No había forma de detenerle... ¡A menos que corriera más que él!

Con un grito desesperado me lancé hacia la pista. Mis pasos resonaban en la hierba. Corría sin apartar los ojos de Elliot y la línea de meta. Más deprisa. Más deprisa.

«¡Ojalá pudiera volar!» Elliot se acercaba a la meta. La multitud estalló en vítores. ¡Los otros competidores iban kilómetros detrás de él!

Mis zapatos resonaron en la pista de asfalto. Tenía el pecho a punto de explotar. Me dolían los pulmones y emitía un silbido al respirar.

Más deprisa. Más deprisa.

Oí gritos de sorpresa. Estaba justo detrás de Elliot. Extendí los brazos y lo cogí por detrás.

Los dos caímos hechos un ovillo, rodando por la pista hasta llegar a la hierba. Los otros chicos pasaron corriendo hacia la línea de meta.

—¡Wendy, idiota! —gritó Elliot, levantándose de un salto.

—¡N-no puedo explicártelo ahora! —exclamé yo, intentando recuperar el resuello y esforzándome por aguantar el dolor del pecho.

Me puse en pie y tiré de Elliot. Él intentó soltarse, furioso.

—¿Por qué has hecho eso, Wendy? ¿Por qué?

Vi que los monitores venían corriendo.

—¡Deprisa! —le dije a mi hermano, tirando de él—. ¡Corre!

Creo que se percató del terror que había en mis ojos, que se dio cuenta de que cogerle en plena carrera había sido un acto desesperado, que advirtió que aquello iba en serio.

Elliot dejó de protestar y echó a correr. Yo iba delante, colina arriba, en dirección al pabellón. Me metí en el bosque.

—¿Adónde vamos? —preguntó sin aliento—. Dime qué está pasando.

—¡Lo verás ahora mismo! —contesté—. ¡Prepárate para oler realmente mal!

—¿Eh? Wendy... ¿Te has vuelto loca?

No respondí. Seguí corriendo por el bosque, en dirección al edificio en forma de iglú.

Al llegar a la puerta me volví para ver si nos seguían, pero no vi a nadie. Elliot entró detrás de mí en el pequeño teatro. Las antorchas estaban apagadas y el interior estaba totalmente a oscuras.

Tanteando la pared encontré la puerta del armario, la abrí y empecé a bajar por las escaleras. A medio camino nos salió al encuentro el hedor. Elliot lanzó una exclamación y se tapó con las manos la nariz y la boca.

—¡Qué asco! —dijo con un grito apagado.

—Luego es peor —le avisé—. Intenta no pensar en ello.

Corrimos el uno al lado del otro por el largo túnel. Me hubiera gustado tener tiempo de advertirle, de decirle lo que iba a ver. Pero estaba desesperada por salvar a Dierdre, Alicia y los demás.

Jadeando por el mal olor, irrumpí en la iluminada cámara del rey Jellyjam. El agua de una docena de mangueras se estrellaba contra el cuerpo morado del monstruo. Los niños le frotaban afanosamente mientras él gruñía y suspiraba.

Vi la expresión de horror de mi hermano, pero en ese momento no podía preocuparme por él.

—¡Al suelo! —chillé a pleno pulmón, haciéndome bocina con las manos—. ¡Todo el mundo al suelo!

Tenía un plan.

¿Daría resultado?