Y allí estabas, tú, ¡qué espanto!
Me han dicho que te has cagado
ayer noche en la taberna,
y no lo quise creer
dijera, quien lo dijera,
y viene corriendo a verte,
corriendo con estas piernas,
para ver si era verdad
que del vientre andabas suelta.
Y dudaba, y desmentía
aquella tremenda idea
diciendo: ¡Nes pas posible
que se haya cagado «ella»!
Porque te quiero mi bien,
porque te quiero de veras,
no quise hacer caso, niña,
de lo que hablaron las lenguas.
Mientras en esto pensaba,
hice entrada en la vereda
que conduce a tu casita
cubierta de madreselvas.
Antes de entrar me detuve
en el quicio de la puerta
y sentí que el corazón
por dentro me daba vueltas
y mis ojos se nublaron
al ver que estaban abiertas
las ventanas de tu alcoba
que dan mirada a la huerta.
Un presentimiento extraño
recorrió todas mis venas,
y un sudor frío inundó
mis carnes duras y tersas.
Apreté la dentición
de los dientes y las muelas,
y corriendo como un loco
ascendí por la escalera.
Y al entrar en el dintel
de la puerta de madera
sentí un golpe en la nariz
tan penetrante, morena,
que no pude reprimir
un grito de gran sorpresa:
—¡……!
Y allí estabas, tú, ¡qué espanto!
apoyada en la alacena,
rebozada hasta el cogote
de espesa y nutrida mierda…
......................................................................
Confuso y desesperado
salíme a la carretera,
a respirar aire puro
de los montes de la sierra,
y… ¡ay! entonces comprendí
que era verdad y muy cierta,
que tú te habías cagado
ayer noche en la taberna.