Me sentía los pies desnudos fríos y húmedos mientras caminaba despacio por la hierba cubierta de rocío. El aire de la noche estaba cargado e inmóvil, inmóvil como la muerte.
Cuando estuve lo bastante cerca para ver bien lo que había en la hierba lancé un grito y sentí náuseas. Apreté la mano contra la boca y tragué con dificultad.
Me di cuenta de que aquello era un conejo muerto. Tenía los ojos pequeños y negros congelados en una mirada de terror, y una oreja arrancada. Lo habían desgarrado y casi partido por la mitad. Me obligué a apartar la vista.
Fui rápidamente hacia la ventana por la hierba húmeda y entré en la habitación. Mientras intentaba cerrarla, volvieron a oírse los aullidos, que ascendían triunfantes desde cerca del pantano.
A la mañana siguiente, después del desayuno, llevé a papá al jardín de atrás para enseñarle el conejo muerto. Era un día brillante y caluroso, y un sol rojizo ascendía por el cielo claro y sin nubes.
Lobo apareció por uno de los lados de la casa en el mismo momento en que nosotros salíamos por la entrada trasera, y empezó a agitar frenéticamente el rabo. Se acercó para saludarme, muy alegre, como si no me hubiera visto en años, y me saltó sobre el pecho. Estuvo a punto de derribarme.
—¡Baja, Lobo! ¡Baja! —dije riendo mientras él se estiraba para lamerme la cara.
—Tu perro es un asesino —dijo una voz detrás de mí.
Me di la vuelta y vi que Emily nos había seguido. Llevaba unos pantalones blancos de tenis y una camiseta roja por fuera. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba enfadada a Lobo.
—Fíjate lo que le ha hecho a ese pobre conejito —dijo con voz irritada.
—¿Qué? Espera —respondí, y acaricié la pelambrera grisácea de Lobo—. ¿Quién te ha dicho que lo ha hecho Lobo?
—¿Quién más lo podría haber hecho? —preguntó Emily—. Es un asesino.
—¿Ah, sí? —respondí—. Mira qué manso es. —Puse la muñeca en la boca de Lobo y éste la sujetó con cuidado para no hacerme daño.
—Puede que Lobo tenga algo de cazador —dijo papá pensativo. Había estado mirando el conejo con atención, pero ahora tenía los ojos fijos en el cercado de los ciervos.
Los animales estaban agrupados en uno de los lados y observaban a Lobo con cautela. Tenían las cabezas bajas y atentas mientras seguían cada uno de los movimientos del perro.
—Me alegro de que estén seguros dentro del cercado —dijo papá con suavidad.
—Papá, tienes que librarnos de esa bestia —pidió Emily con vehemencia.
—¡De ninguna manera! —chillé, y me giré enfadado hacia mi hermana—. No tienes ninguna prueba de que Lobo hiciera algo malo, ninguna.
—Y tú no tienes ninguna prueba de que no lo hiciera —respondió Emily con tono desagradable.
—¡Él no lo hizo! —grité mientras perdía el control de mí mismo—. ¿No oíste los aullidos ayer por la noche? ¿No oíste unos aullidos horribles? ¡Un perro no grita así, un perro no aúlla de esa manera!
—Bueno, ¿entonces qué fue? —preguntó Emily.
—Yo también los oí —dijo papá, interponiéndose entre nosotros—. Parecían más los aullidos de un lobo, o tal vez un coyote.
—Lo ves —le dije a Emily.
—Pero me sorprendería mucho que alguien encontrara un lobo o un coyote en esta zona —continuó papá mientras miraba hacia el pantano.
Emily seguía con los brazos cruzados con rabia. Miró hacia abajo a Lobo y se estremeció.
—Es peligroso, papá. Tenemos que desembarazarnos de él.
Papá se aproximó a Lobo y le acarició la cabeza. Después le rascó debajo del morro y el perro le lamió la mano.
—Vigilémoslo un poco —dijo papá—. Parece muy manso, pero desde luego no sabemos nada de él, así que tengamos cuidado. ¿De acuerdo?
—Yo tendré muchísimo cuidado —contestó Emily, entrecerrando los ojos hacia Lobo—. Voy a alejarme de este monstruo tanto como pueda. —Dio media vuelta y se marchó a la casa.
Papá se fue al cobertizo para coger una pala y una caja para enterrar el conejo. Me arrodillé y abracé el cuello robusto de Lobo.
—No eres un monstruo, ¿verdad, perrito ? —pregunté—. Emily está loca, ¿a que sí? Tú no eres un monstruo. Tú no eres el que corría anoche hacia el pantano, ¿verdad?
Levantó los ojos azules y profundos hacia los míos y me miró con fijeza. Parecía como si quisiera decirme algo, pero yo no tenía ni idea de lo que podía ser.