Parpadeando bajo la brillante luz, vi docenas de chicos con fregonas, cubos y mangueras.

Al principio pensé que estaban limpiando un gigantesco globo morado, más grande que cualquier globo del desfile del día de Acción de Gracias. Pero cuando el agua le caía encima y las fregonas le enjabonaban los costados, el globo soltaba graves gruñidos.

Entonces me di cuenta de que no era un globo. Era una criatura viva. Era un monstruo:

Se trataba del rey Jellyjam.

No era una mascotita encantadora, sino una asquerosa montaña morada de cieno, más grande que una casa. Llevaba una corona dorada. En su cabeza se movían dos gigantescos y húmedos ojos amarillos.

La criatura chasqueó sus labios morados y gruñó de nuevo. De su nariz, descomunal y peluda, brotaban enormes mocos blancos. El olor nauseabundo emanaba de su cuerpo. Ni tapándome la nariz podía evitar notarlo. Olía a pescado podrido, basura, leche agria y goma quemada... ¡todo junto!

La corona dorada rebotaba en lo más alto de su viscosa y húmeda cabeza. Su barriga morada se movió como si dentro de él hubiera roto una ola de mar y la criatura lanzó un pútrido eructo que estremeció las paredes.

Los niños trabajaban febrilmente en torno al horrible monstruo. Lo regaban con mangueras, le frotaban el cuerpo con fregonas, esponjas y cepillos. Y mientras trabajaban, llovían sobre ellos pequeños objetos redondos. Clik, clik, clik. Aquellas cosas caían rebotando al suelo.

¡Serpientes! Eran serpientes que surgían de la piel del rey Jellyjam. Sentí náuseas otra vez. ¡Aquella espantosa criatura sudaba serpientes!

Retrocedí a trompicones por el túnel tapándome la boca con las manos. ¿Cómo podían soportar esos niños el horrible hedor? ¿Por qué lavaban a la criatura? ¿Por qué trabajaban tanto?

Al reconocer a algunos me quedé con la boca abierta.

¡Alicia! Llevaba una manguera con las dos manos y rociaba con ella la enorme y temblorosa barriga del rey Jellyjam. Lloraba y sollozaba, y tenía el pelo rojizo empapado y pegado a la frente.

También vi a Jeff. Estaba frotando con una fregona el costado del monstruo. Abrí la boca para llamarles, pero la voz no salió de mi garganta y no emití ningún sonido.

En ese momento vi que alguien se me acercaba corriendo, tambaleándose, a trompicones. Salió de la luz y se internó en el oscuro túnel.

—¡Dierdre! —logré exclamar.

—¡Sal de aquí! —gritó ella—. ¡Corre, Wendy!

—Pero... pero... ¿Qué está pasando? ¿Por qué hacéis esto?

Dierdre sollozó.

—¡Sólo los mejores! —dijo en un susurro—. ¡Sólo los mejores serán los esclavos del rey Jellyjam!

—¿Eh? —Me la quedé mirando con la boca abierta. Ella temblaba y se estremecía, empapada de agua fría.

—¿No lo entiendes? Todos éstos son vencedores. Todos tienen seis monedas. Él sólo quiere a los más fuertes, los mejores trabajadores.

—¿Pero por qué? —pregunté.

Las serpientes brotaban de la piel de la criatura y caían con un chasquido en el suelo. Una oleada de hedor nos invadió cuando otro fuerte eructo escapó de los abultados labios del rey.

—¿Por qué lo laváis?

—H-hay que lavarlo todo el tiempo —exclamó Dierdre con un sollozo—. Tiene que estar siempre mojado. Y no puede soportar su propio olor, así que trae aquí abajo a los chicos más fuertes y nos obliga a lavarlo día y noche.

—Pero, Dierdre... —comencé.

—Si dejamos de lavarlo —prosiguió ella—, si intentamos descansar, él... ¡él se nos come! —Todo su cuerpo se estremeció—. ¡Hoy se ha comido a tres niños!

—¡No! —grité horrorizada.

—¡Es asqueroso! —gimió Dierdre—. Esas horribles serpientes que le salen del cuerpo... y el olor a podrido.

Me cogió del brazo. Tenía la mano mojada y fría.

—Los monitores están todos hipnotizados —susurró—. El rey Jellyjam tiene un control total sobre ellos.

—Ya... ya lo sé.

—¡Sal de aquí! ¡Deprisa! —me suplicó Dierdre, apretándome el brazo—. Consigue ayuda, Wendy. Por favor...

Un furioso rugido nos hizo dar un brinco.

—¡Oh, no! —gimió Dierdre—. ¡Nos ha visto! ¡Es demasiado tarde!