Di un paso entre los remolinos de viento hacia el cercado de los ciervos.

—¡Papá! —llamé. Pero la voz me salió como un silencioso murmullo—. ¡Papá! —traté de gritar, pero tenía la garganta demasiado seca y bloqueada por el miedo.

Miré hacia el frente y di otro paso. Ahora lo veía con claridad: una escena de muerte, pálida luz y penumbra. Los únicos sonidos eran el martilleo de mi corazón, el ulular del viento y el golpeteo de la malla de alambre del cercado.

Di otro paso para acercarme más.

—¡Papá! ¡Papá! —grité sin pensar, sin oírme a mí mismo, sabiendo que él no podía oírme.

Pero yo quería que estuviera allí, o que hubiera alguien conmigo. No quería estar solo en el jardín.

No quería ver el agujero que alguien había hecho en uno de los lados de la cerca y tampoco quería ver el ciervo muerto que yacía tan tristemente tumbado sobre uno de los costados.

Los otros cinco ciervos permanecían agrupados en la otra punta de la cerca. Tenían los ojos llenos de miedo clavados en mí.

El viento húmedo y caliente soplaba por todas partes, aunque yo me sentía completamente helado. Un escalofrío de terror me recorrió el cuerpo y tragué saliva con dificultad para tratar de quitarme el nudo que tenía en la garganta.

Entonces, antes incluso de darme cuenta de lo que hacía, comencé a correr a casa gritando:

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Papá! ¡Mamá! —chillé a pleno pulmón.

Los gritos se elevaron con las ráfagas de viento, como los terroríficos aullidos que había oído un poco antes.

Papá arrastraba el ciervo muerto hacia el jardín de atrás, y la chaqueta del pijama se le agitaba al viento. Después de dejarlo allí, mientras yo lo observaba desde la ventana de la cocina, remendó el cercado con una gran lámina de cartón.

Cuando intentaba entrar en Casa, el fuerte viento estuvo a punto de arrancar la puerta mosquitera de sus goznes. Papá cerró de un portazo y puso el candado. Tenía gotas de sudor en la frente, y una de las mangas del pijama manchada de barro.

Mamá le sirvió un vaso de agua del fregadero y él se la bebió casi sin respirar. Después se secó el sudor de la frente con un trapo de cocina.

—Me temo que tu perro es un asesino —me dijo con suavidad. Lanzó el trapo a la encimera.

—¡No ha sido Lobo! —exclamé-—. ¡No ha sido él!

Papá no contestó. Aspiró una profunda bocanada de aire y después la soltó despacio. Mamá y Emily miraban en silencio desde enfrente del fregadero.

—¿Por qué piensas que ha sido Lobo? —pregunté.

—He visto las huellas en el suelo —respondió, frunciendo el entrecejo—. Huellas de perro.

—No ha sido Lobo —insistí.

—Voy a tener que llevarlo a la perrera por la mañana —dijo papá—. La que está en el otro condado.

—¡Pero lo matarán! —chillé.

—El perro es un asesino —insistió papá sin inmutarse—. Sé cómo te sientes, Grady, lo sé, pero el perro es un asesino.

—¡No ha sido Lobo! —volví a gritar—. Estoy seguro de que no ha sido Lobo. He oído los aullidos, papá, ha sido un lobo.

—Grady, por favor... —empezó a decir débilmente.

Entonces las palabras me estallaron en la boca.

Perdí todo control sobre ellas y me salieron torrenciales.

—¡Ha sido un hombre lobo, papá! Hay un hombre lobo en el pantano. Cassie tiene razón. No es un perro, ni tampoco un lobo. Es un hombre lobo el que ha estado matando los animales y el que ha matado a tu ciervo...

—Ya vale, Grady —me interrumpió papá con impaciencia.

Pero yo no podía callarme.

—Sé que tengo razón —dije con una voz tan estridente que no parecía la mía—. Hemos tenido luna llena esta semana, ¿verdad? Y ha sido cuando han empezado los aullidos. Es un hombre lobo, papá. El ermitaño del pantano. Ese loco que vive en la cabaña del pantano. Es un hombre lobo. Nos lo dijo. Nos persiguió y nos dijo que era un hombre lobo. ¡Lo dijo, papá! No ha sido Lobo. El hombre lobo ha matado al ciervo esta noche. He oído los aullidos fuera, y entonces... entonces...

La voz se me había atragantado en la garganta y empecé a ahogarme. Papá llenó el vaso con agua y me lo ofreció. Me la tragué sediento. Después me puso la mano en el hombro para calmarme.

—Grady, mañana continuaremos hablando, ¿vale? Los dos estamos muy cansados ahora para pensar con claridad. ¿Qué te parece?

—¡No ha sido Lobo! —exclamé tercamente—. Sé que no ha sido él.

—Por la mañana —repitió papá, con la mano todavía apoyada en el hombro.

Estaba tembloroso y jadeante, y el corazón me martilleaba.

—Sí, de acuerdo —dije al final-—. Por la mañana.

Volví despacio a mi habitación, pero sabía que no iba a dormir.

Cuando me levanté a la mañana siguiente papá ya se había ido.

—Ha ido al almacén —me dijo mamá—, a comprar tela metálica para reparar el cercado.

Bostecé. Había caído en un sueño agitado a eso de las dos y media, pero todavía me encontraba cansado y nervioso.

—¿Está Lobo por ahí fuera? —pregunté ansiosamente. Fui a la ventana de la cocina antes de que pudiera contestarme.

Vi a Lobo en el caminito que conducía a casa. Tenía una pelota de goma de color azul entre las patas delanteras, y la mordía con furia.

—Seguro que está hambriento, esperando el desayuno —dije entre dientes.

Oí el ruido de la gravilla cuando papá se acercaba con el coche. El maletero estaba medio abierto y sobresalía un rollo de tela metálica.

—Buenos días —saludó papá cuando entró en la cocina. Tenía una expresión sombría en la cara.

—¿Vas a llevarte a Lobo? —le pregunté inmediatamente mirando al perro, que continuaba mordiendo la pelota de goma. Estaba muy simpático.

—La gente de la ciudad está preocupada —respondió papá, y se sirvió una taza de café—. Esta semana han aparecido muchos animales muertos, y Ed Warner, un tipo que vive unas casas más allá, ha desaparecido en el pantano. La gente está muy inquieta porque también ha oído los aullidos.

—¿Vas a llevarte a Lobo? —repetí con voz temblorosa.

Papá asintió con la cabeza, con una expresión sombría todavía reflejada en la cara. Dio un largo sorbo al café.

—Ve y mira las huellas fuera del cercado, Grady —dijo con los ojos clavados en mí—. Venga, echa un vistazo.

—No me importan las huellas —gemí—. Sé que...

—No podemos arriesgarnos más —dijo papá.

—¡No me importa! ¡Es mi perro! —grité.

—Grady... —Papá posó la taza en la mesa y se acercó a mí, pero yo lo esquivé y corrí hacia la puerta mosquitera. La empujé y salté desde la entrada trasera.

Lobo se incorporó tan pronto como me vio. Su cola empezó a moverse, dejó la pelota de goma azul detrás y comenzó a trotar hacia mí con entusiasmo. Papá estaba justo a mis espaldas.

—Voy a llevarme al perro ahora mismo, Grady —dijo papá con la voz en un murmullo. Se adelantó para coger a Lobo.

—¡No! —grité—. ¡No! ¡Corre, Lobo! ¡Corre! Lo empujé. El perro se giró hacia mí, inseguro. —¡Corre! —volví a gritar—. ¡Corre! ¡Corre!