Una ráfaga de aire caliente y húmedo se coló por la puerta abierta y me saludó el canto de las cigarras.

Mientras sujetaba la puerta, inspeccioné el jardín trasero en la oscuridad. Nada. La luna casi llena, amarilla como un limón, flotaba en lo alto del cielo, un poco velada por nubecillas oscuras.

De repente las cigarras cesaron de cantar y todo se quedó en silencio. Demasiado silencio. Con los ojos entrecerrados miré hacia lo lejos, hacia la oscuridad del pantano. No se movía ni oía nada.

Esperé a que los ojos se me acostumbraran a la oscuridad. La luz de la luna brillaba sobre la hierba y se veía en la lejanía, donde empezaba el pantano, el contorno oscuro de los árboles inclinados.

¿Quién o qué había arañado la puerta? ¿Me estaba mirando ahora, escondido en la sombra? ¿Estaba esperando a que cerrara para volver a empezar con sus aterradores aullidos?

—Ciérrala, Grady —dijo mi hermana en un tono de voz muy asustado—. ¿Ves algo?

—No —le contesté—. Sólo la luna.

Me aventuré hacia la entrada trasera del jardín. El aire era caliente y húmedo como el ambiente en el cuarto de baño después de haberse duchado.

—Grady, vuelve y cierra —dijo Emily con voz temblorosa.

Eché un vistazo al cercado de los ciervos. Vi sus formas borrosas, inmóviles y silenciosas. El viento caliente hacía susurrar la hierba, y las cigarras volvieron a cantar.

—¿Hay alguien ahí? —dije en voz alta, y me sentí ridículo al instante. No había nadie, naturalmente.

—Grady, cierra ahora mismo.

Sentí que la mano de Emily se posaba en la manga de mi pijama. Me arrastró hacia el interior de la cocina. Cerré la puerta y puse el candado.

Tenía escalofríos, la cara mojada por el aire húmedo de la noche, y me temblaban las rodillas.

—Parece que no te encuentras bien —dijo Emily. Echó una ojeada a la puerta por encima de mi hombro—. ¿Has visto algo?

—No —le repliqué—. Nada. Está todo muy oscuro, incluso con luna llena.

—¿Qué pasa aquí? —nos interrumpió una voz en tono severo.

Papá avanzó pesadamente hacia la habitación, ajustándose el cuello de la camisa del pijama.

—Es más de medianoche. —Nos miró alternativamente en busca de una respuesta.

—Hemos oído ruidos—dijo Emily—. Aullidos, allá fuera.

—Y después algo empezó a arañar la puerta —añadí yo, y traté de que las rodillas dejaran de moverse.

—Pesadillas debido a la fiebre —concluyó papá—. Mírate, estás rojo como un tomate y tiritando. Voy a ponerte el termómetro, debes de estar ardiendo.

Se encaminó al cuarto de baño para buscarlo.

—No era una pesadilla —le comentó Emily mientras lo seguía—. Yo también he oído aullidos.

Papá se paró en el umbral de la puerta.

—¿Has revisado la cerca de los ciervos?

—Sí, están bien —respondí.

—Entonces habrá sido el viento o algún animal del pantano. Es difícil dormir en una casa nueva. Los ruidos son diferentes y poco familiares, pero ya os acostumbraréis con el tiempo.

«Nunca me voy a acostumbrar a esos aullidos horribles», pensé tercamente, pero volví a mi habitación.

Papa me puso el termómetro. Sólo tenía unas décimas de fiebre.

—Mañana ya estarás completamente bien —dijo, y me tapó con la manta—. Y no más paseos por hoy, ¿de acuerdo?

Murmuré la respuesta, y casi al instante me sumergí en un sueño agitado.

Volví a tener pesadillas extrañas y perturbadoras. Soñé que andaba por el pantano, que oía los aullidos y que veía brillar la luna llena entre los árboles de troncos delgados. Empezaba a correr y entonces, súbitamente, me encontraba hundido hasta la cintura en una densa ciénaga verdusca. Los aullidos continuaban resonando sin interrupción entre los árboles mientras me hundía en la ciénaga tenebrosa.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, el sueño me seguía dando vueltas en la cabeza. Me pregunté si los aullidos habrían sido reales o fruto de mi imaginación.

Mientras me levantaba de la cama, comprobé que me encontraba bien. La amarillenta luz del sol se filtraba por la ventana y se veía el cielo claro y azul. La belleza del día me hizo olvidar mis malos sueños.

Me pregunté si Will rondaría cerca y si podríamos explorar el pantano.

Me vestí con rapidez, me puse unos tejanos azules y una camiseta negra y plateada de los Raiders. No soy un hincha suyo, pero me gustan sus colores.

Me tragué un bol de cereales, dejé que mamá me pusiera la mano en la frente para que comprobara que no tenía fiebre, y corrí a la puerta de atrás.

—¡Espera! —me llamó mamá mientras colocaba en la mesa la taza de café—. ¿Adonde vas a estas horas?

—Quiero ver si Will está en casa —respondí—. Quizá vayamos a pasear por el pantano.

—De acuerdo, pero ten cuidado y no te canses demasiado —me avisó—. ¿Prometido?

—Prometido —contesté.

Abrí la puerta de la cocina, salí a la luz cegadora del sol y... lancé un grito de terror cuando un monstruo enorme y oscuro se me abalanzó sobre el pecho y me derribó en la hierba.