DON AURELIO

Cuando yo era más pequeño que Coll conocí a un niño que se llamaba don Aurelio. Era un niño lógico, casi normal, de unos dos o tres años, bigote, barba hasta las piernas auxiliares, conocimiento de causa y don de verborrea de vientre. Cuando llegábamos al colegio, todos le saludábamos reverenciosamente y le dábamos cachetes en las nalgas como a cualquier reverendo padre escolapio.

Un día me di cuenta que aquel niño se seguía llamando Aurelio Fonseca a pesar de que ya había cumplido el servicio militar. Me llamó la atención y me llamó el padre superior a su despacho andaluz y me dijo:

—¿Qué hora es?

Quizá, y debido a la poca experiencia que yo tenía a la sazón, me subí al púlpito a la gallega, y exclamé sin rubor:

—Son las diez menos diez. En Canarias, las nueve menos nueve.

¡Yo qué sabia! Era tan niño…

Si hubiera sido ahora le hubiera dicho más para congraciarme. Y el padre superior, severo, enjuto, resoluto, australiano y democrático, se quitó el muslo postizo que siempre llevaba debajo del sobrepelliz (que es un sobre para dar pellizcos) y me amonestó con la boca:

—Sepa usted, amado escolástico, que en esta santa casa nadie se puede llamar don Aurelio a excepción de la madre superiora pro nobis.

Aquello me descompuso el cuerpo y me quedé dubitativo hasta más no poder. Yo tenía muchos amigos que se llamaban don Aurelio. Tenía por lo menos ciento setenta y cuatro. No quiero enumerarlos a todos porque no me acuerdo bien de cómo se llamaban, pero estoy seguro de que más de cinco a seis se llamaban Aurelio. Por ejemplo, el inventor de la zarabanda; Aurelio Fontenova, hermano del célebre fabricante de las aguas de Lanjarón; Aurelio Fitipaldi, el descubridor del cólera morbo, y Aurelio I, el conocido cantante de Mazarambroz, que hizo famosa la «Canción del olvido» y algunos otros que no me acuerdo cómo se llamaban sus padres.

Yo, ingenuo y desnudo de toda malicia en el país de las maravillas, creí que lo que aquel reverendo me decía era una broma de las suyas. O sea, una broma de borrar, y seguí llamando don Aurelio a todo el mundo. Porque Aurelio es un nombre que me gusta, que suena bien, que tiene nombre de santo, que no ofende y que incluso en labios de una mujer acaricia el oído de hombre:

—¡Te quiero, Aurelio mío…! ¡Aurelio, seré tuya siempre! ¡Aurelio, si no te llamaras Aurelio no me casaría contigo…! ¡Aurelio… aunque no te llamaras Aurelio también hubiera votado a UCD! ¡Aurelio…! ¡Aurelio, estate quieto!

Y aquel reverendo padre me puso de penitencia varios años sin trabajar, pero con la condición de no acogerme al paro y escribir en la pizarra dos mil veces: «No volveré nunca más, en la vida, a llamar a nadie don Aurelio».