en qué consisten esas disciplinas?, ¡son juegos de poder!
—No sigas. Prefiero no saberlo —zanjó Claire ligeramente ruborizada—. Voy a cumplir cuarenta y creo que me he ganado el derecho a sentirme un poco clásica en ciertos asuntos.
—Yo voy a jubilarme. A lo mejor recupero el tiempo perdido, ¡me informaré bien! —exclamó Boillot jocoso.
—¡Por Dios, Daniel, no digas eso! —le recriminó Claire pasando del sonrojo a la hilaridad.
Jean-Louis, rascándose la barbilla, se embarcó en una reconstrucción de los hechos.
—Yo diría que Gourvest salió ayer con ganas de quemar la noche. Se citó con una mistress a la que conocía, o a la que encontró de forma casual; tomaron unas copas y vinieron aquí hacia la medianoche —caviló—. Él no vaciló a la hora de desnudarse y ponerse en sus manos. Era un masoquista, con ganas de ser maltratado. Ella, probablemente, ni se desvistió. Le sometió a unas cuantas torturas excitantes y terminó atándole a esta butaca. Después, en algún momento, echó mano a una automática y le disparó. A bocajarro. Debió de pasar más o menos así…
—¡Llegarás lejos, Pitrel! —afirmó Claire admirada.
—Por la trayectoria de la bala y su ángulo de incidencia, calculo que la altura de nuestra femme fatale debe rondar el metro setenta y cinco —precisó Boillot.
—Si descontamos los tacones, metro sesenta y cinco o poco más —corrigió Pitrel.
En ese punto de la conversación, el diálogo quedó interrumpido. El analista de la policía científica, una vez concluidas sus pesquisas, se acercó hasta ellos.
—Hemos terminado. Al menos por ahora. Aquí no hay nada —confesó con desencanto—. ¡Esto está más limpio y ordenado que la mesa de Sarkozy!
—¿Nada?
—Nada. Ni un cabello, ni una huella, ni el casquillo… —afirmó con cara de circunstancias—. Seguiremos buscando, pero me temo que en vano. Esto es obra de alguien muy profesional.
—¿Falta alguna de las pertenencias de Gourvest, dinero, tarjetas de crédito? —inquirió Claire.
—No han tocado nada de todo eso. Lo he comprobado. Este hombre llevaba casi mil quinientos euros en la cartera. Y ahí siguen.
—Eso descarta el robo por completo. Aquí hay algo más. Seguramente un ajuste de cuentas, una venganza… —musitó la inspectora.
Se quedaron durante unos segundos en silencio, con la mirada clavada en el cuerpo del empresario. El investigador de la policía científica y el fotógrafo que le acompañaba salieron de la suite dejándolos solos.
Boillot decidió que había llegado el momento de cubrir a Gourvest con la sábana. Se disponía a hacerlo cuando Claire, aferrándole por el brazo, le detuvo.
—¡Espera un momento, Daniel! —espetó—. ¡Mira, este hombre tiene algo en la mano!
Las manos de Gourvest se contraían crispadas. La izquierda, como la garra de un halcón, se aferraba con denuedo al brazo metálico de la butaca; la diestra, por el contrario, apuntaba hacia el techo. Entre los resquicios de los dedos se distinguía un pequeño objeto.
—Tienes razón, aquí hay algo —constató Boillot aguzando la mirada. Se puso en cuclillas y rebuscó en su bolsillo hasta lograr extraer un par de finos guantes—. Es curioso, parece una piedra.
Quebrando la rigidez de las articulaciones, el forense forzó los dedos de uno en uno hasta abrirlos como los pétalos de una flor.
Lo que a Boillot le había parecido en primera instancia una piedra resultó ser un pedazo de papel estrujado. Al verlo, Claire Valéry no pudo evitar estremecerse. Una sacudida eléctrica recorrió su cuerpo, de pies a cabeza, como un latigazo. Comprendió rápidamente. Todo se le antojó claro.
«¡Lo han vuelto a hacer!»
Daniel desplegó cuidadosamente la cuartilla y abrió los ojos con desmesura. Se calzó unas gafas y siguió con la mirada unas breves líneas escritas a mano, en impecable caligrafía inglesa.
—¿Qué dice ahí? —apremió Pitrel impaciente.
—Es, es una sentencia… —anunció.
—¿Una sentencia?
—Sí, una máxima filosófica —puntualizó Claire Valéry—. Esa gente siempre deja textos filosóficos cada vez que comete un asesinato. No imaginaba que este pudiera ser obra de ellos, pero parece que sí lo es. Lo han vuelto a hacer. Y eso significa, de forma inequívoca, que este hombre no es trigo limpio. Laurence Gourvest es una falsa identidad. Habrá que comprobarlo.
—¡Se puede saber de qué demonios están hablando!, ¿qué dice esa nota?
—Esta nota, muchacho, dice lo siguiente: «Llegará, ¡ay!, el día del hombre más despreciable: el hombre que ya no es capaz de despreciarse a sí mismo» —leyó Boillot—. Y el acrónimo S. T. T. L.
—¿Está firmada por alguien? —husmeó Pitrel.
—Sí, por un tal Friedrick Nietzsche, tal vez lo conozcas…
Jean-Louis enarcó las cejas y adoptó al punto una expresión sagaz y reconcentrada. A los pocos segundos parecía estar a punto de sacar humo por las orejas.
—El nombre me resulta muy familiar, pero no consigo ubicarlo, lo siento —adujo poco después, dándose por vencido.
—Pues deberías. Nietzsche dirigió una famosa escuela de pensadores sádicos, en Alemania. Tal vez alguien en tu chat de depravados te pueda contar alguna cosa sobre él… —comentó en tono impertérrito Claire, cruzada de brazos—. Inventó algún que otro suplicio célebre, el muy cabrón. Podríamos denominarlo nietzsching. Consistía en vapulear el intelecto de los millones de esclavos sumisos y adocenados de nuestro mundo a fin de hacerlos abjurar de su esperpéntica moral judeocristiana, sus ideales platónicos, su romanticismo desaforado y sus afanes de trascendencia post mortem. La verdad es que no dejó títere con cabeza. Se ensañó especialmente con la Iglesia. Según él, el auténtico cristianismo nació y murió con Jesucristo. Lo que siguió a continuación, decía, no fue más que un circo de vanidades, poder, ocultación y mentiras. Juraría que en el Vaticano aún celebran cada año el aniversario de su muerte…
Así avanzaba la inspectora en su explicación, Boillot trocaba su expresión cáustica por una fina risilla de hiena.
—¡No sigas, Claire, déjalo! ¡Deja al muchacho en paz! —rogó conteniendo la sorna—. ¡Basta, basta, eres realmente cruel!
A Jean-Louis Pitrel no parecía sentarle demasiado bien el hecho de que sus dos compañeros se mofaran de su ignorancia. Permanecía retraído, sin saber cómo reaccionar.
Claire, de regreso a la contención, esbozó una sonrisa cautivadora y propinó una palmadita al joven en la espalda. Después, le zarandeó con afecto.
—Ya es suficiente. Anda, discúlpame. Ocurre que me lo has puesto tan a tiro que no he podido resistir la tentación de sacarle punta al asunto —se excusó.
—No importa, dejémoslo estar —aceptó él de mala gana—. ¿Quién ha dejado esa nota?, ¿a quién se refería usted cuando ha dicho que esto es cosa de ellos?
—Ellos, Pitrel, son unos viejos amigos. Alguien, en el departamento de investigación criminal, les bautizó, hace muchos años, como Le Club —se apresuró a aclarar la inspectora.
—¿Le Club, qué club?
—El Club de los Filósofos Asesinos.
—¡Joder! ¿Y las siglas, qué significan esas siglas tras la frase de Nietzsche?
—Son el acrónimo de la locución latina que grababan los romanos en sus tumbas —aclaró Boillot recogiendo sus cosas. Y al punto, con voz y rapto teatral, declamó—: ¡Sit tibi terra levis!
—¡Que la tierra te sea leve! —tradujo la inspectora encaminándose hacia la puerta.