Traté frenéticamente de incorporarme del lodo pero volví a resbalar y a caer en el terreno pantanoso. «Ahora me tiene —pensé—. El hombre lobo me tiene y no puedo escaparme.» Tenía los músculos agarrotados por el miedo. Intenté incorporarme de nuevo y me giré, esperando ver cómo el ermitaño me cogía, pero no fue así. Se había detenido varios metros más allá con el pato colgando hacia el suelo y me miraba con una sonrisa burlona en su cara curtida. Me pregunté dónde estaría Lobo, que antes había gruñido furiosamente al ermitaño, y por qué no lo había atacado.
—¡Socorro! ¡Will! ¡Cassie! —grité desesperado.
Silencio. Se habían ido. Probablemente ya estarían fuera del pantano y corriendo hacia sus casas.
Estaba solo, solo para hacer frente al ermitaño. Me incorporé con los ojos fijos en él. ¿Por qué se reía en tono burlón?
—Sigue, vete —dijo, y gesticuló con la mano que tenía libre—. Sólo estaba bromeando.
—¿Qué? —La voz me salió floja y asustada.
—Vete. No voy a morderte —dijo con su sonrisa irónica un poco marchita. La luz parecía oscurecerle los ardientes ojos negros.
Lobo apareció detrás de él y lo miró. Después bajó los ojos hacia el pato muerto y soltó un ladrido, un agudo guau, pero vi que se había relajado y que no tenía intención de atacar al ermitaño.
—¿Este perro es tuyo? —preguntó mientras miraba a Lobo con cautela.
—Sí —respondí, con la respiración todavía entrecortada—. Lo... lo encontré.
—Vigílalo —dijo el ermitaño con tono severo. Entonces se dio la vuelta, se llevó la enorme ave hacia el hombro y volvió a internarse en el cañaveral.
—¿Vi... vigílalo? —tartamudeé—. ¿Qué quiere decir?
Pero el ermitaño no contestó. Se oía el roce de su cuerpo contra las altas cañas mientras desaparecía de vuelta al pantano.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté a gritos.
Pero ya había desaparecido. El pantano estaba en completo silencio, salvo por el chirrido de los insectos y el sonido seco de las hojas de palmera al rozarse.
Miré fijamente a la cañada. Tenía miedo de que regresara el ermitaño, de que apareciera súbitamente a la vista para atacar de nuevo.
Dos mariposas blancas revoloteaban juntas sobre las cañas. Era lo único que se movía. Había dicho que bromeaba. Eso era todo, sólo bromeaba. Tragué saliva con dificultad e hice esfuerzos por normalizar la respiración. Después bajé la vista hacia Lobo. El perro estaba olisqueando el terreno donde había estado el ermitaño.
—Lobo, ¿por qué no me has protegido? —le regañé. El perro me miró, y después volvió a olisquear—. ¿Eres un perro o eres una gallina? —pregunté, quitándome el barro de las rodillas—. ¿Es ése tu problema? Pareces muy duro, pero en realidad eres una gallina.
Lobo me ignoró.
Me di la vuelta y me encaminé hacia casa mientras meditaba sobre el aviso del ermitaño. Oía correr a Lobo, que me seguía de cerca por entre las cañas y los matorrales mientras yo caminaba por el estrecho sendero.
«Vigílalo», había dicho el ermitaño. ¿Estaba bromeando? ¿Trataba sólo de asustarme?
El extraño hombre había visto que Will, Cassie y yo le teníamos miedo, así que había decidido divertirse a nuestra costa. Llegué a la conclusión de que eso era todo. Había oído a Cassie llamarle «hombre lobo» y por eso había querido darnos un buen susto.
Mientras caminaba por el terreno embarrado y bajo la sombra de las palmeras inclinadas, mi mente se llenaba de pensamientos sobre Cassie, Will, Lobo y los hombres lobo.
No vi la serpiente hasta que la hube pisado. Miré hacia abajo a tiempo de ver la brillante cabeza verde que salía disparada hacia delante. Sentí como una puñalada aguda de dolor cuando sus colmillos se clavaron en el tobillo. El dolor subía por toda la pierna. Lancé un grito ahogado antes de derrumbarme en el suelo.