—¡Aaah! —gemí horrorizada.

Los dedos gordos y mojados me apretaron más. Unas vaharadas de hedor se alzaron a mi alrededor. Contuve el aliento, pero la pestilencia estaba en todas partes. La mano me apretaba cada vez más. El monstruo empezó a levantarme del suelo hacia su boca abierta. Las dos lenguas se retorcían y relamían.

De pronto las lenguas cayeron yertas sobre los labios morados, los dedos aflojaron la presa y yo quedé libre. El rey Jellyjam cayó de bruces con un gruñido. Los niños se apartaron rápidamente. La corona salió rebotando y el cuerpo del monstruo se estampó contra el suelo con un fuerte splat.

—¡Sí! —exclamé encantada. Todavía estaba temblando, intentando olvidar la sensación pegajosa de sus dedos en mi piel—. ¡Sí!

Mi plan había salido a la perfección. ¡Cuando los niños dejaron de lavar al rey Jellyjam, el monstruo había caído asfixiado por su propia peste!

—¿Estás bien? —me preguntó Elliot con voz trémula.

—Sí, creo que sí.

Mi hermano tenía tapada la nariz.

—¡Nunca volveré a quejarme de los abonos que usa papá en el jardín! —declaró.

Los otros niños, entre gritos y vítores, se pusieron en pie.

—¡Gracias! —exclamó Alicia, dándome un abrazo. Los otros también se acercaron corriendo a felicitarme.

Luego todos fuimos hacia el teatrito, entre abrazos y lágrimas, y por fin salimos al bosque.

—¡Nos largamos de aquí! —le dije a Elliot contentísima.

Pero nos detuvimos al borde del bosque al ver a los monitores. Estaban todos allí, docenas de ellos, codo a codo con sus pantalones y camisetas blancos. Habían formado una línea a lo largo del camino. En sus duras expresiones vi que no habían venido para despedirnos precisamente.

De pronto Buddy dio un paso al frente e hizo una señal:

—¡Que no escapen! —gritó.