Unas noches después oí por primera vez los extraños y aterradores aullidos.
La fiebre me había subido a treinta y ocho y medio, se mantuvo así durante un día, después remitió y me volvió a subir de nuevo.
—¡Es la fiebre del pantano! —les dije a mis padres al anochecer—. Pronto voy a actuar como un loco.
—Ahora sí que te estás comportando como un loco —se burló mamá, y me dio un vaso de zumo de naranja—. Bebe, tienes que beber mucho.
—Beber no cura la fiebre del pantano —dije con tristeza, aunque de todos modos cogí el vaso—. No hay cura para eso.
Mamá chasqueó la lengua y papá continuó leyendo una revista científica.
Esa noche tuve sueños raros e inquietantes. Yo estaba en Vermont y corría por la nieve porque algo me perseguía. Tenía la sensación de que era el ermitaño del pantano. Corría sin parar, hacía mucho frío y temblaba. Me giraba para ver quién me seguía, pero no había nadie y de repente me encontraba en el pantano. Estaba hundiéndome en una ciénaga verde y densa que borboteaba a mi alrededor y hacía unos asquerosos ruidos de succión. Estaba tragándome, tragándome...
Los aullidos me despertaron. Me enderecé en la cama y miré fijamente a través de la ventana la luna, que estaba casi llena. Flotaba directamente enfrente, plateada y brillante en el cielo azul claro.
Un aullido prolongado se elevó en el aire de la noche y me di cuenta de que estaba tiritando y sudando de arriba abajo. El pijama se me pegaba a la espalda. Agarré con fuerza el cubrecama y escuché con atención. Otro aullido. ¿El grito de un animal desde el pantano? Los aullidos, largos y furiosos, sonaban cerca, justo debajo de la ventana.
Aparté la colcha y salté de la cama. Cuando me levanté todavía temblaba, y la cabeza parecía que iba a estallarme. Me di cuenta de que aún tenía fiebre.
Otro aullido largo. Fui hacia el pasillo, con las piernas temblorosas. Quería saber si mis padres también los habían oído. Andaba a oscuras y tropecé con la mesita, porque aún no estaba habituado a la nueva casa.
Tenía los pies fríos como el hielo, pero en cambio la cabeza me ardía. Me froté la rodilla que me había golpeado, esperé a que mis ojos se habituaran a la oscuridad y después bajé hacia el vestíbulo.
La habitación de mis padres estaba justo pasada la cocina, en la parte trasera de la casa. Me detuve a medio camino. ¿Qué era aquel ruido? ¿Arañazos? Contuve el aliento. Estaba helado y con los brazos rígidos a los lados. Escuché y volví a oír el ruido por encima del martilleo del corazón. Rac, rac, rac. Alguien, o algo, estaba rascando en la puerta de la cocina.
Entonces oí otro aullido, muy cerca, tremendamente cerca. Rac, rac, rac. ¿Qué podía ser? ¿Algún animal junto a la casa? ¿Un animal del pantano que estaba aullando y arañando la puerta?
Solté el aliento que había estado conteniendo un buen rato y aspiré una nueva bocanada de aire.
Escuché con atención para forzarme a oír algo por encima de los martilleos del corazón.
El frigorífico se puso automáticamente en marcha y el ruido casi me hizo saltar del susto. Me agarré a la encimera. Tenía las manos tan frías como los pies, frías y sudorosas.
Escuché. Rac, rac, rac. Di un paso hacia la puerta de la cocina y me paré. Un estremecimiento de miedo me recorrió la espalda. Me di cuenta de que no estaba solo. Alguien estaba allí y respiraba a mi lado, en la cocina a oscuras.