«¡Me ha encontrado! ¡ El ermitaño del pantano me ha encontrado! ¡Y ahora me ha cogido!» Ésos eran los pensamientos que surgieron en mi mente.
Me giré y solté un grito cuando vi que no era el ermitaño del pantano sino un niño.
—Hola —me saludó—. Creía que me habías visto. No quería asustarte. —Tenía una voz curiosa, áspera y ronca.
—¡Eh! Bueno... no importa —tartamudeé.
—Te he visto en el jardín —dijo—. Vivo por allí. —Señaló hacia la casa que estaba dos puertas más allá—. Hace poco que os habéis instalado, ¿verdad?
Dije que sí con la cabeza.
—Me llamo Grady Tucker. —Me pasé la pelota a la otra mano—. ¿Y tú cómo te llamas?
—Will, Will Blake —contestó con su voz ronca.
Era más o menos tan alto como yo, pero más corpulento, más grande. Tenía los hombros más anchos y el cuello más robusto. Me recordó a un defensa de fútbol americano.
Tenía el pelo castaño oscuro y lo llevaba muy corto, en punta por arriba, como un erizo, y aplastado a los lados. Vestía una camiseta a rayas blancas y azules y unos pantalones tejanos cortos.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Doce —respondí.
—Yo también —dijo mientras miraba fijamente por encima de mi hombro a los ciervos—. Creía que quizá tenías once. Lo que quiero decir es que pareces más pequeño.
Me molestó que dijera eso, pero decidí no hacer caso.
—¿Desde cuándo vives aquí? —le pregunté, pasándome la pelota de una mano a otra.
—Hace pocos meses —contestó.
—¿Hay más chicos de nuestra edad? —pregunté, y eché un vistazo al grupo de seis casas.
—Sí, hay una chica, pero es un poco rara.
El sol se estaba escondiendo a lo lejos detrás de los árboles del pantano. El cielo estaba de color escarlata oscuro. De repente empezó a refrescar. Muy arriba, en el cielo, podía ver la pálida luna casi llena.
Will se dirigió hacia el cercado y yo lo seguí. Andaba con rapidez, balanceando los hombros a cada paso. Introdujo la mano por la malla metálica y dejó que un ciervo le lamiera la mano.
—¿Tu padre trabaja también para el Servicio Forestal? —preguntó con los ojos fijos en el ciervo.
—No —le respondí—. Mis padres son científicos y están estudiando el comportamiento de esos ciervos.
—¡Qué aspecto más raro tienen! —exclamó Will. Sacó la mano mojada de dentro del cercado y la sostuvo en alto—. ¡Puaj!, baba de ciervo.
Me eché a reír.
—Son ciervos de los pantanos —le dije, y le pasé la pelota. Nos separámos de la malla metálica y empezamos a lanzárnosla hacia delante y hacia atrás.
—¿Has estado en el pantano? —preguntó.
No pude coger la pelota que me tiró y tuve que perseguirla por la hierba.
—Sí, esta misma tarde —respondí—. Con mi hermana. Nos hemos perdido. —Se rió por lo bajo—. ¿Sabes por qué lo llaman el pantano de la Fiebre? —le pregunté mientras le lanzaba una pelota alta.
Estaba oscureciendo rápidamente y era difícil ver el paisaje. A pesar de ello consiguió coger la pelota con una sola mano.
—Sí, mi padre me contó la historia —contestó Will—. Me parece que pasó hace cien años, o quizás hace más tiempo. Todo el pueblo se puso enfermo debido a una extraña fiebre.
—¿Todo el mundo? —pregunté.
Mi nuevo amigo asintió.
—Todos los que habían estado en el pantano. —Sostuvo la pelota y se acercó—. Mi padre me explicó que la fiebre duraba varias semanas, a veces incluso meses. Murió muchísima gente por su culpa.
—¡Qué horror! —murmuré, y eché un vistazo a través del jardín hacia los árboles oscuros del pantano.
—Y los que no murieron por la fiebre empezaron a actuar de una forma muy extraña —continuó Will. Tenía los ojos entrecerrados y brillantes—. Empezaron a hablar como locos, sin ningún sentido. Sólo decían palabras incongruentes y no podían andar muy bien. Se caían todo el rato y caminaban en círculos.
—¡Qué extraño! —comenté, con los ojos todavía fijos en el pantano.
El color del cielo pasó de escarlata a púrpura oscuro. La luna casi llena parecía resplandecer con más intensidad.
—Desde entonces le llaman el pantano de la Fiebre —concluyó Will, y me lanzó la pelota—. Tengo que volver a casa.
—¿Has visto alguna vez al ermitaño que vive allí? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—No, he oído hablar de él, pero nunca lo he visto.
—Yo sí —le dije—. Mi hermana y yo lo hemos visto esta tarde. Hemos encontrado su cabaña.
—¡Qué interesante! —exclamó Will—. ¿Hablasteis con él?
—¡Qué va! —respondí—. Nos persiguió.
—¿De verdad? —Puso cara de asombro—. ¿Por qué?
—No lo sé, estábamos muy asustados —reconocí.
—Tengo que irme —repitió Will. Empezó a dirigirse sin prisa hacia su casa—. Oye, a lo mejor tú y yo podemos explorar juntos el pantano —dijo.
—Sería estupendo —le contesté.
Estaba un poco más animado. Tenía un nuevo amigo. Pensé que quizá no fuera tan malo vivir en ese lugar.
Vi que Will se dirigía hacia uno de los lados de su casa, dos puertas más allá. Era casi idéntica a la nuestra, aunque no tenía un cercado con ciervos en la parte de atrás, por supuesto.
En el jardín trasero había un pequeño tobogán y un balancín, y me pregunté si tendría un hermano o hermana más pequeños.
Pensé en Emily cuando me dirigía a casa. Sabía que estaría envidiosa de que hubiera hecho un nuevo amigo. Pobre Emily, estaba muy triste sin el bobo de Martin cerca de ella. Nunca me había gustado Martin. Siempre me llamaba «chaval».
Vi a uno de los ciervos tumbándose en el suelo, doblando las patas con gracia. Otro hizo lo mismo. Estaban aposentándose para pasar la noche.
Cuando entré en casa, todos estaban en la sala de estar, viendo un documental sobre tiburones en el canal Documenta. A mis padres les encanta ese canal. Qué raro, ¿verdad?
Lo miré durante un rato y después me di cuenta que no me encontraba muy bien. Me dolía la cabeza, tenía escalofríos y un agudo martilleo en las sienes.
Se lo dije a mamá, que se acercó a mi silla.
—Estás colorado —dijo, y me miró con preocupación. Me puso una manó tibia en la frente y la dejó allí unos segundos—. Grady, tienes un poco de fiebre —afirmó.