En el momento que empezaba a caer en el borboteante estofado verdoso, las mismas manos me cogieron por la cintura y tiraron de mí.

Emily soltó una risita.

—¡Te pillé! —gritó, agarrándome para que no pudiera girarme y le diera un tortazo.

—¡Eh, suéltame! —me quejé enfadado—. ¡Casi me tiras a las arenas movedizas! ¡No tiene ninguna gracia!

Emily volvió a reír y me soltó.

—No son arenas movedizas, tonto —murmuró—. Es una ciénaga.

—¿Qué? —Volví a mirar él agua burbujeante y verdosa.

—Es una ciénaga. Una turbera —repitió con impaciencia—. No sabes nada.

—¿Qué es una turbera? —pregunté, pasando de sus insultos. Emily la Sabelotodo. Siempre alardea de que lo sabe todo y dice que yo soy un tonto, pero ella saca notables en el colegio y yo sobresalientes. Así que, ¿quién es el más listo?

—Este año hemos estudiado los terrenos pantanosos y la selva tropical —contestó con aire de suficiencia—. La charca es espesa porque tiene turba creciendo. El musgo crece y crece y absorbe veinticinco veces su propio peso en agua.

—¡Qué aspecto más desagradable! —exclamé.

—¿Por qué no bebes un poco y compruebas cómo sabe? —me incitó.

Intentó empujarme de nuevo pero la esquivé.

—No tengo sed —dije. Me di cuenta de que la respuesta no era muy brillante, pero fue lo único que se me ocurrió.

—Marchémonos —propuso, y se quitó rápidamente el sudor de la frente con la mano—. Tengo mucho calor.

—Vale, de acuerdo —cedí de mala gana—. Ha sido un buen paseo.

Nos alejamos de la turbera y empezamos a bajar la colina.

—¡Eh, mira! —dije en voz alta mientras señalaba hacia dos sombras negras que volaban alto por encima de nosotros bajo una nube blanca.

—Halcones —afirmó Emily, e hizo pantalla sobre los ojos con una mano para observarlos. Me parece que son halcones aunque es difícil precisarlo. Lo que es seguro es que son grandes.

Los vimos desaparecer de nuestra vista y reemprendimos el descenso con precaución por el terreno húmedo y arenoso. Al final de la colina, otra vez bajo la profunda sombra de los árboles, nos paramos para recuperar el aliento. Yo estaba sudando un montón y sentía la nuca caliente y con picor. Me la froté con una mano, pero no fue de gran ayuda.

La brisa se había detenido. El aire era pesado y no se movía nada.

Unos fuertes graznidos me hicieron levantar la mirada: dos enormes totís nos vigilaban desde la rama baja de un ciprés. Volvieron a graznar como si estuvieran diciéndonos que nos fuéramos

—Por aquí —indicó Emily con un suspiro.

La seguí. Todo el cuerpo me picaba.

—Ojalá tuviéramos una piscina en la nueva casa —dije—. Me zambulliría con la ropa puesta sin pensarlo.

Caminamos durante algunos minutos. La arboleda se hacía más espesa, y la luz se debilitaba. Al final del sendero tuvimos que atravesar los altos y frondosos helechos.

—No creo... no creo que hayamos estado aquí antes —tartamudeé—. Me parece que éste no es el camino correcto.

Nos miramos fijamente y vimos el miedo reflejado en nuestras caras. Nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido.