El monstruo lanzó otro rugido.
Dierdre me soltó el brazo y las dos nos volvimos hacia él, temblando de miedo. La criatura bramaba a voz en grito sólo para aterrorizar a todo el mundo. Sus húmedos ojos amarillos estaban cerrados. No nos había visto... todavía.
—¡Consigue ayuda! —me susuró Dierdre. Luego volvió corriendo con su esponja al lado del rey Jellyjam.
Yo me quedé paralizada un momento, petrificada de horror. Otro estremecedor eructo me sacó de mi ensimismamiento. Salí corriendo por el túnel. ¡Por lo menos ya sabía por qué el terreno del campamento temblaba tan a menudo!
El hedor me siguió por todo el túnel y por las escaleras de piedra. Me pregunté si volvería a librarme de él, si podría respirar de nuevo libremente.
«¿Cómo puedo ayudar a esos niños? —me dije—. ¿Qué debo hacer?» Tenía tanto miedo que no conseguía poner mis pensamientos en orden. Mientras corría en la penumbra me imaginaba al rey Jellyjam haciendo chasquear sus asquerosos labios morados, lo veía mover sus ojos amarillos, recordaba las feas serpientes surgir de su piel.
Al llegar a lo alto de las escaleras estaba mareada. Pero sabía que no tenía tiempo de preocuparme por mí. Tenía que salvar a esos niños, obligados a ser esclavos del monstruo. Y a los demás chicos del campamento, antes de que ellos se convirtieran también en siervos de la criatura.
Asomé la cabeza por la puerta del armario. Las cuatro antorchas seguían ardiendo en la parte delantera del pequeño teatro, pero la sala estaba desierta.
¿Dónde estaban los monitores? Probablemente buscándome. «¿Adónde puedo ir? —me pregunté—. No puedo pasarme la noche en este armario. Necesito respirar aire fresco. Tengo que buscar un sitio donde pensar.»
Salí con cautela de aquel iglú y me interné en la noche sin estrellas. Me escondí tras un árbol y escudriñé el bosque. Entre los árboles y en el suelo se distinguían los estrechos rayos de luz de las linternas.
«Sí —me dije—. Los monitores me están buscando.»
Retrocedí, alejándome de la red de luces. Avancé en silencio entre los árboles y los matorrales, hacia el camino que llevaba al pabellón.
«¿Y si llego a los dormitorios y aviso a todo el mundo? —me pregunté—. ¿Me creerá alguien? ¿Habrá monitores de guardia en el edificio? ¿Estarán esperando a que yo aparezca?»
De pronto oí voces en el camino. Me agaché detrás de un árbol y dejé que pasaran dos monitores. Sus linternas arrojaban grandes círculos de luz.
En cuanto desaparecieron de la vista eché a correr colina abajo, siempre entre las sombras. Pasé junto a la piscina y las pistas de tenis. Todo estaba oscuro y silencioso.
Me di cuenta de que los altos matorrales que había junto al camino me ocultarían por completo. Me agaché detrás de uno de ellos, jadeando, y me metí dentro de él gateando. Allí me acomodé, sobre las agujas de pino y me asomé. Sólo se veía oscuridad.
Respiré hondo varias veces. El aire olía muy bien... «Tengo que pensar —me dije—. Tengo que pensar.»
Unos gritos me despertaron sobresaltada. ¿Cuánto tiempo llevaba dormida? ¿Dónde estaba? Me incorporé parpadeando y me estiré. Tenía todo el cuerpo rígido y dolorido.
Miré a mi alrededor y descubrí que seguía escondida dentro del matorral. Era una mañana gris y nublada, pero el sol intentaba atravesar las altas nubes.
¿Y las voces? ¿Eran vítores? Me levanté a mirar entre las hojas. ¡La carrera! Acababa de empezar. Vi a seis chicos con pantalones cortos y camisetas que corrían por la pista. Una multitud de niños y monitores les animaba.
¿Quién iba en cabeza? ¡Elliot!
—¡No! —grité, con la voz todavía ronca del sueño.
Salí del matorral y me acerqué a la pista de carreras. Sabía que tenía que detener a Elliot. Tenía que impedir que ganara. No podía permitir que consiguiera su sexta moneda. ¡Si vencía también se convertiría en esclavo!
Mi hermano corría muy deprisa, muy por delante de sus cinco competidores. «¿Qué hago? ¿Qué?» Llena de pánico, recordé nuestra señal. Mi silbido, la señal para que Elliot se calmara. «Cuando oiga el silbido aminorará la velocidad», me dije.
Me llevé dos dedos a la boca y silbé. Pero tenía la boca tan seca que no salió ningún sonido. El corazón me palpitaba con fuerza.
Lo intenté otra vez. Nada, no había forma.
Elliot comenzó la última vuelta. Ya no había forma de impedir que ganara.