ROMANCE DE PERETE

Ya la tarde va cayendo

por el horizonte verde,

y una campana a lo lejos

toca el «tan tan» de las siete.

Por el paseo amarillo,

cubierto de hojas que mueren,

va paseando una niña

leyendo rimas de Bécquer.

Una voz se oye cascada,

pregonando lo que vende:

—¡A la rica cataplasma

de linaza y qué bien huele…!

Pasa el duque del Braguero

con su capa y sombrerete,

y al dar la vuelta a la esquina,

saluda a doña Mercedes:

—¡Adiós, señora condesa!

—¡Cuánto tiempo ya sin verle!

—¿Cómo está vuesa excelencia?

—Ya estoy mejor, ¡viejo verde!

Un suspiro se le escapa

al marqués, de entre los dientes.

La condesa, ruborosa,

después de tal incidente,

le pregunta con voz turbia:

—¿Qué tal anda usted del vientre?

—Ya estoy mejor, muchas gracias…

—De nada. Adiós. ¡Cuánta gente…!

Está el paseo del Prado

cuajado de petimetres,

bebiendo agua de botijo

de la cuesta San Vicente.

Un organillo desgrana

las notas lentas y alegres,

de un chotis castizo y chulo

de Jacinto Benavente…

Un farolero bajito,

colorado y regordete,

con su mágica varita

toca un farol, y lo enciende.

Cuatro niñas van cantando

porque se ha roto una fuente,

y con cáscaras de huevo,

se arreglará fácilmente.

Por la calle de Alcalá,

vestido de azul celeste,

entre palmas y alegrías,

baja el gran diestro don Pepe.

¡Ha cortado seis orejas

«el as de los redondeles»!

Un golfillo se le acerca,

y en una pierna le muerde.

El torero le sonríe

con esa boca que tiene;

se pone en pie en la berlina,

y quitándose los dientes,

en un generoso rasgo, va,

y se los da al mozalbete.

¡Qué detalle tan juncal!

¡Qué bonito y qué bien huele!

La señora Chantillí

con sus cuatro niñas viene,

bailando como una loca,

una danza berebere.

—¡Buenas tardes Pérez-Gil!

—¡Vaya unas hijas que tiene!

—Vamos niñas, saludad

al barón de Gil de Pérez,

—Bon soir, ¿comen talez vous?

—¡Tres bien, enfants de la mere!

Cuchufletas, chicuelinas,

sonrisas, saludos breves,

polisones y chisteras

paseando por Cibeles…

Camino van del Real,

a escuchar a Juan Perete,

que hace una gran creación

de la Tonta del Mollete.

—A mí Perete me gusta.

(Dice don Mauro el del veinte).

—Me gusta como cantante

quiero decir, ya me entienden…

Por la puerta principal,

van entrando los duqueses,

los nobles, los escritores,

y, entre ellos, Julio Verne.

El novelista sagaz,

que en «sarados» y banquetes

es el que priva a las damas,

porque siempre va en peleles.

—¡Muy buenas noches, don Julio!

—Buenas noches, mequetrefe.

—Qué… ¿a ver cómo canta

el gran tenor Juan Perete?

—¡Hola, González de Nalga,

qué mala carucha tiene…!

—Vamos, que escomencipia

la función. Eso parece.

Las luces del gran salón

se van quedando más tenues.

Un silencio sepulcral…

Una oscuridad vidente.

Una tos y luego otra…

Y más tarde otra allá enfrente.

Un estornudo, un bostezo,

y una voz: —¡Ese calvo, que se siente!

Tremolar de un cimbalón;

Ya está en escena el tenor

un estallido imponente,

y dos violines que lloran.

El telón, se alza solemne.

Ya está en escena el tenor

vestido de Marte y trece…

Tiene un no sé qué en los ojos,

que parece que los tuerce.

Ya va a cantar, ya se acerca

al palco de los Regentes,

y dice con voz de plata

que al público le estremece:

—¡A peseta va la bolsa!

¡Patatas fritas calienteeeeessss!

Una señora, ancianita,

montada en su Vespa verde,

va por la calle del Prado

diciendo: —¡He visto a Perete!