Will y Cassie vinieron después de cenar. Mamá y papá todavía estaban metiendo los platos en el lavavajillas y limpiando. Emily se había largado a la ciudad a ver la única película que daban.
Yo ya casi andaba bien y el tobillo apenas me dolía. Papá es bastante buen médico.
Estábamos sentados los tres en el salón y enseguida empezamos a discutir sobre los hombres lobo. Cassie insistía en que el ermitaño del pantano no estaba bromeando y que era uno de ellos. Will le dijo que era una idiota.
—Nos persiguió porque oyó que le llamaste «hombre lobo» —le dijo a Cassie enfadado.
—¿Por qué crees que vive solitario en lo más profundo del pantano? —le preguntó Cassie—. Porque sabe lo que le pasa cuando hay luna llena y no quiere que nadie se entere.
—Entonces, ¿por qué nos ha dicho a gritos esta tarde que era un hombre lobo? —preguntó Will con impaciencia—. Porque sólo estaba bromeando, por eso.
—Venga, chicos, cambiemos de tema —dije—. Mis padres son científicos y dicen que no hay pruebas de que existan hombres lobo.
—Eso es lo que dicen siempre los científicos —insistió Cassie.
—Tienen razón —dijo Will—. Los hombres lobo sólo existen en las películas. Eres una idiota, Cassie.
—¡Tú sí que eres idiota! —le replicó ella.
Se veía que no era la primera vez que se insultaban.
—Juguemos o hagamos alguna cosa —sugerí—. ¿Queréis usar la Nintendo? Está en mi habitación.
—El señor Warner todavía no ha aparecido —dijo Cassie dirigiéndose a Will y pasando de mi sugerencia. Se estiró la coleta roja y después la echó hacia atrás—. ¿Sabes por qué? ¡Pues porque el hombre lobo lo ha matado!
—¡No digas estupideces! —dijo Will—. ¿Cómo lo sabes?
—A lo mejor eres tú el hombre lobo —le dije a Cassie.
Will se echó a reír a carcajadas.
—Sí, por eso eres tan experta en la materia, Cassie.
—¡Cállate la boca! —protestó Cassie—. ¡Tú pareces más un hombre lobo que yo!
—¡Pues tú pareces un vampiro! —le replicó Will.
—¡Vale, y tú te pareces a King Kong! —gritó ella.
—¿De qué estáis hablando, chicos? —le interrumpió mamá, asomando la cabeza en la habitación.
—Nada, hablamos de películas y cosas así —respondí con rapidez.
Por la noche no podía dormirme. Me giraba de un lado a otro y después vuelta a empezar. No conseguía sentirme cómodo. Estaba esperando los aullidos.
Un fuerte viento soplaba desde el golfo de México y se oía cómo se precipitaba sobre nuestra pequeña casa. Golpeaba la malla de alambre del cercado de los ciervos y sonaba como un constante siseo mientras yo me esforzaba por oír los familiares aullidos.
Justo cuando había empezado a dormirme comenzaron los aullidos. Salté al instante de la cama. El pie izquierdo me hizo daño cuando lo posé en el suelo. Otro aullido, lejos, apenas audible por encima del sonido uniforme del viento.
Fui cojeando a la ventana. El tobillo se había entumecido un poco en la cama. Apoyé la cara contra el cristal de la ventana y observé.
La luna llena, gris como una calavera, flotaba baja en el cielo negro como el carbón. La hierba mojada brillaba bajo su manto de pálida luz. Una ráfaga de viento golpeó la ventana. Me aparté asustado y escuché: otro aullido, esta vez más cerca. Un temblor frío me recorrió la espalda. ¿Había sonado realmente cerca o era el viento que lo traía desde el pantano?
Miré de soslayo al exterior. Los remolinos de viento balanceaban la hierba de un lado al otro. El suelo parecía girar con el brillo pálido de la luna. Otro aullido, aún más cercano. No veía nada y necesitaba saber quién o qué hacía ese terrorífico sonido.
Me puse los tejanos encima del pantalón del pijama y conseguí meter los pies en un par de zapatillas, luchando en la oscuridad.
Empecé a salir de la habitación pero me detuve cuando oí un estrépito, un golpe sordo y duro, un ruido seco. Justo al otro lado de la ventana, fuera de la casa. El corazón me latía con fuerza mientras corría por el pasillo oscuro. Me dolía el tobillo pero no le prestaba atención. Atravesé la cocina, llegué a la puerta trasera y la abrí. Una fuerte ráfaga de viento me echó hacia atrás cuando abrí la puerta mosquitera.
El viento era caliente y húmedo. Otra ráfaga fuerte me empujó. Pensé que el viento trataba de que no saliera, de que no resolviera el misterio de los espeluznantes aullidos.
Bajé la cabeza para evitar las ráfagas de viento y salté hacia delante desde la entrada.
—¡Uau! —grité cuando el dolor me invadió toda la pierna.
Esperé a que los ojos se ajustaran a la débil luz y escuché con atención. Ahora no se oían aullidos, sólo el agudo y monótono soplar del viento que me empujaba sin cesar hacia la casa.
El jardín trasero refulgía silencioso a la luz de la luna. Todo se veía plata y gris. Lo inspeccioné con los ojos, barriendo toda la hierba agitada: estaba vacío.
¿Qué había causado entonces el estrépito que había oído desde la habitación? ¿El golpe sordo? ¿El ruido seco? ¿El tamborileo agudo? ¿Por qué habían cesado los aullidos cuando había salido? «Qué misterio más extraño», pensé.
El viento húmedo se arremolinaba a mi alrededor. Me sentí derrotado y decidí volver a la casa y... Solté un grito de terror cuando vi que el hombre lobo había vuelto a matar.