—¡No puedo creerlo! —gritó Emily.

Dos totís salieron volando y graznando con enfado.

—¿Y ahora qué hacemos? —se preguntó en voz alta.

Emily no sabe reaccionar ante una emergencia. Un día tuvo un pinchazo en Burlington, durante su primera clase práctica para sacarse el carné de conducir, y lo único que se le ocurrió fue salir del coche y largarse. Así que ahora no esperaba que estuviera tranquila y relajada.

Como nos encontrábamos totalmente perdidos en medio de una oscura y calurosa zona pantanosa, preveía un inminente ataque de pánico, y lo tuvo, por supuesto.

Yo soy el tranquilo de la familia, y en eso me parezco a papá: frío y científico.

—Calculemos cuál es la dirección del sol —le dije mientras ignoraba los fuertes latidos que sentía en el pecho.

—¿Qué sol? —preguntó a gritos, levantando los brazos.

Estaba realmente oscuro. Las palmeras con sus amplias hojas formaban un techo bastante sólido sobre nosotros.

—Bueno, podríamos estudiar el musgo —sugerí. El corazón me latía cada vez más rápido—. Crece en el lado norte del tronco de los árboles, ¿no?

—Me parece que es en el lado este —refunfuñó Emily—. ¿O es en el oeste?

—Estoy completamente seguro de que es en el lado norte —insistí, echando una mirada alrededor.

—¿Completamente seguro? ¿Cuánto es «completamente seguro» ? —preguntó mi hermana a gritos.

—Olvídate del musgo —dije, entrecerrando los ojos—. Nunca estoy seguro de cómo es el musgo.

Nos miramos fijamente a los ojos un buen rato.

—Solías llevar contigo una brújula a todas partes, ¿no? —preguntó Emily, aunque con poca firmeza.

—Sí, cuando tenía cuatro años —respondí.

—Parece imposible que hayamos sido tan estúpidos —afirmó Emily a gritos—. Tendríamos que haber cogido uno de los radiotransmisores de los ciervos, y así papá podría localizarnos.

—Tendría que haberme puesto tejanos largos —refunfuñé, porque vi que tenía unas minúsculas ronchas rojas en la pantorrilla. ¿Alguna hiedra venenosa?

—¿Qué hacemos? —preguntó Emily con impaciencia, al tiempo que se secaba el sudor con la mano.

—Supongo que volver a la colina —le respondí—. Allí no había árboles y hacía sol. Cuando veamos dónde está el sol podremos encontrar el camino de vuelta a casa.

—Pero, ¿dónde está la colina? —preguntó Emily.

Di unas vueltas sobre mí mismo. ¿Estaba detrás de nosotros? ¿A la derecha? Un escalofrío me recorrió la espalda al darme cuenta deque no lo sabía. Me encogí de hombros.

—Estamos perdidos —dije con un suspiro.

—Sigamos ese camino —decidió Emily, y empezó a caminar—. Tengo la sensación de que es en esa dirección. Si llegamos a la ciénaga, sabremos regresar.

—¿Y si no la encontramos?—le pregunté.

—Buscaremos otra solución —respondió.

Maravilloso. No valía la pena discutir con ella, de modo que la seguí.

Anduvimos en silencio, acompañados del estridente zumbido de los insectos. Los gritos de los pájaros nos llamaban la atención. Después de un rato, atravesamos un grupo de juncos altos y duros.

—¿Hemos estado antes en este lugar?—preguntó mi hermana.

No estaba seguro. Aparté un junco para pasar y después me di cuenta de que tenía algo pegajoso en la mano.

—¡Puaj!

—¡Fíjate, Grady! —El grito nervioso de Emily me hizo levantar la mirada de la pegajosa porquería verde que se me había adherido a la mano.

—¡La ciénaga! —Estaba justo enfrente de nosotros. La misma donde habíamos parado antes.

—¡Bien! —exclamó Emily—. Lo sabía, era un presentimiento.

La borboteante charca verde nos saludó. Después de pasarla, empezamos a correr. Sabíamos que éste era el buen camino y que nos encontrábamos cerca de casa.

—Abre paso —dije con alegría, y adelanté a mi hermana—. Paso.

Volvía a sentirme realmente bien, pero de pronto algo me atrapó, me agarró el tobillo y me arrojó sobre el terreno pantanoso.