Las seis balas de Henry
Henry Gaumont no creía en el azar. Menuda tontería. La casualidad no puede explicar en modo alguno ese despropósito enojoso que hace que uno se tope de bruces al doblar una esquina con el enemigo de antaño, apenas un minuto después de haber recordado su existencia y los agravios pendientes —se repetía con frecuencia—. Seguro que esas cosas las planeaba algún ente maligno, algún diablo, porque Dios, de existir, no podía ser tan ladino.
A pesar de que nunca se había considerado un determinista y le molestaba sobremanera la connotación religiosa que acompaña a la idea de que todo está atado y bien atado, no hallaba explicación más plausible.
El destino y punto.
Y es bien sabido que el destino gasta bromas crueles.
La peor de todas coincidió con el preciso instante en que él decidía cómo poner fin a sus muchas desgracias.
A las bravas. Lo suyo solo podía resolverse a las bravas.
Echó un vistazo sesgado a la Star PK30, una vieja automática de los años ochenta que había comprado en el mercado negro un mes atrás. Era una antigualla, pero funcionaba. Al menos eso le había asegurado el argelino hasta el que llegó no sin haber dado antes muchas vueltas. Había pagado por ella, y por dos cargadores, seiscientos euros.
Más de lo que podía permitirse dadas sus circunstancias.
Con seis balas quedaría todo resuelto. Dos serían para Léopold Leveque; otro par para Miriam Fournier, y tal vez, pues eso aún no estaba del todo claro, las restantes le permitirían a él salir de la escena de forma honorable, por la puerta trasera, una vez hubiera echado a patadas a ese par de perros de este mundo.
Así adquirían concreción en su mente esas decisiones, la cadena TF1 emitió, en una breve pausa publicitaria previa al boletín informativo de las ocho —y esa era la mofa con la que el destino le obsequiaba—, el último anuncio que él había dirigido meses atrás para una compañía especializada en seguros de vida y planes de pensiones para la tercera edad, poco antes de ser despedido de G & H Advertisement, prestigiosa agencia de comunicación en la que había trabajado durante tres años, y que enarbolaba, como principal activo y reclamo, las iniciales de sus fundadores, Marcel Gauvain y Pierre Hervé, pese a que los dos llevaban una eternidad criando malvas y ya nadie, a esas alturas, se preocupaba siquiera por adecentar de tarde en tarde sus respectivas tumbas en Père-Lachaise y en Montparnasse.
Hundido en el sofá del destartalado apartamento que ocupaba en el barrio Latino, Henry aparcó momentáneamente sus funestos pensamientos y vislumbró de forma fugaz a ese par de pioneros, capaces de endosar peines a los calvos y gafas de sol a los ciegos. Sus retratos al óleo presidían la moderna sala de reuniones que la agencia poseía en la selecta avenida Charles de Gaulle de París.
Marcel, el mayor de los dos, siempre le había recordado a Julio Verne, cuyo rostro tenía muy presente por haber leído todas sus novelas durante la adolescencia. Miraba desde lo alto, circunspecto y decimonónico, algo tristón, escudado tras una cuidada barba y un espeso bigote; a su lado, Pierre, de rostro orondo, amplia calva y facciones caricaturescas, se asemejaba vagamente a Louis de Funes, el célebre cómico.
El uno y el otro mezclaban, a simple vista, como el agua y el aceite. Ni a cañonazos.
Por tanto, costaba imaginar, en un análisis a vuelapluma, que la sinergia de tan pintoresco tándem hubiera alumbrado algunas de las campañas gráficas más brillantes y efectivas de la primera mitad del siglo XX.
—Si cualquiera de los dos consiguiera volver desde el más allá, a fin de comprobar el estado de cosas de la vida que dejaron atrás, a buen seguro articularía un alarido de pavor, y como alma que lleva el diablo desharía su camino de regreso al agujero, maldiciendo la hora en que se le había ocurrido salir de la tumba —imaginó el creativo con la sorna colgando en los labios, sin sustraer la mirada del televisor.
No podía ser de otro modo. Acostumbrados como estaban a invertir semanas enteras en el dibujo de una marca, en la ilustración de un cartel, o en el retoque de una placa fotográfica, el mundo actual se les antojaría una jaula de grillos. Enloquecerían al constatar el vértigo de la sociedad y la premura que gobierna todas las actividades de la gente, incluso las supuestamente plácidas, de la mañana a la noche, desde la cuna al camposanto. No podrían comprender, por mucho que se lo propusieran, qué maldito derrotero, invención o decreto trocó la apetecible monotonía del péndulo por la nefasta crispación de lo digital.
