¡Ay madre, qué tarde aquella!
Tarde de toros y vacas,
tarde de pena y de angustia
fue aquella tarde en la plaza.
Estaba la tarde oscura,
—oscura de gris y plata—
y en la garganta sentía
como un nudo de corbata.
Tenía en el pecho una pena…
una penita penaza,
al salir aquella tarde
por la mañana, a la plaza.
Iba vestido de verde.
De verde los alamares.
De verde las medias verdes
rellenas de calamares.
Salí a hacer el paseíllo.
Los murmullos de la gente
llegaban hasta mí:
—¡Pobre Vicente!
¡Qué penita lleva ahí!
—¡Ahí, clavada en el pecho!
¿No la veis, cómo le brilla…?
—¡Sí, sí, la lleva clavada
por detrás de la costilla!
De pronto, como el ronquido
de un clarín se oyó.
Se abrió el toril, y un toro descolorido
con cuatro piernas, salió.
Clavé rodilla en la arena,
capa en el suelo extendí
para empezar la faena,
y le dije: —¡Ven a mí!
—¡Olé! —las gentes decían.
Y otro pase, y otro más…
Y el público repetía:
—¡Olé, vivan tus papás!
De entre la turba que me aclamaba
cuando puse banderillas,
(banderillas dolorosas)
se oyó voz que gritaba:
—¡Hay almohadillas…! ¡Hay gaseosas…!
Llegó la hora de la verdad.
Llegó la hora de la estocada.
Cuadré al berrendo,
pulsé la espada…
Le cité: —¡hiejeee…!
Y el toro, nada.
Me acerqué a él (aproximadamente a unos 20 cm.)
le agarré por la barbilla,
y le vi, que por el ojo
le salía una lagrimilla.
Por aquí, por la mejilla.
Todo el ruedo lloró.
Lanzó un mugido
que el alma me traspasó,
y le dije: —¡Vete…!
vete por donde has venido,
¡vete, vete en buena hora
¡Vete, vete con tu tora…!
que no te quiero matar…!
Y el toro, antes de marchar,
llorando de alegría,
con júbilo y embeleso
contestóme: —Hasta otro día,
¡gracias!— Y me dio un beso.
(Pues mira, es muy de agradecer).