Di un grito ahogado.
Estaba agarrando con tanta fuerza la encimera que me dolía la mano.
—¿Quién está ahí? —pregunté en un susurro.
Se encendió la luz de la cocina.
—¡Emily! —grité de sorpresa y alivio—. Emily...
—¿Has oído los aullidos? —me preguntó. Hablaba en un murmullo y sus ojos azules se clavaron en los míos.
—Sí, me han despertado —contesté—. Sonaban muy furiosos.
—Como un grito de caza —dijo Emily—. Tienes una pinta muy rara, Grady. ¿Te encuentras bien? —La pregunta me cogió por sorpresa—. Tienes la cara toda roja —continuó mi hermana—. Y mírate, estás tiritando.
—Me parece que vuelvo a tener fiebre —le dije.
—La fiebre del pantano —masculló mientras me examinaba—. Tal vez es la fiebre del pantano de la que me has hablado.
Me giré hacia la puerta de la cocina.
—¿Has oído los arañazos en la puerta de atrás? —pregunté.
—Sí —respondió en voz baja. Fijó la mirada en la puerta. Escuchamos. Silencio—. ¿Crees que se habrá escapado alguno de los ciervos? —preguntó, y dio unos pasos hacia la entrada. Tenía los brazos cruzados delante de su bata blanca y rosa.
—¿Crees que un ciervo arañaría la puerta? —le pregunté.
Era una pregunta tan tonta que los dos soltamos una carcajada.
—¡A lo mejor quería un vaso de agua! —exclamó Emily, y nos echamos a reír, aunque era una risa nerviosa y falsa.
Dejamos de reír al mismo tiempo y escuchamos. Otro aullido se elevó como una sirena de la policía. Vi que Emily entrecerraba los ojos por el miedo.
—¡Es un lobo! —dijo en voz muy baja. Se puso una mano en la boca—. Sólo los lobos aúllan así, Grady.
—Venga, Emily —empecé a protestar.
—No, es verdad —insistió—. Es el aullido de un lobo.
—No digas tonterías, Em —le dije, y me senté en un taburete—. No hay lobos en los pantanos de
Florida. Lo puedes comprobar en las guías, y si no te lo crees, pregunta a papá y a mamá. Los lobos no viven en los pantanos.
Empezó a contradecirme, pero un ruido en la puerta la hizo detenerse. Rac, rac, rac. Lo oímos los dos y soltamos un grito ahogado.
—¿Qué es eso? —susurré, y después, al observarla, añadí con rapidez—: No repitas que es un lobo.
—No... no sé —contestó con las manos cerca de la cara y una expresión de miedo en el semblante—. Vamos a buscar a papá y a mamá.
Agarré el pomo de la puerta.
—Echemos un vistazo —dije.
No sabía de dónde me había salido ese súbito coraje. A lo mejor era la fiebre, pero de pronto sólo me interesaba resolver el misterio. ¿Quién o qué estaba rascando la puerta? Había una buena manera de descubrirlo... Salir afuera.
—¡No, Grady, espera! —me rogó Emily.
No le hice caso. Giré el pomo y abrí la puerta de la cocina.