Henry recordó que debido al esmero que Marcel y Pierre desplegaron en vida, era bastante habitual que los clientes de G & H Advertisement se detuvieran en sus primeras visitas a la agencia delante de los originales enmarcados de aquellas encantadoras campañas de antaño, llenas de ingenio, color y armonía.
La de Plusfort, un suplemento vitamínico infantil comercializado a finales de los años cuarenta, tras la guerra, atrapaba invariablemente la atención. Mostraba a un muchachillo pecoso, que se diría escapado de un film de Jacques Tati, alzando en volandas y entre risas a su padre, en medio de los jardines del Campo de Marte, con la Torre Eiffel al fondo. El eslogan, al pie, rezaba: «Aujourd’hui je lève mon père, demain… ¡La Tour!».
—¡Fantástico, simpático y directo! —acostumbraban a exclamar los expertos en mercadotecnia—. ¡Algo así es lo que buscamos!
—¡Pues permítanme decirles, caballeros, que en G & H nos jactamos de no haber perdido ese espíritu feliz y natural! —replicaba siempre Léopold Leveque, el director general de la agencia, sacando pecho como un pavo real.
Detrás de cada sonrisa de Léopold Leveque se ocultaba el taimado proceder de un zorro.
—¡Maldito cabrón indigno, miserable diletante, sucio traidor! —gruñó Henry entre dientes así irrumpió él en medio de sus pensamientos—, ¡que Dios te perdone si es que puede, porque yo no lo haré!
Durante un interminable minuto, en los ojos del creativo aleteó un odio irracional. La imagen del hombre que había provocado su desgracia le llevó a revolverse inquieto en el sofá. Buscó apurar la botella que tenía frente a sus narices, en una pequeña mesita auxiliar, junto a la automática, pero estaba vacía desde hacía horas.
Suspiró. Llevaba meses descubriendo botellas vacías a su paso.
Ocultando el rostro entre las manos, intentó tranquilizarse.
Necesitaba pensar con calma. Se puso en pie y encendió instintivamente un cigarrillo. Aproximándose a la ventana, echó un vistazo sesgado al exterior. Llovía suavemente, pero ni el frío ni la humedad del invierno lograban despoblar de vida las calles al atardecer. Una procesión de paraguas, yendo y viniendo, pugnaba por abrirse paso bajo sus pies. Los rótulos de los bares y la iluminación navideña se reflejaba invertida en la pátina acuosa de la calzada, llenando el aire de un halo mágico y evanescente.
Lo que seguía a continuación, tras la sonrisa de bellaco y las palabras afables del director general, no encerraba secretos ni presentaba excesivas variaciones de un cliente a otro. En una sesión de trabajo, en la que no faltaban ni el café ni el coñac, Leveque desplegaba todas sus artes de seducción ante un hatajo de ejecutivos mediocres à la recherche de l’originalité.
Henry, que odiaba esas reuniones, se refería a ellas de modo despectivo. Las había bautizado con el nombre de Ceremonias de Encantamiento de Ofidios.
Existen muchas clases de serpientes, pero la fórmula de Leveque funcionaba invariablemente con todas ellas. Los reptiles, o mejor dicho, los clientes, buscaban siempre el anuncio perfecto; aquel capaz de suscitar la necesidad de que la gente consumiera pan de molde circular, utilizara una crema nutritiva con extracto de baba de caracol o animara las ventas de un vehículo de gama alta, de esos que compran los estúpidos aun a costa de hipotecarse hasta las cejas con tal de demostrar al resto de los mortales que han alcanzado la cima de la estulticia intelectual.
La palabra clave, pronunciada astutamente por Leveque en el momento crucial, cerraba tratos y rubricaba campañas millonarias con la rapidez del rayo.
Aspiración.
—¡La aspiración mueve el mundo, señores! —sentenciaba con mirada de orate apocalíptico, paseando por la sala de reuniones, de un lado al otro, tras presentar los bocetos que Henry le había facilitado—. Piénsenlo: ¡todos aspiramos a más!, ¡ustedes y yo, este y el de más allá! ¡Viajes aspiracionales, viviendas aspiracionales, objetos aspiracionales! Y esa sana y justa pretensión, ese amor por el lujo, por lo original, por lo selecto, es lo que mantiene en marcha el engranaje de nuestra industria, el consumo, el I+D de las empresas, las patentes, la innovación tecnológica. ¡Todo! Así, gracias al deseo, generamos trabajo y riqueza, prosperamos y realizamos nuestros sueños. ¡No les quepa la menor duda, caballeros: su anuncio debe ser ante todo aspiracional!
