Cuando estaba a punto de abrir la rudimentaria puerta, se abrió hacia fuera y casi nos golpeó. Saltamos hacia atrás en el mismo momento en que un hombre salía súbitamente del interior de la choza.
Nos fulminó con unos ojos negros y salvajes. Tenía el pelo canoso, hasta más abajo de los hombros, sujeto en una coleta. Tenía la cara muy roja, tal vez quemada por el sol o tal vez roja por la ira. Nos miraba fijamente con un amenazante ceño fruncido y estaba encorvado, de estar dentro de la choza baja.
Llevaba una amplia camiseta, sucia de manchas y arrugada, y unos pantalones que le montaban sobre las sandalias.
Mientras nos observaba con sus increíbles ojos negros, abrió la boca, mostrando dos hileras de dientes irregulares y amarillentos.
Me arrimé a mi hermana y di un paso hacia atrás. Quería preguntarle quién era y por qué vivía en el pantano. También quería preguntarle si podía ayudarnos a volver a casa. Se me ocurrían montones de preguntas, pero lo único que pude pronunciar fue:
—Eh... lo siento.
Entonces me di cuenta de que Emily ya estaba corriendo. Su cola de caballo volaba a su espalda mientras atravesaba la alta maleza. Un segundo después yo corría detrás de ella. El corazón me latía alocado y las sandalias se me hundían en el terreno pantanoso.
—¡Eh, Emily... espera! ¡Espera!
Pisé la áspera alfombra que formaban las hojas muertas y las ramitas caídas. Mientras intentaba alcanzarla, eché un vistazo a mis espaldas... y solté un grito de terror.
—¡Emily, nos está persiguiendo!