—¡Me... me ha cogido! —grité cuando me empujaba hacia el suelo y me saltaba sobre el pecho—. ¡Socorro! ¡Me está... me está lamiendo la cara!

Estaba tan asustado que tardé en darme cuenta de que mi atacante era un perro. Cuando papá y mamá acudieron a ayudarme y me retiraron el gran animal de encima, me puse a reír.

—¡Eh, que me haces cosquillas! ¡Estáte quieto!

Me limpié la saliva del perro de la cara y me puse de pie.

—¿De dónde sales? —preguntó mamá al perro. Papá y ella tenían cogido al enorme animal.

Lo soltaron. Se quedó moviendo la cola con alegría y jadeando con una lengua roja que le colgaba casi hasta el suelo.

—¡Qué grande es! —exclamó papá—. Debe de ser una mezcla de perro pastor.

Yo seguía limpiándome la saliva pegajosa de las mejillas.

—Me has dado un susto de muerte, perrito —dije.

Acerqué la mano y le acaricié la grisácea pelambrera de la cabeza. Su enorme cola comenzó a menearse más deprisa.

—Le gustas —dijo mamá.

—¡Casi me mata! —exclamé—. Míralo, seguro que pesa más de cincuenta kilos.

—¿Fuiste tú el que estuvo rascando la puerta anoche? —Emily apareció en la entrada. Todavía llevaba la camiseta larga que usaba de pijama—. Me parece que eso aclara el misterio —me dijo bostezando, y se colocó el pelo rubio detrás de los hombros.

—Es posible —mascullé.

Me arrodillé al lado del perrazo y le acaricié la espalda. Giró la cabeza y me volvió a lamer la mejilla.

—¡Puaj! ¡Ya vale! —le dije.

—¿De quién será? —dijo mamá mientras miraba al perro con ojos pensativos—. Grady, mira a ver el collar, quizá lleve una chapa de identificación.

Le agarré el ancho cuello y tanteé en la pelambrera en busca de un collar.

—No tiene —anuncié.

—A lo mejor es un perro callejero y por eso anoche rascaba la puerta —gritó Emily desde la cocina.

—Sí —dije al instante—. Necesita un sitio para vivir.

—¡Espera! —dijo mamá mientras negaba con la cabeza—. Me parece que no necesitamos ningún perro, Grady. Nos acabamos de mudar y...

—¡Pero mamá, necesito una mascota! —insistí—. Estoy aquí muy solo. Sería estupendo tener un perro, mamá. Me haría compañía.

—Tienes los ciervos —dijo papá mientras bostezaba. Se giró hacia el cercado. Los seis ciervos miraban al perro con recelo.

—¡No se puede sacar a pasear un ciervo! —protesté—. Además vas a soltarlos, ¿verdad?

—Seguro que tiene amo —dijo mamá—. No puedes quedarte con el primer perro que pasa por aquí. Además es demasiado grande para...

—Va, dejad que se lo quede —dijo Emily en voz alta desde la cocina.

La miré asombrado. No podía recordar la última vez que Emily y yo habíamos estado del mismo lado durante una discusión familiar.

La conversación continuó unos minutos más. Todos estábamos de acuerdo en que parecía un perro dulce y tranquilo a pesar de su enorme tamaño. La verdad es que era muy cariñoso, porque no paraba de lamerme.

Levanté la mirada y vi a Will que salía de su casa y se acercaba a nosotros atravesando el jardín de atrás. Llevaba una camisa azul sin mangas y unos pantalones cortos de ciclista de lycra, del mismo color.

—¡Hola! ¡Mira lo que hemos encontrado! —dije en voz alta.

Presenté a Will a mis padres. Emily había vuelto a su habitación para vestirse.

—¿Habías visto alguna vez a este perro? —preguntó papá a Will—. ¿Sabes si es de alguien de por aquí?

Will negó con la cabeza.

—No, es la primera vez que lo veo. —Le acarició la cabeza con cautela.

