—¡No! —comencé a protestar.
Pero entonces vi que había malinterpretado la señal. Cassie no estaba refiriéndose a Lobo sino que estaba apuntando a la figura que se movía por las altas cañas, detrás del perro. ¡El ermitaño del pantano!
Lo vi avanzar con rapidez por entre las cañas, con los hombros encorvados y su canosa cabeza bamboleándose a cada paso. Cuando entró en un pequeño claro entre las cañas, me di cuenta de por qué estaba inclinado: llevaba algo sobre uno de los hombros, una especie de saco.
Lobo empezó a gruñir, y el ermitaño se detuvo. No era un saco lo que le colgaba del hombro sino un pato, un pato salvaje. Un pensamiento escalofriante surgió en mi mente: ¿se lo había robado al señor Warner?
¿Tenía razón Cassie? ¿Era un hombre lobo?
¿Había hecho algo horrible al señor Warner y era el pato salvaje su recompensa?
Traté de borrar esos terribles pensamientos de mi mente. Eran locuras, imposible.
Pero Cassie parecía asustadísima mientras miraba al ermitaño de ojos salvajes a través de la borboteante ciénaga. Y los aullidos durante la noche habían sido aterradores, humanos. Y los animales muertos habían sido descuartizados tan brutalmente como si... como si lo hubiera hecho un hombre lobo.
Lobo soltó otro gruñido amenazador y miró con atención al ermitaño. Tenía la cola inmóvil y los pelos del lomo en punta.
El ermitaño se movía con rapidez. Vi cómo le brillaban los ojos oscuros justo antes de desaparecer por detrás de las cañas.
—¡Es él! —chilló Cassie a la vez que señalaba—. ¡Es el hombre lobo!
—Cállate, Cassie —le avisó Will—. Va a oírte.
Tragué saliva con dificultad, muerto de miedo. Vi que se movían las cañas y oí unos crujidos cada vez más cercanos.
—¡Corred! —gritó Will con voz ronca y asustada— . ¡Venga, corred!
Demasiado tarde. El ermitaño salió disparado de las cañas justo detrás de nosotros.
—¡Soy el hombre lobo! —gritó. Le brillaban los ojos salvajes por la furia; la cara, enmarcada por el largo pelo enmarañado, resplandecía roja—. ¡Soy el hombre lobo! —¡Había oído a Cassie! Se reía a todo pulmón mientras levantaba las manos y empezaba a dar vueltas al pato en amplios círculos sobre la cabeza—. Soy el hombre lobo —chilló.
Cassie, Will y yo nos pusimos a gritar al mismo tiempo, y después comenzamos a correr. Por el rabillo del ojo veía a Lobo. No se había movido del sitio donde estaba al otro lado de la ciénaga, aunque ahora empezaba a correr hacia nosotros mientras ladraba nervioso.
—Soy el hombre lobo —gritó el ermitaño, y se puso a aullar y a reír mientras movía el pato y nos perseguía.
—¡Déjanos en paz! —chilló Cassie, que corría detrás de Will y unos pasos por delante de mí—. ¿Me has oído? ¡Déjanos en paz!
Sus ruegos hicieron que el ermitaño se pusiera a aullar otra vez. Las zapatillas me resbalaban en el lodo. Cuando me giré, vi que me ganaba terreno; estaba ya casi a mi lado. Respiré en busca de aire e intenté correr más rápido. Afiladas enredaderas y pesadas hojas me golpeaban la cara y los brazos cuando avanzaba.
Todo estaba borroso por la luz y la sombra de los árboles y las plantas, de las altas cañas y las agudas zarzas.
—¡Soy el hombre lobo! ¡Soy el hombre lobo!
Los enloquecidos gritos y risas resonaban por todo el pantano. «Sigue corriendo, Grady —me espoleé—. Sigue corriendo.» De pronto proferí un grito de terror porque sentí que me patinaban las zapatillas. Me caí de cara en el lodo y me golpeé con fuerza en las manos y las rodillas. Pensé que me había atrapado, que el hombre lobo me había cogido.