—¡Rápido, escondámonos! —dije en voz alta.
Will se escondió detrás de un denso matorral. Traté de seguirle, pero no había suficiente espacio para los dos.
Me arrastré con las manos y las rodillas y busqué desesperadamente un lugar para ocultarme.
Las pisadas se acercaban, y el crujido de las hojas muertas sonaba cada vez más fuerte.
Gateé hacia unas zarzas pero no me ocultaban del todo, y los helechos de enfrente eran demasiado pequeños. Las pisadas estaban más cerca, cada vez más cerca.
—¡Escóndete! ¡Escóndete! —dijo Will.
Pero estaba atrapado, sin protección. Estaba cogido. Intenté enderezarme justo cuando apareció nuestro perseguidor.
—¡Lobo! —chillé.
El rabo del perrazo empezó a moverse como loco en cuanto me vio. Lanzó un ladrido de alegría y saltó.
—¡No! —conseguí decir en voz alta.
Apoyó las patas de delante en mi pecho y caí hacia los matorrales, sobre Will.
—¡Eh! —exclamé, levantándome.
Lobo ladró con alegría y empezó a lamerme la cara. Casi me asfixia.
—¡Lobo... quita, quita! —le ordené. Empecé a sacarme las hojas secas de la camiseta—. Lobo, no hagas eso, no eres una pequeña mascota, ¿sabes?
—¿Cómo nos ha encontrado? —preguntó Will mientras se sacudía la culera del pantalón.
—Supongo que porque tiene buen olfato —dije, y miré hacia abajo al feliz y jadeante animal—. A lo mejor es medio perro cazador o algo así.
—Vamos a la ciénaga —propuso Will con impaciencia. Él encabezaba la marcha, pero Lobo lo empujó para adelantarlo y estuvo a puntó de derribarlo al suelo. Después continuó hacia la ciénaga, dando zancadas largas y firmes con sus poderosas patas.
—Parece como si Lobo supiera hacia dónde vamos —dije un poco sorprendido.
—Quizás ha estado antes —respondió Will—. Quizás es un perro de los pantanos.
—A lo mejor —dije pensativo, y miré a Lobo.
«¿De dónde sales, perrito?», me pregunté.
La verdad es que parecía que el pantano fuera su casa.
Al cabo de un rato llegamos al borde de la ciénaga. Me limpié el sudor de la frente con el dorso de la mano y observé la charca ovalada.
La superficie verdusca brillaba con los rayos del sol. Había miles de insectos minúsculos y blancos revoloteando por encima, y al atrapar la luz refulgían como diamantes.
Will cogió una ramita, la partió en dos por la mitad y después tiró uno de los trozos al aire. El palo golpeó la superficie con un sonido seco y se quedó flotando, sin hundirse.
—¡Qué extraño! —dije—. ¿Por qué no echamos algo más pesado?
Empecé a buscar, pero de pronto oí un gruñido no muy fuerte y me volví. Me sorprendió que fuera Lobo el que gruñía. Había bajado su gran cabeza y tenía todo el cuerpo en posición de ataque. Enseñaba sus afilados colmillos y no paraba de gruñir.
—Huele a peligro —dije en un murmullo.