Una risotada amarga brotó de la garganta reseca de Henri al evocar esas situaciones. A él le tocaba siempre conseguir que los spots fueran, ante todo, aspiracionales.
La aspiración obra milagros —se dijo con un rictus de cínica demencia en el rostro—, hace que el pobre mequetrefe de clase baja se deje la piel en el intento por auparse hasta el estrato ocupado por la clase media baja; nivel poblado por ilusos que, a su vez, se privan de infinidad de cosas con tal de acceder a la clase media media. Los que allí están, amén de hacer equilibrios en la cuerda floja un día sí y otro también, se afanan por terminar sus días formando parte de lo que los expertos en mercadotecnia denominan target medio alto. Un target muy deseado. Finalmente, tras tanto puteo innecesario, tanta vanidad y tanto infarto, unos pocos elegidos coronan la cima y logran codearse o emparentar con la clase alta. Y solo uno entre millones, como los espermatozoides, planta la bandera en el reino de los privilegiados que habitan en el minúsculo segmento definido como alta alta; paraíso integrado, básicamente, por un puñado de parásitos ociosos que no saben clavar un miserable clavo, y que deben todo lo que son, e incluso lo que no son, al esfuerzo o carencias de los que les precedieron.
La conclusión a la que había llegado Henry Gaumont tras media vida trabajando en el mundo de la publicidad no podía ser más desalentadora…
La sociedad y su pretendido progreso son como la escalera de Jacob del sueño bíblico; escalera que une la tierra y el cielo, aunque con la salvedad de que los ángeles que la transitan en el relato han sido sustituidos por una horda de primates hipnotizados en una sesión de mesmerismo colectivo. Una legión de chimpancés histéricos y vociferantes, dispuestos a atizarse entre ellos con tal de poner un pie en el siguiente peldaño del escalafón social. Monas vestidas de seda, apestando a Chanel; mandriles al volante de deportivos lujosos; orangutanes con la calculadora en la mano y la mirada clavada en el panel del Dow Jones.
El último anuncio que Henry dirigió, antes de ser despedido con cajas destempladas de G & H por ese miserable de Léopold Leveque, y que TF1 acababa de emitir en mala hora, era el colmo de lo aspiracional.
Cualquier homínido estaría dispuesto a comprar esa aspiración.
El guión del spot para la compañía de seguros Atardecer había sido cuidado hasta en sus más mínimos detalles, sin reparar en gastos. Pagaron una fortuna por la utilización de una feliz y contagiosa canción de The Beatles, «When I’m Sixty-four», y por el alquiler de una preciosa villa en Mallorca, rodeada de cuidados jardines.
A lo largo de los veinte segundos de metraje se sucedían situaciones que cumplían con la dosis de aspiración social prometida por Léopold Leveque al cliente.
Un septuagenario de envidiable forma física y mirada seductora, a lo Yves Montand, consultaba las oscilaciones de la Bolsa en las páginas de economía de Le Monde, sentado junto a una piscina de ensueño en una mañana de sol radiante. De su expresión complacida podía deducirse que todo iba bien, al alza. Su mujer, una falsa sexagenaria con un cuerpo que pedía guerra a gritos, irrumpía en ese instante, a contraluz, envuelta en una bata de seda que permitía intuir su voluptuosa anatomía, portando café y croissants. Tras depositar la bandeja sobre la mesa, se acomodaba en una silla contigua y rodeaba con los brazos a su marido, interesándose por la marcha de sus finanzas.
Una voz en off aterciopelada, elevándose sobre el tema de Paul McCartney, que fundía hasta desaparecer, desgranaba el mensaje: «Porque nada debe perturbar la placidez de un atardecer perfecto, nuestras pólizas de vida, fondos de pensiones, y productos de inversión, constituyen su mejor garantía. En Atardecer velamos por su tranquilidad».