—¿De dónde sales, perrito? —le pregunté mientras le miraba a los ojos azulados.

—Se parece más a un lobo que a un perro —afirmó Will.

—Es verdad —dije—. ¿Por eso estuviste aullando como un lobo toda la noche? —pregunté al perro. Quiso lamerme la nariz, pero retiré la cara a tiempo.

Miré a Will.

—¿Oíste anoche los aullidos? Eran muy extraños.

—No, no oí nada —dijo Will—. Duermo como un tronco. Mi padre me despierta con un megáfono por las mañanas. ¡De verdad!

Todos nos pusimos a reír.

—La verdad es que tiene aspecto de lobo —comentó mamá, mirando los ojos azules del perro.

—Los lobos son más flacos —precisó papá—. Y tienen el hocico más estrecho. Puede que sea una mezcla de lobo, aunque no es muy probable en esta zona geográfica.

—Le llamaremos Lobo —sugerí con entusiasmo—. Es un nombre perfecto. —Me levanté—. Hola, Lobo. ¡Lobo! ¡Eh, Lobo! —Las orejas se le pusieron de punta—. ¿Veis? ¡Le gusta el nombre! —dije—. ¡Lobo! ¡Lobo! —Dio un ladrido—. ¿Puedo quedármelo? —pregunté.

Mamá y papá se intercambiaron las miradas unos instantes.

—Ya veremos —dijo mamá.

Esa misma tarde, Will y yo nos dirigimos al pantano para explorarlo. Las pesadillas no se me habían borrado de la cabeza, pero hice un esfuerzo por olvidarlas.

El sol ardía en un cielo claro y sin nubes y hacía un calor asfixiante. Cuando cruzábamos el jardín de atrás pensé que quizá se estuviera más fresco en la frondosa sombra del pantano.

Eché un vistazo a Lobo. Estaba tumbado y durmiendo la siesta al sol. Tenía las cuatro patas estiradas hacia delante.

Antes le habíamos dado de comer algunas sobras de rosbif de la cena de la noche anterior. Se lo había zampado todo casi de un bocado. Después se había bebido un bol entero de agua y se había tumbado sobre la hierba, en la entrada.

Will y yo seguíamos el sendero hacia los árboles inclinados. Cuatro o cinco mariposas monarcas de color negro y naranja revoloteaban por un campo de flores silvestres.

—¡Eh! —grité mientras se me hundía el pie en una parte cenagosa del camino. Cuando retiré la zapatilla, estaba cubierta de barro.

—¿Has visto la ciénaga? —preguntó Will—. Es muy chula.

—Vale, vayamos allí —contesté con entusiasmo—. Podemos lanzar palos y otras cosas parecidas para ver cómo se hunden.

—¿Tú crees que se habrá hundido alguien allí? —preguntó Will, pensativo. Se espantó un mosquito de la frente y después se rascó la cabeza por entre el pelo castaño, oscuro y corto.

—Es posible —dije, y le seguí cuando salía del sendero y atravesaba una amplia zona de cañas altas—. ¿Tú crees que podría tragarse a una persona como si fueran arenas movedizas?

—Mi padre dice que no existen las arenas movedizas —comentó Will.

—Pues yo me juego lo que quieras a que sí —le dije—. Y seguro que alguien ha caído por accidente y se lo ha tragado. Si tuviéramos una caña de pescar podríamos lanzar un sedal y recuperaríamos los huesos.

—¡Qué asco! —exclamó Will.

Caminábamos sobre una capa marrón de hojas muertas, y nuestras zapatillas crujían ruidosamente cuando pasábamos bajo las enmarañadas hojas de las palmeras, camino de la ciénaga.

De repente Will se detuvo y se puso el índice en los labios para pedir silencio. También yo lo oí. El crujido de unos pasos detrás de nosotros. Nos quedamos inmóviles en el sitio. Las pisadas se acercaban más.

Will puso cara de miedo.

—Alguien nos sigue —murmuró—. ¡Es el ermitaño!