Lobo soltó otro gruñido amenazador y mostró los irregulares colmillos. Tenía los pelos del lomo erizados y las patas en tensión, como si fuera a atacar.

El crujido de unas ramitas me hizo levantar la mirada. Vi una figura gris que salía como una flecha de detrás de unos altos matorrales, al otro lado de la ciénaga.

—¿Quién... quién es? —susurró Will. Miré con atención, incapaz de articular palabra—. Es... —empezó a decir.

—Sí —conseguí balbucear—. Es él, el ermitaño. —Me arrodillé pitando para que no me viera, pero quizá nos había visto ya. ¿Había estado allí todo el tiempo? Seguramente Will estaría pensando lo mismo.

—¿Nos habrá estado espiando ese bicho raro? —preguntó, acurrucado cerca de mí.

Lobo dio un gruñido bajo, todavía inmóvil y preparado para atacar. Me fui rápidamente a su lado en busca de protección. Observé al extraño personaje cuando atravesaba los matorrales. El pelo canoso le colgaba salvaje alrededor de la cara. Seguía mirando a sus espaldas, como si quisiera estar seguro de que nadie lo seguía. Llevaba un saco colgado al hombro. Dirigió la mirada en nuestra dirección y yo me agaché para esconderme detrás de Lobo. El corazón me latía desbocado.

Lobo no se había movido, aunque ahora estaba en silencio con las orejas todavía en punta y la boca abierta en un inaudible gruñido.

¿Qué eran esas manchas oscuras en la camisa mugrienta del ermitaño? ¿Manchas de sangre? Un escalofrío de miedo me recorrió la espalda.

Lobo miraba fijamente y sin parpadear, sin mover ni un solo músculo. El ermitaño desapareció por detrás de los altos matorrales. No lo veíamos, pero todavía oíamos sus pisadas sobre las hojas muertas y las ramitas caídas.

Eché un vistazo a Lobo. El perrazo agitaba la cabeza como si tratara de expulsar al ermitaño de ella. La cola se balanceaba despacio y se le relajaba todo el cuerpo. Gimoteó en voz baja, como si me explicara lo muy asustado que había estado.

—Está bien, perrito —dije con suavidad, y le acaricié la cabeza. Terminó de gemir y me lamió la muñeca.

—¡Ese tipo es repulsivo! —exclamó Will, levantándose lentamente del suelo.

—Incluso ha asustado al perro —comenté, y volví a acariciar a Lobo—. ¿Qué crees que llevaba en el saco?

—Seguro que la cabeza de alguien —dijo Will, con los ojos horrorizados.

Me eché a reír pero me detuve cuando vi que no estaba bromeando.

—Todos dicen que no es peligroso —dije.

—Tenía toda la pechera de la camisa manchada de sangre —dijo con un estremecimiento. Se pasó la mano por el pelo con nerviosismo.

La luz se debilitaba con rapidez mientras las nubes tapaban el sol. Largas sombras se extendían por la ciénaga. El palo que Will había arrojado había desaparecido engullido por el agua, densa y turbia.

—Volvamos a casa —sugerí.

—Vale, vale, de acuerdo —contestó Will al momento.

Llamé a Lobo, que estaba explorando los altos matorrales, e iniciamos el regreso por el sendero serpenteante.

Una suave brisa mecía los árboles y hacía crujir las hojas de las palmeras. Altos helechos se agitaban por el viento y las sombras se tornaban más profundas y oscuras.

Mientras caminábamos, oía detrás de nosotros el ruido que hacía Lobo al pasar entre los arbustos y matorrales.

Estábamos casi en la zona donde se acababan los árboles y empezaba la hierba uniforme que conducía a los jardines traseros. Así que nos encontrábamos casi fuera del pantano cuando Will se detuvo súbitamente. Vi que su boca se abría en una expresión de horror. Me volví para seguir su mirada y entonces se me escapó un grito. Cerré los ojos para ahuyentar la horripilante visión.