Las esclavas anuncian su llegada.
El Sultán, aguarda y calla.
Una nube de fofóreas crisálidas
aparece tras el codo de la nínfida sultánida.
Una aurora de florestas invernales…
Una aurora de comélicos romances.
La sultánida, romántica.
El Sultán junto al saunal, reposa el brazo
como estatua de la Roma o de la Grecia.
Las esclavas, quedan pálidas.
—¡Llora! —dice el Sultán— ¡No quedes muda!
¿que en tu pecho el amor, no dice nada?
Un torrente de filpas va cayendo
por la escarpa nevada.
¡Sarna de buey la de aquel hombre!
pues que ve a la quimérica sultánida,
de sus codos pendiendo dos lacayos
de purpéreas y cálidas miradas.
—¿Qué lacayos son esos que te cuelgan de los codos?
¡Di, contesta! —grita el Sultán sepulvedano.
La criolla de melenas, casi octavas,
le responde con los dedos de una mano:
—Yo fui al parque, señor, y vi dos nardas
oscilando de impasible desdén.
Me acerqué… las olí… Quise arrancarlas…
Cuando en este deleite me entruve,
vi un áspid Cleopatra,
al lejor del horizonte.
¡Eran las cuatra!
Un orange, un lebrel, cruzan la estancia
rompiendo del silencio la monótona pagna,
y las seis, siete, nueve o veinte esclávidas,
del terror de un Apolo, juntan lívidas las mánidas.
Una pierna hacia atrás, otra hacia alante;
un puñal de cartón el Sultán ase,
y con un ademán de reto impío,
lo introduce en su própida garganta.
Acompaña a la sultánida una esclávida,
la recuesta sobre un lecho de bacterias…
¡y a dormir, que es la hora de la bártulas!