Los acuosos ojos amarillos del sorprendido monstruo se abrieron de par en par. Los hinchados labios se separaron. Vi dos lenguas rosadas que se retorcían dentro de su boca.

Algunos niños soltaron las mangueras y las fregonas y se tiraron al suelo. Otros se volvieron a mirarme.

—¡Dejad de lavarlo! —grité—. ¡Soltad las mangueras y los cepillos! ¡Dejad de trabajar y tiraos al suelo!

Oía las arcadas de Elliot, a mi lado. Vi que intentaba sobreponerse al hedor.

El rey Jellyjam lanzó un furioso rugido cuando el resto de los niños siguió mis instrucciones. Un moco espeso y blanco le goteaba de la nariz. Sus dos lenguas asomaron entre sus labios morados.

—¡Al suelo! —grité a los chicos—. ¡Tumbaos!

Entonces el monstruo levantó un gordo brazo morado y con un asqueroso gruñido se inclinó. Todo su cuerpo viscoso se agitó.

¡Estaba intentando coger a Alicia!

—¡Socorro! ¡Me va a devorar! —chilló la niña, intentando levantarse.

—¡No! —grité—. ¡Quédate en el suelo! ¡Tumbada!

Alicia se tumbó con un grito de terror. El rey Jellyjam bajó su manaza y la movió encima de ella, intentando coger a la pequeña. Lo intentó una y otra vez.

¡Pero yo tenía razón! Había imaginado que los dedos del monstruo eran demasiado gordos y torpes para coger a nadie que estuviera tumbado en el suelo.

El rey Jellyjam ladeó la cabeza y lanzó un rugido de disgusto. Yo me tapé la nariz al notar que se intensificaba el mal olor. Las serpientes seguían brotando de la piel del monstruo, rodaban por su cuerpo viscoso y caían con un chasquido al suelo.

La criatura agitó los brazos. Volvió a inclinarse e intentó coger a otros niños. Pero ellos se apretaban contra el suelo. El rey Jellyjam volvió a rugir, esta vez más débilmente. Sus ojos giraban como locos en su enorme cabeza.

El olor daba vueltas en torno a mí, me envolvía. El rey Jellyjam intentó coger una manguera, pero no pudo. Entonces metió de golpe la mano en un cubo e intentó frenéticamente echarse agua encima.

Yo lo contemplaba todo temblando. Mi plan estaba dando resultado. ¡Lo sabía! ¡Sabía que funcionaría!

El hedor era cada vez más fuerte. Casi se notaba en la boca, en la piel.

El monstruo agitó los brazos, luchando como un loco por mojarse. Sus rugidos se convirtieron en gemidos. Su cuerpo comenzó a temblar.

Entonces me miró con los ojos entornados. Levantó un hinchado dedo morado y me señaló. ¡Me estaba acusando!

Se inclinó hacia delante, tendió el brazo e hizo un barrido con su manaza. Yo estaba tan atónita que no podía ni moverme. Me estremecí. Su mano se deslizó sobre mí y antes de que yo pudiera debatirme, apretó sus viscosos y apestosos dedos en torno a mi cuerpo.