LA SEÑORA, EL NIÑO TALLUDITO, OTRA SEÑORA, EL CARAMELITO Y VICEVERSA

—¿Quieres un caramelito, guapo?

—Sí, señora…

—Toma guapo… Cómete este caramelito.

—¿Cómo se dice? —le dijo la mamá.

—¿Cómo se dice, qué?

—¿Cómo se dice gracias?

—Gracias, se dice gracias —repuso el niño.

—¡Qué bien educadito lo tiene! ¿Y cuántos añitos tienes? —insistió la señora que anteriormente le había dado el caramelito.

—Dile a esta señora cuántos añitos tienes.

El niño no contestó y bajó la cabeza hasta el suelo.

—Vamos, nene, dile inmediatamente a esta honrada dama cuántos añitos tienes.

El niño seguía callado, sumergido en el más profundo de los silencios sepulcrales. La madre, quitándose la faja, le amonestó por segunda vez:

—Dile ahora mismo a esta señora que te dé otro caramelito y le dices cuántos años tienes.

—Señora, deme otro caramelito y le diré cuántos años tengo.

—Toma riquete, otro caramelo. ¿Quieres éste o lo prefieres de tocino?

—Lo prefiero de bacalao, porque hoy es viernes, día de vigilia.

—¡Qué cosa más rica de niño es este niño! Toma un caramelo de bacalao.

—Muchas gracias, noble dama. Que Dios le conceda mil y pico de mercedes.

—No merezco tanto, hijito.

—Bueno, pues que le conceda mil y pico de citroenes.

—Tampoco eso me merezco. Eso es mucho para mí.

—¡Bueno, pues doscientas bicicletas…!

—Sigue siendo demasiado…

—Pues entonces vaya usted a la mierda.

—Eso ya es otra cosa.

La señora de los caramelos se marchó y volvió al cabo furriel.

—¡Vengo perdida! ¡Miren cómo me he puesto!

En efecto, venía hecha una pena, completamente rebozada, como si se hubiera revolcado por un estercolero.

—¿Has visto qué obediente es esta señora? —dijo la madre, que era una verdadera santa.

—Sí, madre mía. Esta señora, además de tonta, es muy obediente. Quiero casarme con ella ahora mismo.

—Pero así… de repente… Primero tendrás que decirle cuántos añitos tienes y cómo te llamas. Esta señora no sabe quién eres.

—Además —repuso la otra señora que no era la madre y que todavía seguía oliendo—, no puedes casarte conmigo porque yo soy casada y tengo marido.

—Su marido, ¿es casado? —intervino otra señora que pasaba vendiendo mojama y pizarrines de colores.

—Sí… mi marido también está casado, desgraciadamente.

—¡Vaya un dilema! ¡Pues sí que estamos bien! ¡A ver con quién se casa ahora mi hijo! Porque mi hijo no tiene más remedio que casarse, ya lo están ustedes viendo.

—Si yo supiera de alguien —dijo la vendedora de mojama y pizarrines— se lo diría, pero así de momento…

—¡No, no…! ¡Yo quiero casarme con la señora que se ha hecho del cuerpo. Estoy locamente enamorado de ella.

La madre, angustiada, suplicó:

—¡Cásese con él, por favor se lo pido!

—Pero, y mi marido… ¿qué diría mi marido?

—Su marido no diría nada una vez muerto.

—Pero mi marido no ha muerto, mi marido es perito en la materia y en Jurjasot. Mi marido vive.

—No importa, se le puede matar en un momento… Pagándole lo que sea… ¿Le parecen mil quinientas…?

—Eso es poco, tenga en cuenta que mi marido pesa cerca de los noventa kilos…

—¿Dos mil…? ¿Dos mil trescientas?

—¡Vale! Pero, por favor, que no se entere él, porque se llevaría un disgusto tremendo.

—No se preocupe, señora, descuide usted, que no le diremos nada hasta después del óbito.

—¡Muchas gracias, son ustedes muy amables y buenos…! Que Dios les bendiga.

Ignoro cómo habrá terminado esta historia, porque como no sé cómo se llamaba el niño…