Yo quiero mucho a las señoras. Pero a las señoras de los retretes un poco menos. ¿Por qué?, se preguntarán los más curiosos. Pues muy sencillo: porque incordian tus menesteres corpóreos. Llegas a un bar, a un restaurante, a una sala de festejos, a cualquier lugar público, y ella está allí, a la puerta del retrete, cumpliendo con su deber, pero haciéndote la deposición incómoda, preguntándote si te vas a sentar, si necesitas papel, oyendo tus denuestos ventrales…
¡Perdóneme, señora de los retretes! Yo te admiro. Yo reconozco tu valor y tu paciencia. Reconozco tus méritos. Tú, señora de los retretes, sabes sufrir con estoicismo, con verdadero espíritu de Agustina Aragonesa, esos zambombazos desesperados a la par que gloriosos, que salen del cuerpo humano. De ese cuerpo que todos tenemos. Y el que diga lo contrario miente. Tú, señora de los retretes, también eres humana y tienes las mismas necesidades que nosotros, la misma misión que cualquier mortal: obrar, obrar, obrar… Por eso has de ponerte en mi lugar descanso y comprenderme. Vístete de otra manera. No te pongas bata blanca, ni azulina, ni nada que pueda delatar tu profesión, tu menester o tu locura. Disfrázate de belenista, de domadora de presidente de gobierno, de seleccionadora nacional de fútbol o incluso de presidente de gobierno. De lo que quieras, menos de señora de los retretes, porque es que nos cohíbes y no nos dejas disfrutar de nuestras necesidades fisiológicas más perentóreas.
Sé que eres mujer y como mujer eres sufrida. Y por ser sufrida sabes afrentar estos avatares, por mucho que te duelan y mucho que te huelan. Pero uno es tímido y se siente incómodo al saber que tú, señora de los retretes, que eres casta y honesta, estás oyendo cosas que no tienes por qué oír.
¡Cuántas veces me he restringido en mis meares, para que no me vieras aparecer por tercera o cuarta vez! ¡Cuántas veces he sufrido dolores Ibárruri de vejiga o he reprimido mis retortijones para que tú, ¡oh gran señora de los retretes! no dijeras: «Este está de próstata o tiene diarrea».
Por eso te quiero un poco menos, pero muy poco, que a las otras señoras. Así que si quieres que te quiera igual, no me mires cuando me veas, no te pongas la batita blanca, no te pongas la batita azul. Quiero que te pongas la batita verde, quiero que te pongas la que sabes tú. La que sabes tú, la que sabes tú. Quiero que te pongas como los ñandús. O sea, con la clásica bata blanca, para que cuando tú me veas al pasar digas con ese acento castizo y chulapo que Dios te ha «dao»: «Vamos con la tercera y ésta… ¡ésta la pago yo!»
Y mira, cinco duros que me ahorro.