Henry Gaumont apuró en dos bocanadas lo que restaba del cigarrillo y aplastó con saña la colilla en el cenicero, como si estuviera pisoteando a toda esa caterva de indeseables capaces de hacerle creer a la gente que a poco que uno se lo proponga se puede llegar fácilmente a los ochenta sin problemas de próstata, con una tensión arterial compensada y un índice de azúcar estable; siendo capaz, además, de satisfacer a la primera tigresa que aterrice en déshabillé a la hora del desayuno; disfrutando de la vida en una villa de ensueño y con un millón de euros evadidos rindiendo a piñón fijo en las islas Caimán.
Publicidad y marketing. Aspiración. La mayor de las mentiras. Nada más lejano de la realidad.
Cuánto odiaba ese mundo, ese credo vano con el que el común de los mortales comulga mil veces al día. Casi agradecía en su fuero interno el hecho de que Leveque se hubiera comportado como un energúmeno al expulsarle del edén artificial que era su profesión.
Si en su ánimo solo pesara el hecho de estar sin trabajo, seguramente hubiera conseguido salir del agujero en el que había caído, y no estaría acariciando la idea de terminar sus días en un baño de sangre colectivo.
Lamentablemente, todo había ido de mal en peor. Las desgracias nunca vienen solas. Lo había oído decir mil veces y nunca lo había creído.
—¿Qué quieres decir con eso de que la felicidad es una carreta con muchas ruedas? —recordó haberle preguntado a su amigo Gerard a los pocos días de haber sido cesado en su cargo.
Los dos tomaban aquella tarde una copa en una céntrica cafetería de los Campos Elíseos. Hacía tiempo que no se veían. Gerard era profesor de yoga, aunque había cambiado las asanas y mudras del hatha yoga por una ocupación mucho más cómoda y lucrativa en el emergente mundo del coaching. Ayudaba a los clientes de un exclusivo centro de fitness a conectar con su yo interior a fin de alcanzar sus objetivos con éxito, y superar, de paso, la ansiedad que la carrera de ratas del mundo profesional genera en cualquiera que posea una mínima sensibilidad.
—Lo que quiero decir, Henry, es que la felicidad no depende de una única rueda —recalcó Gerard rascándose la coronilla y frunciendo la nariz a fin de aupar la montura de sus gafas hasta el puente—. Verás, te lo explicaré. Intenta imaginar por un instante que eres como un carro, un carro que recorre un camino largo, que es la vida.
—Ya, un carro…
—Lo importante es que el carro avance, ¿no? ¡La felicidad está compuesta de muchas cosas, grandes y pequeñas! —puntualizó—. Y somos felices cuando el conjunto, todo aquello que nos importa, funciona. Si el conjunto está bien, todo va bien.
—¿Y las ruedas? ¿Qué tienen que ver las ruedas?
—Bueno, no hay dos carros iguales, del mismo modo que no existen dos seres humanos exactamente iguales, pero de modo simple podemos afirmar que en el carro de la felicidad común existe siempre una rueda que simboliza nuestro mundo profesional, nuestro trabajo, con toda la satisfacción y reconocimiento que nos puede reportar hacer las cosas bien; otra rueda es el amor, la pasión, el sexo, como quieras llamarlo; otra, la familia y los seres queridos, esposa, hijos, hermanos… —contabilizó punteando con el índice derecho las yemas de su mano izquierda—. Una cuarta rueda representa las relaciones sociales, compañeros y amigos; la quinta podría referirse a nuestra necesidad de sentirnos seguros; la sexta giraría, en caso de tenerla, en el eje de nuestra inquietud espiritual, los asuntos religiosos, lo trascendente. Añade tantas ruedas como quieras. Una muy importante, y obvia, es la salud, el encontrarnos bien física y mentalmente, sin enfermedades. Algunos carros tienen seis ruedas; otros, ocho, o diez, o más: aficiones, sueños, metas, hogar. Las ruedas son nuestros recursos.
—Entiendo…
—Cuantas más ruedas tenga tu carro, más estable será. Aunque se rompa una, como ahora te ha pasado a ti con tu trabajo, todo seguirá su curso; el resto continuará girando de forma armónica, dándote el tiempo y la estabilidad que precisas a fin de poder sustituir la defectuosa. Tu caso es sencillo, Henry, piénsalo: ¡lo tienes todo, solo necesitas encontrar un nuevo trabajo!
La teoría budista de la felicidad sobre ruedas de Gerard sonaba muy bien, al menos sobre el papel. Al fin y al cabo, era filosofía para necios: pinchas un neumático y pones otro. Y aquí paz y luego gloria. Lo que no podía de ningún modo intuir Henry en ese momento es que todas las ruedas del carruaje comenzarían a fallar de modo sistemático, una tras otra, incapaces de soportar el peso de la adversidad, que es una forma elegante de mentar al destino cuando es aciago.
Gaumont se incorporó y caminó hasta la cocina. Quedaba una botella de vino peleón en el armario. La descorchó y llenó la copa. Sabía a rayos.
Entre trago y trago, rememoró lo que había seguido a continuación.
No tardó en constatar, tras salir de G & H, que al borde de los cuarenta y tres, y con una horda de becarios dispuestos a pagar por trabajar, el horizonte se difumina hasta desaparecer. De nada sirvieron los contactos y timbres de su agenda profesional. La inesperada crisis económica golpeaba por igual en todos los ámbitos del mundo profesional.
Comenzó a dormir mal y lo arregló con somníferos. Algunas noches hasta tres.
En pleno desencanto, cuando la carreta parecía traquetear cuesta abajo y sin frenos, Miriam, la mujer con la que había compartido seis años de convencional matrimonio, se la jugó bien jugada. Urdió una sucia maniobra con la connivencia de Yolanda, su amiga íntima, a fin de obtener un divorcio ventajoso.
El de Miriam había sido un plan brillante, maquiavélico.
Cuando se lo proponen, las mujeres son infinitamente más abyectas que el más detestable de los hombres.
Una tarde, en la que logró ver con nitidez el alcance y naturaleza de la treta de su mujer, acabaron los dos de la peor de las maneras posibles, inmersos en una agria disputa. Henry, ofuscado, perdió los papeles por completo. Una vergonzosa bofetada, de la que se arrepintió al instante, un maquillaje arruinado, y una sarta de mentiras perfectamente enhebradas, le bastaron a ella a la hora de presentar una denuncia por maltrato. La convincente actuación de Miriam ante la policía remató una modélica partida de ajedrez.
Mate.
De nada sirvieron sus protestas. Ella consiguió que se dictara contra él una orden de alejamiento. Después, en el amargo proceso legal, perdería su casa y se vería obligado a asumir las costas del juicio, amén del pago de la mitad de los denominados bienes gananciales.
Lo económico no era, pese a todo, lo peor. Más angustioso le resultó verse solo de la noche a la mañana. El proceder sibilino de Miriam consiguió expulsarle del círculo social que hasta el momento habían frecuentado. Los amigos son solo buitres que sobrevuelan vidas ajenas mientras hay carroña que devorar.
Todas esas catástrofes emocionales se habían encadenado de forma inexorable, en poco tiempo. Se diría que el universo, utilizando sus inagotables recursos, se había jurado empujarle hasta el mismo borde del abismo.
Maldito Léopold. Maldita Miriam. Malditos todos.
Seis balas.
La decisión era irrevocable.
Solo restaba decidir cómo y cuándo.
Apagó el televisor y se quedó mirando al techo, descorazonado, sin fuerzas, pensando en el paso terrible que estaba a punto de dar, cuando el tono estridente de su teléfono móvil le sobresaltó. Llevaba días sin sonar. Lo localizó en el bolsillo de su americana, colgada de una percha tras la puerta de su habitación.
Apenas quedaba batería.
—¿Sí?
—Henry, soy yo, Gisèle…
—¡Hola, Gisèle! ¿Cómo estás? —murmuró cansino—. Ya sé que hace varias semanas que no sabéis nada de mí. Discúlpame, pensaba llamar un día de estos.
Se levantó y se puso a pasear como una fiera enjaulada por el apartamento.
—Olvida eso ahora, no importa. Lo siento, Henry, pero tengo que darte una muy mala noticia. Será mejor que te sientes.
De forma instintiva, atemorizado, el publicista retrocedió hasta afianzar su espalda contra la pared.
A lo largo del siguiente minuto, mientras su cerebro luchaba por soportar lo que Gisèle le comunicaba con voz temblorosa desde el otro lado de la línea, fue desplomándose lentamente, a peso, hasta quedar encogido en un rincón.
Colgó y dejó que el aparato resbalara entre sus dedos.
Abandonado en una estación desolada, por la que ya no pasaría tren alguno, Henry Gaumont derramó las pocas lágrimas que restaban en medio de un silencio opresivo.
Y de modo instintivo, su mirada rendida paseó por la soledad del lugar hasta posarse en esa puerta de escape que era la pistola.