DON COSME Y LA DEMOCRACIA

—Oiga, don Cosme, ¿qué es la democracia? —le pregunté a don Cosme, que así se llama de nombre. Don Cosme, ya saben ustedes a quién me refiero, me miró sonriente, y destapando una de sus caderas, que llevaba cubiertas con unas alforjas de gutapercha, contestóme en voz baja:

—Pues ya le digo…

—¿Qué me dice, don Cosme?

—¿Qué quiere que le diga?

—Quiero que me diga qué es la democracia, aunque sea pagándole lo que usted estime oportuno.

—Pues ya le digo…

Aquellas palabras me ilusionaron e insistí:

—Don Cosme, no sé si tendré suficiente para pagarle, pero puedo ir a casa y acostarme. Mañana a primera hora nona me levantaría a eso de las doce y media del alba y le abonaría…

—A mí, usted, no tiene por qué abonarme, ¡tío cochino!

—Perdóneme, don Cosme, no he querido decir que le iba a hacer de vientre. Al decir «abonar» me refería al pago en metálico de la cantidad restante… ¡Por favor, don Cosme! ¡Sea comprensivo…! ¡Ayúdeme a sacarme de esta tremenda duda que me corroe las axilas corpóreas…!

—Pues ya le digo. Yo cuando era joven tenía más de ochenta años. Claro que mis padres eran mellizos. Mi cuñada Emerenciana, sin embargo, no. Esa era distinta.

—¡Don Cosme…! —insistí, en un verdadero ruego de ansia vespertina.

—Pues ya le digo, a mi cuñada Emerenciana le gustaba mucho el mosto. Había días —de aquellos días de antes de la guerra, días que tenían veinticinco y hasta veintiséis horas—, que se bebía cuatro o cinco azumbres. Una vez…

—Sí, sí, ya lo recuerdo. Pero yo lo que quiero que me diga…

—Pues ya le digo… Ahora me he comprado un paraguas para los días de lluvia, que es una auténtica maravilla. ¿Que llueve?, lo abres y santas pascuas. ¿Que no llueve?, no lo abres. ¿Que por cualquier circunstancias sales a la calle y solamente chispea?, abres solamente la mitad y te ahorras el cincuenta por ciento. De manera que si el paraguas te ha costado cincuenta mil pesetas, te sale por veinticinco mil.

—No, si mirándolo así, el paraguas es un artículo francamente económico, pero yo…

—Y no sólo es eso, sino que siendo varios de familia todavía tiene muchas más ventajas. Imagínese que hoy empieza a llover, ahora mismo, pues usted se coge de mi brazo y yo le protejo como si fuera mi propia esposa. Pues ahí lo tiene usted, números cantan: ya se ha ahorrado usted cincuenta mil pesetas de otro paraguas. Eso como poco, porque ustedes las mujeres son más presumidas y siempre les gusta que su paraguas sea mejor y más bonito que el de su marido, y, por tanto, el suyo le hubiera salido lo menos…, lo menos por unas quince mil pesetas más…

—Tiene usted razón, don Cosme, pero es que yo…

—Déjese de tonterías que no conducen a nada y agárrese fuerte a mi brazo que se va a poner perdido: ¿No se da cuenta de cómo está diluviando?

Empecé a llorar por las piernas abajo y, por última vez, insistí:

—¡Por Dios se lo pido, don Cosme, dígame qué es la democracia!

—Esto, esto es la auténtica democracia: el paraguas. Si no existieran los paraguas no nos hubiéramos conocido, no podríamos casarnos y al no podernos casar…

—¡Yo no quiero casarme con usted! ¡Yo quiero casarme con mi mujer y saber qué es la democracia! —y mordiéndome el lóbulo de la oreja marcelina, murmuró solapadamente:

—Pues ya le digo…